Escribe: Mariela Mondragón
Estamos culminando la tercera semana de cuarentena y parece que el gobierno ha olvidado a los miles de “servidores” que hacen posible el cumplimiento de sus metas y el desarrollo de su Planes Operativos Anuales; y sus funcionarios han empezado a prescindir de sus servicios hasta nuevo aviso, tanto en las instituciones del gobierno central como en los municipios, en Lima y el interior del país.
Ha pasado un siglo ya desde la creación de la OIT y la inmediata adhesión del Perú a ella. Al día de hoy, el Perú tiene 67 convenios ratificados vigentes. Sin duda, las condiciones de trabajo que se han ido alcanzando en el marco de la formalidad, es fruto de las luchas sociales y la fuerza de los sindicatos. Para nada esto es una apología a los sindicatos —imposible después de conocer la desidia de muchos de sus integrantes extendidos en todo el aparato estatal—, pero son estos grupos de resistencia, pese a quien le pese, los que vienen logrando beneficios justos y acorde a los años de dedicación al servicio público (cuando lo hacen realmente).
Conocemos las medidas neoliberales que el fujimorismo trajo y cómo eso debilitó a los sindicatos y también desestancó las aguas de la ineficiencia burocrática enquistada por décadas en el aparato estatal. Pero como en todo sistema, las leyes y sus vacíos han ido entrampando el manejo de los recursos humanos en desmedro de los derechos laborales, conforme se han ido tercerizando las formas de adquirir servicios tanto en el sector público como en el privado. No es novedad que el Estado sea el primero en violar sus leyes, y en lo laboral, de utilizar mecanismos dirigidos a empresas para el trato de sus servidores bajo la modalidad de la locación de servicios —un contrato civil, no laboral—. Sí, sus servidores, pues los locadores no son menos servidores que los CAS, 728 o 276; más aún, la condición del locador sin una sujeción laboral ni subordinación es un engaño en el papel aplastado en el Código Civil (art. N°1764 – 1770).
Parafraseando a Marx, el locador no tiene nada que perder más que sus cadenas, pues la realidad de sus condiciones son sublaborales y son a las que el neoliberalismo estatal ha inducido a sus servidores como un retorno a las históricas condiciones que conllevaron a las luchas laborales. Un locador, pese a que es un proveedor del Estado (porque pagamos por el Registro Nacional de Proveedores del Estado-OSCE) , cumple con un horario —según la institución o jefa/jefe—; realiza actividades adicionales, sino diferentes a las que dicen su orden de servicios; paga horas, incluso cuando su ausencia se debe a motivos de salud o estudio; es condicionado para aceptar cambios de horarios o actividades; asume responsabilidades de equipos humanos, y de acceso a espacios e información restringida por protocolos; realiza informes técnicos para alguno de los jefes, por no detallar sobre sus investigaciones personales o preparación de conferencias; todo esto por varios meses y años.
La condición de locador es un riesgo constante pues, en el caso de presenciar casos de corrupción —por ejemplo—, su condición temporal y “subordinada” a la institución, lo llevará al dilema entre denunciar o perder el trabajo (y arruinar sus posibilidades de conseguir otro en el rubro), o mantenerlo a costa de tolerar aquella situación.
A título personal, puedo decir que todas estas experiencias las he vivido en diferentes instituciones y otras las conozco porque es un tema recurrente entre compañeros. Debo recalcar que la última vez que brindé servicios no tuve esta mala suerte, pues mi jefe —conocedor de las normas— ha sido bastante justo con sus exigencias y respetuoso de nuestras libertades, sin que ello mengüe en los productos entregados, sino motivando a la entera disponibilidad de parte de nosotros, por su correcta y noble actitud.
¿Qué normativa nos ampara en este tiempo de emergencias? NINGUNA, pues nuestra condición legal es la misma que recae sobre las personas jurídicas, no somos recursos “humanos”, somos “abastecimiento”.
Existen más de 170 mil servidores públicos en condición de locadores, todos vulnerables a que se prescinda de sus servicios y otros que a estas alturas de la cuarentena, ya han sido excluidos de sus centros de trabajo. Mas bien, para asegurar nuestro silencio, el estado ha minado esta condición con normas como la reciente derogación de la Ley N°24021 (la cual permitía la restitución de los locadores al comprobarse su continuidad de servicios por más de un año) a través del Decreto de Urgencia N°016-202 (23 de enero de 2020).
El sector público es grande, pero en el sector cultural, es aún pequeño. Al concluir marzo y empezar abril, he recibido la triste noticia de la suspensión de las labores de muchos compañeros de diversas instituciones (como la mía misma), todos nosotros del sector cultural y locadores de servicios (e incluso alguno bajo la modalidad de CAS a quien no le renovaron, así como practicantes de un museo privado exclusivo), en ministerios, órganos adscritos, municipios y direcciones descentralizadas al interior del país. Esta informalidad ha generado una situación de letargo para quienes procedemos de las Humanidades y las Artes, pues conseguir cierta estabilidad casi siempre implica el alejamiento de nuestras profesiones. Si hace poco reflexionábamos sobre la vulnerabilidad laboral del artista y humanista, hoy —en esta segunda etapa de la cuarentena— es una realidad de abandono.
Hace años se viene dando la exigencia desde SERVIR para dejar este tipo de modalidad de servicios (el 12% del total de servidores), sin embargo, prima la incapacidad del propio Estado por implementar estas medidas y —en medio de una emergencia nacional por pandemia mundial— elige abandonar a su suerte a quienes han dedicado meses y años de su vida sometiéndose a los antojadizos deseos del área de Recursos Humanos de sus instituciones, cuando para el Estado somos un proveedor más. La pandemia pasará, y ojalá estemos vivos cuando el Estado decida tratarnos como trabajadores “humanos
Urge la formalización de los trabajadores del Estado, no puede ser que el sistema induzca a estos actos antiéticos a los propios funcionarios para forzar estas condiciones infralaborales. Hemos visto con orgullo el manejo político y logístico de esta cuarentena de parte del presidente de la República, así como los actos solidarios en diferentes espacios, pero muchos de nosotros nos hemos quedado con la paradoja del saber que no calificamos como pobres, pero que tampoco tenemos lo suficiente para aguantar una cuarentena que advierte prolongarse hacia una tercera etapa y la posterior etapa de resistencia hasta el inicio de labores
(Gana ubérrima)