Cercana al melodrama e influenciada además por el neorrealismo y el cine documental, la película de Lino Brocka (Pilar, 1939 – Ciudad Quezon, Filipinas, 1991), Manila en las garras del neón (según su traducción), narra el viaje del joven julio Madiaga a la urbe filipina, desde su provincia rural, con el fin de buscar a su novia, Ligaya, desaparecida en la capital, a donde fue por una supuesta oferta de trabajo. Al mismo tiempo, la película es una visión de la ciudad, de la vida de sus clases desfavorecidas, del poder y abuso de los sectores adinerados y las fuerzas del orden, de la violencia. Un relato de como la urbe aplasta y devora –o aniquila- a sus habitantes más vulnerables.
Los primeros planos de la cinta resultan gráficos en la intención del cineasta: secuencia breves de las zonas deterioradas de la ciudad, calles sucias, pequeños comercios y personas ganándose la vida entre las veredas; un blanco y negro sombrío que da paso a un color opaco en el momento que empiezan las acciones y acaba la presentación de los créditos. Brocka parece preparar al espectador antes de introducirlo en ese ambiente difícil y precario. Julio, el protagonista, llega a la ciudad como si arribara al principio de un viaje iniciático, una suerte de descenso que se remarca en la contraposición que generan pequeñas secuencias evocativas (flashbacks), de la vida en el campo, del amor de Ligaya, del mundo de la provincia dejado atrás.
Pero en esa ciudad terrible, el protagonista también vivirá la experiencia de la amistad y la solidaridad de los colegas trabajadores. Empleado como albañil, participará de los momentos en que los obreros, en sus conversaciones, se instruyen sobre los peligros y las posibilidades del entorno, contando sus vidas, sus proyectos, entablando casi un régimen de camaradería, forjando incluso vínculos duraderos. (La relación con los personajes de Atong y Pol es muestra de ello). Así, la narración establece claramente dos dimensiones del espacio laboral: los obreros que a pesar de sus rencillas, participan juntos de unos destinos signados por la incertidumbre, y por otra parte, el grupo representado por el capataz y el dueño de la constructora que no desaprovechan la oportunidad para estafar a los trabajadores reduciéndoles el salario o imponiéndoles deudas disparatadas. (Algo que los obreros saben y critican, pero que parecen aceptar como parte de las reglas implícitas en que se dan las relaciones con el poder empresarial).
Después está la noche febril y laboriosa. Más allá de los puestos de los ambulantes y pequeños negocios, los parques son tomados por la prostitución masculina. Julio terminará ejerciéndola después de que sea despedido de la construcción; el hambre y la necesidad de recursos para continuar con la búsqueda de Ligaya no le permitirán demasiados cuestionamientos morales al momento de asumir el alquiler de su cuerpo. Episodio breve, planteado como parte del aprendizaje social del protagonista. Ambiente duro, en donde sin embargo vemos de nuevo la experiencia de solidaridad entre marginados o explotados, a través de unos personajes que guiarán a Julio y que le ofrecerán su ayuda en ese “nuevo mundo”.
A lo largo de la película, la cámara desarrolla una mirada atenta –con el uso mayoritario de planos cenitales y frontales-, crítica del entorno social y físico de la ciudad. Calles atestadas, barrios insalubres (de los más pobres), casitas hechas de tablones apenas elevadas de las corrientes de agua, el ir y venir constante de sus habitantes al borde de la sobrevivencia (la mayoría). Brocka incluye también, el registro de la protesta en una secuencia en donde el protagonista coincide con una manifestación contra el régimen de la época (el de Ferdinand Marcos). La cámara lo hará perderse por unos momentos en la multitud, produciendo la figura de un encuentro entre personaje y personas, equiparando así sus demandas de justicia.
Hay en la manera de filmar de Brocka un sentido que escapa a lo más obvio de la imagen, y que se percibe en las situaciones construidas –y que no es solo una “puesta en escena”-, sino que llega como la percepción de una inquietud, un clima angustiante presente en casi todos los planos, exceptuando quizás aquellas imágenes en donde el protagonista parece tener sosiego en la mesa con amigos, conversando con los compañeros de trabajo, o en las secuencias evocativas. Esa inquietud, seña de un peligro constante, está transmitida en los colores apagados de la cinta, en el nerviosismo del protagonista durante sus vigilias, en los relatos de los personajes, y en los planos en donde las calles abarrotadas parecieran ocultar peligros invisibles, como si siempre hubiera que cuidarse la espalda.
La búsqueda de Ligaya, impulsa al protagonista a resistir en cada etapa de su travesía, a soportar los abusos, la muerte del amigo, el maltrato de la policía, el poder de los proxenetas. Es un proceso en el que va acumulando un mayor conocimiento de los peligros que la ciudad le depara, pero a la vez va produciendo en Julio cierta amargura, haciendo que su búsqueda se haga más obsesiva, más desesperada. Cuando finalmente ubique a Ligaya, como era de esperarse, encontrará en ella no a la novia que dejó su pueblo, sino a una madre sometida a una red de prostitución clandestina. Ambos intentarán retomar su relación y huir de Manila, aunque al final les será difícil, fuerzas del orden y mediáticas parecen proteger a los proxenetas de la ciudad. La muerte de ella pareciera mostrarle a Julio lo imposible que es salirse de ese “infierno”, y su venganza, el asesinato del proxeneta chino, lo conducirá al grito de horror de la última secuencia, cuando enfrente al grupo de comerciantes que, en represalia, irán a matarlo.