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Mario Vargas Llosa: El textualista

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Escribe: Eloy Jáuregui
Fotos: Miguel Mejía Castro

«Festejar a Vargas Llosa es celebrar la tradición literaria peruana y la universal que han permitido construir este gran y único universo vargasllosiano que es uno de los más reconocidos en el mundo». Así aseguran en la FIL 2019 de Lima respecto al nobel peruano homenajeado en esta versión. Pero el escritor es mucho más que eso. Porque fue periodista precoz cuando aún escolar y a los 14 años ingresó de reportero del diario La Crónica de Lima. Al mudarse a París, se incorporó en la Agencia France Press y también trabajó en la Radio Televisión Francesa. Dos libros sobre reportajes extensos alimentan su bibliografía periodística, Diario de Irak e Israel/Palestina. Hoy, su columna Piedra de Toque se sigue publicando en numerosos diarios del mundo.

«Un escritor tiene la ventaja de que puede convertir un fracaso en materia literaria, y eso lo alivia. La escritura es una venganza, un desquite de la vida”.

M.V.Ll

1.

Aquel solitario y frío invierno de 1983 cuando visitamos a Mario Vargas Llosa con el fotógrafo Severo Huaicochea a su casa, llegamos al nublado Barranco llenos de incógnitas. Y de pronto comprendí a cabalidad lo que era la soledad del escritor. Lo íbamos a atrapar en su misterio. Su soledad de solemnidad frente a la página en blanco. Cita para dos, el hombre y su máquina. Mejor, reunión de un dúo de a uno. Teclas a la espera de unos dedos. Dedos titilantes en ese afán de escribirlo todo. Escritura de un seducido deicida, solitario y final.

Vargas Llosa estaba sosegado y ya sospechaba por qué habíamos llegado a su dominio. Luego de una secretaria malgeniada, nos hizo ingresar a su espacioso estudio y escuchó todo aquello que le contaba de un encargo que le enviaba su entrañable amigo, Félix Arias Schereiber (1). Y aquella fue la llave para que nuestro Nobel se distendiera, hablase reposado y nos muestre los secretos de su carpintería literaria. Su escritorio, sus fichas, su colección de lapiceros, y su máquina eléctrica a quien llamaba “la mula”.

La primera impresión era la de un hombre en extremo ordenado. En sus reposteros de ingenios había retazos de periódicos y revistas atrapados a unos ganchos con etiquetas, breves libros de consultas con separadores que más parecía a un árbol de navidad, unas toallitas de mano, unos frascos de no sé qué, supongo lociones, algunos objetos como pisapapeles, y otras vituallas donde el escritor descargaba su furia como un boxeador frente a la bolsa de arena. Entonces estábamos frente a un ser especial pero luego la desilusión porque hablamos de fútbol y otros asuntos banales que terminaron cuando yo le explique mi teoría sobre el humor porcino de Ferrando. Y él se puso en guardia.

Muchos años después, también entre las brumas, encontraría al ya Nobel Vargas Llosa caminando en medio de las sombras en el campus de la Universidad de Lima. Era la víspera del estreno en Lima de “Las mil noches y una noche”, aquella adaptación de espectáculo multimedia donde él actuaba –y lo hacía muy bien– junto a la actriz peruana Vanessa Saba. Precavido, el hombre se había quedado la noche anterior en el campus para reconocer los misterios del escenario. Y lo asalté entre los jardines universitarios temiendo lo peor, pero no, Mario Vargas Llosa estaba distendido otra vez y me siguió la corriente.

Y hablamos de todo y de nada. Y él fue así, preguntón y curioso. Ora quería saber que para qué era ese pabellón, ora que cómo diablos era la conducta intelectual de los jóvenes estudiantes. Dos guardaespaldas prestos nos seguían a unos pasos y sin disimulo. Aquella vez comprobé que Vargas Llosa estaba nutrido de vida y sus consiguientes enigmas. De esa vez eran sus sentencias sobre que la cultura se había banalizado, que triunfaba la frivolidad en su peor sentido, que el erotismo había perdido en favor de la pornografía, que la posmodernidad era, en parte, un experimento fallido y pedante, que el periodismo amarilleaba sin piedad, que la política se degradaba irremediablemente, y que en ‘la civilización del espectáculo’, el cómico había terminado siendo el rey.

Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler en Arequipa.

Polémico hasta sus cachas y volviendo a ese invierno de1983, aun recordaba mi curiosidad por su rutina. Qué cómo era que empezaba a escribir. Vargas Llosa me señaló entonces su batería de lapiceros Faber-Castell, Lucas Pens, bolígrafos, plumas fuente, lápices. Curiosos y majaderos, le hicimos una foto donde se le ve escribiendo a mano. Cierto, luego confesaría que todo lo empezaba a escribir siempre a mano limpia. Que así hacía bosquejos y una suerte de mapas conceptuales. Que sus primeras versiones siempre eran con tinta “seca” y en cuadernos. Luego venía lo mejor, contaba entre vergüenza y timidez, que empezaba el día a las 5 de la mañana –cuando no salía a correr– corrigiendo lo del día anterior. Y que a media mañana otra vez escribía, o un retazo de crónica, o un pedazo de novela o terminaba con un trozo de un ensayo. Y así hasta la 2 de la tarde. Que almorzaba reposado y bien relajado, una siesta luego y en la tarde a leer y preparar sus clases, charlas y conferencias. Que esa era su humilde rito de obrero de la abstracción y la fantasía.

2.

Existe la foto. Tiene la edad de la adolescencia. Y yo la guardo con un afecto especial. El retrato apareció rescatado en el blog del caricaturista Heduardo. Ahí Mario Vargas Llosa tiene 18 años (1,954) y escribe en una vieja máquina Remington en la redacción de La Crónica. Luce el mismo perfil. Narigudo y dientes de conejo. Camisa manga corta, reloj, lapicero en el bolsillo y la mirada amarrada a esa cuartilla palpitante –supongo– en medio del tráfago del diario, que aguardaba la escritura de esa impronta que, pasados 60 años, hoy se erigen como la mejor del mundo.

En otra foto y ya a colores lo observo a sus setentaitantos años en el Congo –acopiando información para su novela “El sueño del celta” –. Ahí luce canas y arrugas, pero tiene el mismo rictus de quien se juega la vida mientras escoge y registra cada palabra. Entre ésta y la otra foto de su juventud apurada pasó más de medio siglo. ¿Escribiendo? Sí. Y sigue, no se alarmen. Y es admirable. Y es ejemplo. Confieso que no comparto sus ideas políticas ni sus pataletas. Ya habrá tiempo para ese desahueve. Pero como periodista, Vargas Llosa es irreprochable. Y como deicida –ese que niega la creación de Dios— es genial al fundar un universo personal y propio. Cito: “El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes, y sus ojos ardían con fuego perpetuo…” Carajo, ni la Biblia.

Su creatividad desbordante había cumplido su servicio militar obligatorio de las redacciones –aquello que asemeja al relato de Alberto Fuget en Tinta roja– y las desventuras deljoven periodista. De ahí que escribí en un retrato anterior que aquello que me amotinaba era esa actitud de reverencia y su contrario que Vargas Llosa mantiene con cualquier escritura. Así, su rito no es mito. Es la observación de un hombre que está interesado en su entorno más insustancial y que lo lleva a la abstracción y de ahí al acto religioso de su escritura anti piadosa y mística.

El texto vargallosiano no tiene nada de enigma. Al contrario, en su transparencia es calistenia escribal, rigor por la precisión en la información y lecturas pasionales. Cierto, aquello que se le exige a todo buen periodista. La ecuación es: disciplina, severidad y una pizca de talento. Cito a Vargas Llosa en esta ‘caza’ de citas quien parafrasea a Flaubert: “Escribir es una manera de vivir y esa sentencia es absolutamente exacta. Mi manera de vivir es escribir, mi vida entera está organizada en torno a mi trabajo. Yo nunca dejo de escribir”. ¿Flaubert? ¿Sabrá algún profesor de colegio que a qué diablos sabe esa Madame Bovary? Bien, el escritor francés es (fue) la luz de ese y este Vargas Llosa. ¿Y un maestro de escuela conoce de aquella “La orgía perpetua”? Lo dudo, como cantan Los Panchos.

En su libro sobre Onetti (2), Vargas Llosa rememora una vieja e intensa conversación con el escritor uruguayo. Dice que Onetti sintió estupor cuando Vargas Llosa le confesó que escribía con horario, cada día, bajo una estricta disciplina, como “un oficinista”. Onetti, al contrario –le confesó– era caótico en su escritura, antojadizo, anotaba desordenadas notas sueltas y escribía cuando le venía la reverenda gana. Si Vargas Llosa mantenía una relación marital con la literatura, Onetti, era el perfecto adúltero. No obstante, algo hacía cómplices a estos excesivos escritores. El ceremonial libresco. Ante una duda, corrían a la biblioteca y ubicaban el libro y con el lapicero en la boca y mientras con una mano sostenían la página exacta, con la otra escribían o “tecleaban” la cita correcta. Hoy no es así. Para eso existe Google, y se acabó y punto.

Al ser hombre de sentencias, en su texto Elogio de la lectura y la ficción, Vargas Llosa sostenía: “Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia”.

“Escribir es una manera de vivir”, decía Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. ¿Solo en la ficción? No. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una crónica o una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión. Y así remataba con una ‘Media Verónica’ –el pase con el capote y no la actriz mexicana– el Nobel: “Es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar”.

3.

De aquel día de la visita a la casa de Barranco, el ritual de Vargas Llosa cambió diametralmente. Lo sé. Alguna vez leí en una de sus entrevistas que alertaba sobre el efecto negativo que Internet está produciendo en nuestras vidas. Reconociendo muchas cosas buenas que nos han traído las nuevas tecnologías de la información y comunicación, Vargas Llosa cuestionaba el impacto en la gestión propia de nuestros conocimientos y señalaba, a modo de resumen, que “más información significa menos conocimiento”. Exagerado afirmaba que Internet afectaba a nuestra forma de procesar la información y el conocimiento, y, por ejemplo, nos llevaba a un manejo diferente de la memoria – “para qué ejercitarla si tengo un disco duro para almacenar la información– o a despreciar la lectura completa de libros –“para qué leer un libro si puedo encontrar múltiples reseñas y citas en Google. Entonces, cuanto más inteligente sea nuestro ordenador más tonto seremos” –.

Pero vamos por partes, hoy un periodista sin Internet es como un cóndor sin alas. Recuerdo así un texto de Daniel Arjona en el suplemento El Cultural (3): “Los escritores se enredan”, de cómo Facebook y Twitter unen ya a autores y lectores. El autor pone un breve ejemplo: “Tengo salmorejo para cenar, con jamón y huevo duro picado. Y son las 21,15. Una poderosa razón para despedirme por hoy” Gracias y un abrazo”. 140 caracteres con espacios –parece un haiku de Matsu Basho–. Es un ‘twitt’ que escribe el novelista español Arturo Pérez Reverte. Así, despide su día con tan trivial y apetitosa anotación a sus más de 20.000 lectores-seguidores de su perfil en la red social Twitter, para que se enteren que un escritor también come y hasta se alimenta por no decir otras cosas. 

Entonces, si el periodista vive en las redes del enredo, y Pérez Reverte es carne de prensa, entonces Vargas Llosa confesaría en diferentes ocasiones que las Redes Sociales ni le va ni les viene. Algo así como “no tengo tiempo”. Rodeado de secretarias, auxiliares y la familia –hasta en eso es atípico rebelde–, no es un pez en el agua precisamente con esto de los Blogs, el Twitter y el Facebook. Que, para muchos analistas en comunicación, resultan hoy de acompañante ideal para un contador público o un dentista. Para otros sería un callejón o quinto patio. Así, este tejido de redes de ciudadanos hablantines, es un coro donde uno lee a un hijo del vecino mandarnos a los quintos infiernos porque a uno le gusta los toros, por ejemplo, a otros nativos digitales que se enamoran en nuestras narices, proferir una sentencia contra el poeta Arjona porque prefieren a un ‘metalero’. Así ante esta versión del ‘Gran Hermano’ –como dice el otro Arjona– adolescente con espinillas, los escritores, editores, libreros y todo el mundillo literario en pleno conviven ahí, con mayor o menor fortuna.

Sin embargo, tiempo después confesaría su pecado en el diario El Tiempo: “Tengo una computadora que utilizó como una máquina de escribir. Excepcionalmente, cuando estoy fuera, en Nueva York, por ejemplo, no hay más remedio que entrar a Internet para leer los periódicos. Si quiero saber qué pasa en España, qué pasa en el Perú tengo que ir a Internet, a Google. Pero no me siento en mi elemento, definitivamente no estoy en mi elemento. Tengo verdadero terror al ver gente que solo vive para las pantallas”.

Y me voy al otro extremo. En el caso de Gabriel García Márquez, su Facebook reunía en sus últimos días a más de 400.000 seguidores y el “Gabo” ni andaba enterado de esa masa turbia que se enfrascaban en Tiempo Real en incansables discusiones sobre sus libros, listados de obras preferidas y entrañables declaraciones de amor por sus personajes. Y si Vargas Llosa ha declarado su fobia a este tejido malhecho de advenedizos y atorrantes, pues no puede negar que a pesar de ser el Nobel 2010-2011, luce apenas 20.000 seguidores en Facebook contra los 6.000.000 que persiguen a Lady Gagá, por ejemplo.

4.

Con enredos y sin la red, la escritura real y la de ficción de alguna manera se hacen poesía como los registros periodísticos de Mario Vargas Llosa que ha hecho que las noticias –esa materia prima del acto de facto– viajen codo con codo junto a sus desafíos literarios. En su libro El lenguaje de la pasión (4) que reúne 46 crónicas-ensayos, brilla uno, el dedicado a Octavio Paz, que precisamente origina el título del libro y que, al referirse al poeta mexicano, explica que sucumbió ante el afán de la novedad descritas en sus conferencias de Harvard y que luego lo obligó a publicar Los hijos del limo (5) “como un sutil veneno para la perennidad de la obra de arte”.  El comillado es mío.

Para los que amamos la crónica periodística como un pretexto para escribir literatura encontramos en El lenguaje de la pasión una original provocación. Sé escribe como se vive. Unos de manera turbia y otros tratando a sangre y fuego encontrar la luminosidad. En Vargas Llosa cito tres libros que rasuran la pelambre de lo cotidiano. Son artículos abigarrados de rabia y belleza, tres conjuntos de ensayos –aquella literatura de las ideas–, agrupados en Contra viento y marea, Desafíos de la libertad y, por cierto, El lenguaje de la pasión.

De éste dirá Vargas Llosa. “Los textos que componen este libro son una selección de los artículos que aparecieron en mi columna *Piedra de Toque*, en el diario El País, de Madrid, y en una cadena de publicaciones afiliadas, entre 1992 y 2000. “Desde niño me fascinó la idea de esa «piedra de toque» que, según el diccionario, sirve para medir el valor de los metales, una piedra que nunca vi, que todavía no sé si es real o fantástica. Pero el nombre se me impuso de inmediato a la hora de bautizar mi columna periodística. Una columna en la que, un domingo sí y otro no, me esfuerzo por comentar algún suceso de actualidad que me exalte, irrite o preocupe, sometiéndolo a la criba de la razón y cotejándolo con mis convicciones, dudas y confusiones”. Se entiende. Vargas Llosa está jodidamente condenado a escribir cada día. ¡Pero, vamos! Es una orgiástica penitencia.

En el Perú, César Vallejo y José Carlos Mariátegui –dúo ilustre entre tríos de fuste– fueron antes que cualquier cosa, también periodistas. ¿Merecían el Nobel? Sí. Entonces me aseguro: El periodismo mejora la calidad de vida e incluso, educa. ¿Y en el Perú de hoy? Otra vez, en bolero, lo dudo. Qué hacer, como diría Lenin. Leer a Flaubert y harto Vallejo. Pensar que se puede ser feliz trabajando en periodismo. Qué se convierta en una pasión. Que obligue a ser honesto. Que disuelva las intolerancias. Que nos atiborre de sensibilidad, ternuras y libertad. ¿Se puede? Sí. Vargas Llosa lo acaba de instituir. 

En otras oportunidades Vargas Llosa ha dicho: “Muchas cosas de mi escritura se las debo a todo lo que he vivido con el periodismo, por ejemplo, Conversación en La Catedral no la hubiera podido escribir sin el periodismo. El periódico es una fuente extraordinaria de temas”. Pero yo recuerdo aquella frase “vuelta de espaldas a la problemática más viva y urgente de la sociedad peruana”, que pronunció Vargas Llosa en 1997, cuando recibió el título de doctor honoris causa en la Universidad de Lima. En esa ocasión su discurso fue conmovedor.

Nos decía a los que escribimos y que ayudamos a que los jóvenes aprendan a manejar también aquel “lenguaje de la pasión”, que ese alejamiento de otrora entre la ley de la calle y el rigor de la cátedra, hoy felizmente habían desaparecido. Tenía toda la razón. Yo lo vivo a diario al conversar con los alumnos que llegan ásperos desde Los Olivos y fragantes de allá al sur, en “Eisha”. Entonces termino con una de sus frases: «Un escritor tiene la ventaja de que puede convertir un fracaso en materia literaria, y eso lo alivia. La escritura es una venganza, un desquite de la vida (…)” Para hacer todo eso ha sido preciso «mantenerse en forma, cuidarse, viajar, a Palestina, a Irak, a Afganistán, ha sido preciso ir al Congo, al Amazonas, al Pacífico en busca de Gauguin. La verdad es que no he parado. Y no pienso parar. Mientras tenga ilusión y curiosidad y me funcione la cabeza, que de momento creo que me sigue funcionando. La vejez no me aterroriza mientras pueda seguir desplazándome. Me acerco a la muerte sin pensar en ella, sin temerla. Mientras trabajo me siento invulnerable». Eso y esto es el amor a la página en blanco, aquella que tenemos que embarazar dulcemente con ‘el sutil veneno de la perennidad’.

Pie de página

(1) MVLl. y Arias Schreiber había militado en “Cahuide”. Base universitaria del Partido Comunista Peruano en la UNMSM. MVLl se hacía llamar “Camarada Alberto”, Arias Schreiber era el “Camarada Jacobo” y Lea Barba, luego esposa de Arias Schereiber era la “Camarada Aída”. Ver Conversación en la Catedral.

(2) El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti. Mario Vargas Llosa Alfaguara. Madrid, 2008.

(3) Elcultural.es: http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/27860/Los_escritores_se_enredan

(4) El lenguaje de la pasión.  Santillana, Barcelona 2007.

(5) Los hijos del limo. Seix Barral, 1974.

(TEXTO PUBLICADO EN LA REVISTA IMPRESA LIMA GRIS N° 17)

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