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LUIS URTEAGA CABRERA: CÓMO ESCRIBÍ “LOS HIJOS DEL ORDEN”

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Luis Urteaga Cabrera (Foto: Edwin Cavello Limas)

 

Hace unos días en Lima se presentó una nueva edición del libro Los hijos del orden de Luis Urteaga Cabrera, editado por el sello Casa Tomada, después de cuarenta años Urteaga Cabrera apareció ante el público a sala llena en el auditorio del Centro Cultural España, una noche mágica donde la literatura se respiraba entre anécdotas. Para muchos Urteaga Cabrera se ha convertido en un escritor maldito, y su libro esta considerado como la novela más violenta de la historia de la literatura peruana.  Premiada por Onetti y Sarduy en Argentina, y ganadora del premio José María Arguedas en Perú.  Una novela que no solo es leída, sino también estudiada en todo el mundo. Aquí un texto del autor de Los hijos del orden.

 

CÓMO ESCRIBÍ  “LOS HIJOS DEL ORDEN”  POR LUIS URTEAGA CABRERA

En “Los Hijos del Orden” figuran muchas historias. Pero hay una que no tuvo cabida en sus páginas, porque es su propia historia. Nunca he querido contarla para no agregar combustible al fuego y justificar la leyenda negra que la bautizó como “novela maldita”. Para retribuir su gentil compañía hoy haré una excepción. Voy a relatarles un compendio de las dificultades que la novela ha tenido que superar desde su hora cero, cuando aún no existía, hasta el momento actual en que, por decisión de Casa Tomada, renace de sus cenizas como el ave Fénix.

Nací en un pueblo de la sierra norte con mucha pobreza, demasiado orgullo por sus numerosas iglesias y ninguna vergüenza por carecer de bibliotecas.  A los 15 años de edad ignoraba quién era, cómo era mi sociedad, qué sentido tenía la existencia y qué haría con la mía. Como producto de esta desorientación a los 17 había ingresado a Ciencias Matemáticas en la Universidad de Trujillo y a los 20 me encontraba cursando medicina en la Universidad de San Marcos.  Yo no sabía qué hacía en ese lugar.

Al ingresar cada mañana a la facultad de San Fernando lo primero que hacíamos los estudiantes era dirigirnos a las vitrinas para averiguar las fechas y los horarios de las prácticas y los exámenes, a fin de que nos encontraran preparados.  Y el día que comienza esta historia, la vitrina de Psicología exhibía un aviso que decía así:

 

“Los  estudiantes que deseen participar en

una investigación con menores antisociales

acercarse a la Secretaria de 8 a 17 horas”

 

Este aviso cambió mi vida.  Se trataba de una investigación en el Reformatorio de Menores de Maranga, donde se había producido un motín sangriento y una evasión.  De inmediato supe que era un llamado de las dudas y preguntas no resueltas que me torturaban desde la adolescencia. Supe que Maranga era el escenario que me permitiría descubrir las identidades de mi sociedad y de mi persona.  Y corrí a inscribirme.

Lo hicimos solo tres alumnos del primer año.  Maranga era y sigue siendo una prisión infantil con una fama siniestra ya que la sociedad no presentaba a los internos como niños y adolescentes con problemas sino como delincuentes avezados.

El día que nos presentamos en el penal con el psicólogo responsable, las autoridades, los funcionarios, vigilantes y policías nos recibieron como intrusos. Casi no nos dejaron hablar; la universidad había enviado un oficio anunciando la investigación y conocían hasta nuestros nombres.  El Director nos hizo saber que los internos se negaban a participar en la investigación y que no se les podía obligar porque se amotinarían o, en el mejor de los casos, falsearían la información.

Parecía que la investigación había terminado antes de comenzar.  Pero hice un intento de sobrevivencia y me acerqué a un niño que estaba barriendo las oficinas y le pregunté por qué razón se negaban a participar.  Me contó en voz baja que las autoridades les habían dicho a los internos que el Gobierno iba a cerrar Maranga, que ellos serían trasladados a las cárceles de adultos y que la investigación iba a clasificarlos con ese fin.

Le expliqué que el propósito de la investigación no era ese, sino mejorar las condiciones de vida de los internos.  Me preguntó de qué manera y le respondí que publicando sus declaraciones para que los problemas fueran conocidos afuera y se pudiera ejercer presión sobre las autoridades.  No sé por qué creyó en mi palabra y la creyeron los demás internos, ellos que no creían en nada ni nadie. Aceptaron participar en la investigación y tuve que hacer un juramento con sangre que me comprometía a publicar sus historias.

Las encuestas, entrevistas e historias de vida de los niños eran recogidas en casetes que entregábamos cada semana al responsable de la investigación. Yo trascribía los míos sin conocimiento de éste a fin de disponer de una copia que me permitiera cumplir mi compromiso con los niños. El material obtenido era abundante y de una riqueza extraordinaria. Rescataba el lenguaje carcelario, los abusos, la crueldad, los riesgos, la audacia y el coraje que les generaban los sucesos vividos a diario, así como los sentimientos, anhelos y sueños en los que se refugiaban.

Pasaba tanto tiempo leyendo las trascripciones conmovido por los padecimientos y fascinado por el ingenio y el coraje de los niños, que descuidé  por completo los estudios de medicina.  A fin de año no me sorprendió saber que había fracasado como estudiante ni me afectó demasiado porque estaba entusiasmado con lo que hacía día y noche como un alucinado: dar forma a las historias de los niños. Cuando las di por concluidas, tenía ciento veintisiete crónicas, con un promedio de ocho páginas cada una.  Las llevé ofrecí a los diarios de mayor tiraje y circulación: Expreso, El Comercio, La Crónica y La Prensa. Los redactores se entusiasmaron y quisieron saber cómo las había obtenido. Les conté de la investigación que la Facultad de Medicina San Fernando había llevado a cabo en la Correccional de Maranga.  Me pidieron algunas para ser evaluadas por sus directivos y me dijeron que regresara en tres días.

De izquierda a derecha: Gabriel Rimachi Sialer, Juan Manuel Chávez, Luis Urteaga Cabrera, Roberto Reyes Tarazona y Julian Urteaga (hijo).

Cuando regresé me llevé una sorpresa desagradable: las crónicas fueron rechazadas por los periódicos. Sus responsables habían leído las atrocidades que se cometían en Maranga y me dijeron que no las querían porque ya contaban con una página roja para publicar todo lo referido a delincuencia.  Otros verificaron las crónicas y los funcionarios de Maranga negaron las golpizas, las torturas y violaciones, la tuberculosis, el hambre, el tráfico de licor y de droga.

Entonces me di cuenta que me había equivocado de estrategia.  Los periódicos no eran una opción, y mi obsesión por cumplir el compromiso con los niños me hizo buscar otro camino.  Entonces mis amigos me hicieron saber que en el extranjero se convocaba todos los años concursos de novela. Y tomé la decisión de convertir las crónicas en una novela.

Para transformar los testimonios de los niños en relatos autónomos debía eliminar mi presencia en las crónicas: las intervenciones, los comentarios y las preguntas que les formulaba para que afloraran sus historias. Y luego debía conferir a los relatos espacios y tiempos especiales, practicar con el lenguaje los diferentes tonos y ritmos que se requerían, articularlos en una sola estructura narrativa. Y muchas otras cosas que yo no sabía hacer y tenía que aprenderlas.  ¿En dónde?   En otras novelas.

Me tomó cuatro años escribir la novela con la ayuda de Truman Capote y sus novelas verídicas: “A Sangre Fría” y “Ataúdes Tallados a Mano”; de Norman Mayler y las suyas: “Los Ejércitos de la Noche” y “La Canción del Verdugo” de Juan Marsé y “Si te Dicen que Caí”.  Cuando la tuve terminada le puse el nombre de “Los Hijos del Orden”, sugerido por Roger Garaudy, quien además aparece en el epígrafe. Y no trascurrió mucho tiempo para tener noticias del concurso de novela convocado por las editoriales argentinas Primera Plana y Sudamericana, editora esta última de la novela “Cien Años de Soledad” del recordado Gabriel García Márquez.

Cargué al hombro el paquete con rumbo al correo para enviar a Buenos Aires los ejemplares solicitados, y me quedé sin ninguna copia. Mi novela era una de las 354 novelas latinoamericanas y españolas que se habían presentado.  Cuando supe que la habían declarado ganadora, sentí una inmensa alegría por haber conseguido que las historias de los niños encarcelados tuvieran una difusión continental.  Pero esto no llegó a suceder y sufrí una nueva decepción.

En la década de los años sesenta América Latina estaba convulsionada por las  dictaduras y guerrillas que había en muchos países.  En Argentina el gorila de turno Onganía, clausuró las editoriales y los diarios que hacían pronunciamientos antigolpistas, secuestró sus publicaciones, encarceló a los responsables y congeló sus cuentas bancarias.

Primera Plana y Sudamericana me escribieron explicando esta situación y se disculparon por no poder pagar el premio ni editar la novela.  Y de este modo se frustró el cumplimiento de mi compromiso con los niños encarcelados. Cuando les comuniqué el nuevo fracaso, ellos, que aparte de esta frágil esperanza no tenían ninguna otra, me aconsejaron enviar la novela a otro país.

Nueva edición de “Los hijos del orden”. Editorial Casa Tomada.

La Unión de Escritores Argentinos presidida por Ernesto Sábato asumió la defensa legal de mis derechos frente a la dictadura militar. Me trajo la noticia Haroldo Conti, premio Casa de las Américas por su novela “Mascaró El Cazador Americano”.  Y se ofreció a presentar Los Hijos del Orden en España donde su novela “En Vida” había sido premiada recientemente. Como no tenía ningún ejemplar disponible de la mía, tuve que escribirla de nuevo a partir de las crónicas que, por suerte, había conservado. Y Haroldo le hizo sitio en su equipaje, porque se había propuesto convertirse en mi agente literario ad honoren.

Una de las cosas que les quita el sueño a los dictadores de todo el mundo es que se conozcan sus arbitrariedades y sus crímenes.  Y por esa razón ejercen un control riguroso sobre las publicaciones a través de lectores encargados.  Haroldo Conti me hizo saber que los lectores del dictador español Francisco Franco habían descalificado “Los Hijos del Orden” por su irreverencia con la iglesia y las fuerzas armadas y por su reivindicación de la violencia de los oprimidos.  Me dijo además que se llevaba mi novela a Italia para ofrecerla a las editoriales Feltrinelli y Valecci.

Uno de esos días se aparece en mi domicilio limeño la novelista argentina Martha Lynch, trayendo en efectivo el premio que mi novela había ganado en su país.  Los tribunales de justicia habían sentenciado a mi favor por el hecho de ser extranjero y no tener que nada ver con la situación política de ese país.  A la dictadura no le quedó más remedio que autorizar el pagó del premio para no ser enjuiciada en tribunales internacionales.  Pero no devolvieron los manuscritos, que incineraron junto con miles de otras publicaciones, convirtiendo en humo y cenizas las historias de los niños.

Como resultado de la gestión de Haroldo en Italia, la editorial Vallecci  me hizo llegar una propuesta de edición, que acepté.  De inmediato enviaron un traductor bilingüe, la Embajada Italiana nos proporcionó gentilmente un espacio en el Consulado y durante tres meses trabajé con el traductor a razón de cuatro horas diarias.

Lamentablemente, pese a su talento, entusiasmo y esfuerzo, no logró trasladar al idioma italiano la jerga de los internos peruanos.  La traducción se frustró y el traductor regresó a su país.

Un año más tarde se convocó en el país el concurso de novela José María Arguedas. Se presentaron cerca de cien novelas, “Los Hijos del Orden” mereció el premio y por fin, después de trece años de mi juramento con los niños encarcelados, sus historias fueron publicadas.

Pero sus protagonistas ya no se encontraban en Maranga.  Muchos de ellos habían muerto tuberculosos o habían sido asesinados en los intentos de fuga, en las reyertas y requisas.  Los que lograron sobrevivir ya no eran niños, habían salido de Maranga hacía varios años y estaban en cárceles de adultos cumpliendo nuevas condenas.

Así que ninguno de los protagonistas de la novela alcanzó a leerla. Lo que ha constituido mi mayor frustración existencial.

Quiero  rectificar un error que se ha difundido sin que yo haya tenido la menor intervención.  “Los Hijos del Orden” no fue prohibida por la dictadura militar peruana de turno.  Lo que hicieron sus lacayos fue negar que en la Correccional de Maranga se maltratara a los internos, que el gobierno revolucionario de las fuerzas armadas garantizaba el bienestar y la seguridad de todos los peruanos, sobre todo de los niños, que la novela calumniaba a los protectores de la patria y le hacía el juego a la subversión comunista.

Con la misma arrogancia con que en otro momento rechazaron las crónicas tildándolas de mentirosas, algunos periódicos dijeron que “Los Hijos del Orden” era una novela “maldita”, que las historias que contaba eran inmorales, que su lenguaje era asqueroso, que su publicación era un agravio a la literatura peruana.  Y que en vez de figurar en los estantes de las librerías respetables, debía estar en las veredas de las calles, junto con otras publicaciones nauseabundas.

Con la publicación de “Los Hijos del Orden” cumplí mi compromiso con los niños de manera relativa. En primer lugar porque la novela no contribuyó a cambiar las deplorables condiciones de vida de la cárcel infantil.  Y en segundo lugar porque no recibió propuestas de reedición.   Reflexionemos a qué pudo deberse:

 

  1. La novela no convenció a sus lectores

Esta puede ser una razón.  Sin embargo, hay que recordar que convenció a dos jurados exigentes. El jurado nacional conformado por los críticos José Miguel Oviedo, Abelardo Oquendo y Alberto Escobar. Y el jurado internacional conformado por los novelistas Juan Carlos Onetti, Severo Sarduy  y María Rosa Oliver.  Si descartamos esta suposición, surge otra:

 

  1. La violencia que recorre sus páginas es insoportable

Si la violencia contra los niños presos fuera un componente imaginario y gratuito no tendría razón de ser en la novela.  Pero la violencia que recorre las páginas de Los Hijos del Orden no es imaginaria ni gratuita.  Es un componente antiguo y permanente de nuestra sociedad y sus instituciones, desde la familia hasta el Estado. Solo que el orden establecido protege a los responsables y oculta sus actos perversos con la mentira y el silencio.  Y los lectores de Los Hijos del Orden no han estado preparados para aceptar esta revelación, ni menos para admitir esta estrategia del sistema.

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  1. La novela no es complaciente

La crueldad, las torturas y el dolor no son atributos de la condición humana y causarlos o aceptarlos con frialdad es propio de sicópatas.  Los lectores no lo son. Son seres sensibles que pretenden defenderse de las agresiones del mundo adquiriendo en las novelas un poco más de humanidad.  No siempre lo consiguen, por supuesto.

Esto es lo que ocurre con “Los Hijos el Orden”. Algunos cuentan que la leyeron llorando debido a la angustia y al horror que les ocasionó.  No han sido los únicos, a mí me ocurrió otro tanto cuando la escribía.  Así que entiendo que no hayan podido soportar las atrocidades que encontraron en la novela.  Y entiendo que el recuerdo que tienen de ella no sea grato.

Por estas razones yo suponía que el destino que tendría mi novela sería el mismo que tuvieron sus protagonistas: la desaparición y el olvido. Y tal vez esto hubiera sido lo mejor para que no lastime la sensibilidad de las nuevas generaciones. Pero los amigos de Casa Tomada han decidido que no suceda esto. Ellos piensan que “Los Hijos del Orden” debe seguir fustigando las conciencias receptivas a fin de conquistar el respeto de la dignidad y la vida de los desheredados de nuestro país.

 

Gracias por su tolerancia.     

Luis Urteaga C.

 

 

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