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LO QUE GUARDO DE ELLA

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Escribo esto camino al cementerio, por la carretera, mientras mi padre conduce. Hemos almorzado casi sin cruzar palabras –como lo hacemos las pocas veces que podemos almorzar juntos- y comprado un arreglo floral con astromelias, gladiolos y girasoles. Los girasoles a mi madre le gustaban mucho.

La carretera es un lugar horrible, una larga y gruesa línea de cemento que parece prolongarse hasta el infinito, sobre la cual desfilan a velocidades voraces vehículos de toda calaña, con maniobras temerarias y echando vapores horrendos. Siempre he tenido miedo de morir en la carretera. El paso de los años no hace sino acrecentar nuestras ansiedades. Mi madre también le temía a la muerte. Varias noches, cuando a veces yo estaba sumergido en la computadora, la escuchaba decir: “ahí pasa la hurraca, cortando la mortaja”, luego escuchaba el chirrido del ave por encima del techo que nos cobijaba. Nos quedábamos en silencio. Entonces seguía en lo mío, desestimando su angustia. A veces los ojos de mi madre se humedecían y me decía “¿Sabes que te amo, hijo?”

Un par de años antes de su final, caminando por el cementerio, vio una tumba al pie de un árbol alto y frondoso. “Cuando muera quiero que me entierren así”, comentó, dejándome la impresión de estar acompañada por un fantasma. Nunca quería usar su conjunto color plomo, de saco y pantalón. “Ese lo voy a usar en mi velorio”, decía. Conforme sus males aumentaban sus referencias a la muerte se hacían constantes. Primero por miedo, luego por necesidad. En los días finales casi parecía abrazarse a la invisible figura de la parca. Duele mucho saber que la persona que amas puede irse en cualquier momento. Duele mucho más saber que la persona que amas desea abandonar este mundo. Es un acto egoísta y lastimero aferrarnos a lo que queremos, intentar hacerlo nuestro a toda costa, cuando en realidad la vida termina enseñándonos tarde o temprano que solo regimos nuestra circunstancia. Mi madre sufría, era justa su partida. Por entonces yo creía en Dios y me quedaba el consuelo de tener un ángel en el cielo que me cuidaría siempre.

A veces me preguntan por qué voy al cementerio si ya no creo en Dios. Qué sentido tiene visitar el camposanto católico si no creo en el más allá; si soy, además, un hereje. Para ser honesto, no sé qué hacer cuando estoy frente a la tumba de mi madre. No le rezo. A veces trato de recordar las cosas que vivimos juntos en los buenos años, antes que la enfermedad la convirtiera en una persona cargada de ansiedades y penas. Recuerdo, por ejemplo, su mano enorme llevando la mía, mientras caminábamos por la carretera central, en Huánuco; su otra mano en mi espalda empujándome en el columpio; recuerdo la vez que me enseñó a bailar vals, recorriendo la pista de un lado a otro, sin quitar los ojos de mi pareja; los días en que, con rigor militar, nos obligaba a mi hermano y a mí a cumplir con los quehaceres del hogar. Y de pronto estoy parado sobre la tierra que cubre sus huesos, frente a una lápida de mármol que tiene grabado su nombre, sin nada que decir. Los recuerdos que guardo de ella se hacen más difusos con el paso del tiempo. La memoria a veces me traiciona. Tengo recuerdos de mi madre que nunca existieron, tengo otros que preferiría que no hubieran existido. Sé que mi madre no existe más, que no habrá juicio alguno sobre mis actos y que no la veré en el cielo que me prometieron cuando niño. Es terrible llevarse secretos a la tumba. Es desquiciante no poder confesarle tus culpas a nadie. Nadie quiere oír las penas ajenas. Ponte a chillar en una red social para que veas como el número de amigos empieza a decrecer, como la gente empieza a postear que te busques un sicólogo y no le jodas la existencia. Luego desean tener amigos leales de por vida. Mi madre era una persona que le escuchaba las penas a todos. Tenía amistades a prueba de balas. Es una de las pocas buenas cosas que aprendí de ella.

Por eso, si hubiera un cielo, sé que mi madre se lo merecería. Y no lo digo como hijo. Lo digo con toda la objetividad de una persona adulta y dañada por el paso del tiempo. Mi madre era una gran persona; lo sé porque el tiempo nos permite darnos cuenta que estamos rodeados de gente de mierda, de viejas de mierda, de persona malsanas, chismosas, envidiosas, cizañeras, personas que desean a diario que te vaya mal en la vida, te pise un camión o que te caiga un piano encima. Mi madre no tenía corazón para esas cosas. Siempre ayudaba a quien podía, sin distinción alguna. No digo que sea una santa, porque pecados tuvo, como todos y quizá peores. Pero en este mundo así nomás no se empeña la vida por ayudar a un desconocido. A veces tus vecinos no dejan ni que cruces el cable de TV por su techo: eso ya dice bastante de lo desagradables que podemos a llegar a ser con nuestro prójimo.

Sé que mi madre anhelaba tener un hijo. Quería ser madre con toda la ilusión de su época, con la ilusión de una mujer criada para atender a su marido y encargarse de su casa. Pero mi madre trabajaba, por necesidad y por ayudar a sus dos padres y unir fuerzas con los ocho hermanos que tenía. Sin perder la esperanza, tuvo tres o cuatro embarazos que terminaron diluyéndose cargados de pena e impotencia. Luego quedo embarazada de Aldo. Tras nueve meses fueron al médico porque no hacía labor de parto. Los médicos le dijeron que el bebé tenía tres días de fallecido. Tardaron tres días más en sacarlo. Los bebés de los diabéticos crecen más rápido, pero ella no lo tomó en serio, como tampoco tomó en serio la enfermedad que la terminó aniquilando. Después del parto fue con mi padre a comprar ropa para vestirlo, luego a buscar un pequeño ataúd, blanco como el corazón de los pequeños que por entonces se iban al limbo católico. Cuando pienso en lo mucho que mi madre nos amó se me parte el corazón de imaginarla haciendo ese trayecto, vestir a su hijo muerto, ver como sus esperanzas se marchan con él. Sé lo que es esa pena, porque yo hice el mismo trayecto solitario cuando ella murió, empujando una camilla rechinante con su cuerpo desnudo cubierto por una sábana blanca, mientras el celular de la empresa en la que trabajaba no dejaba de sonar.

Mi madre decidió renunciar a su trabajo para poder tener un parto seguro. Entonces nací, entre miedo y angustia. Una llegada al mundo más que complicada, con el riesgo de muerte acechando a cada minuto. Nací a los ocho meses. Todos mis llantos preocupaban a mi madre. Siempre creía que me estaba ocurriendo algo malo. Vivir con el temor de que tu sueño cumplido se evapore de un momento a otro es como andar con la vida con un cuchillo al cuello, como caminar por una cuerda floja mirando al vacío.

Es jodido ser el bebé más esperado, es jodido ser la esperanza de la familia, es jodido que tus padres quieran que seas todo lo que ellos no fueron. El infierno esta hecho de buenas intenciones, entendí eso a buena edad. Llegué a desear que Aldo no hubiera muerto, que todas las esperanzas y anhelos recayeran en él. El día que me despidieron de mi primer empleo mi madre me pidió encarecidamente que dijera que estaba de vacaciones. El licor es bueno, el licor adormece los sentidos, anula la conciencia, te llena de felicidad, hace llevadera la existencia. La literatura también salva, en todo el sentido opuesto a lo que el licor hace. Quizá esa relación antípoda los complementa.

Pero mi madre no supo ponerle un alto al licor. Y no tuvo literatura que la salvara. La vida se le fue, lentamente, con mucho dolor. Fueron días y días de arrepentimiento. “Si no hubiera hecho esto”, “si no hubiera hecho esto otro”, “si no hubiera bebido tanto, fumado tanto, comido tanto, pero no hice caso”. Luego se dormía en la misa, otras veces lloraba, y a veces el cura venía a casa a darle la comunión. Quería estar en paz con su conciencia, en paz con el único ser que podía salvarle la vida, convencida de esa fantasía egocéntrica que es Dios. Recuerdo que hice una cadena de oración una semana antes de que ella falleciera. Mi otrora conciencia cristiana diría que Dios me escuchó. Él sabe por qué hace las cosas, me decía el jesuita que me instruyó en la fe. Mi madre sufrió mucho pero murió rápido y sin dolor, solo con una profundad depresión que aún no logro espantar de mi retina. La casa se volvió un lugar silencioso y frío. Mi madre yacía muda con los brazos cruzados sobre la mesa del comedor y la cabeza apoyada sobre ellos: Ya no quería saber nada de la vida.

Mi casa se convirtió en un cenotafio luego que la enterramos. Cada rincón guarda una historia, una figura y un tipo de llanto: El jardín lleno de plantas y flores que ahora no es más que gras quemado y tierra removida por mi perro; la gran ventana donde se ponía a esperar la llegada de la tarde, cuyas cortinas no abro porque a veces creo verla regando el jardín con su cigarrillo en la mano; la sala donde me enseñó a leer con la didáctica más severa, y la cocina que desde siempre fue su fortín de manjares y gentilezas. Están también las escaleras por donde la subimos con mi hermano durante tantas noches como si fuera una reina en su anda; la habitación donde la vi desangrarse, perder la conciencia, sufrir espasmos y colindar con la locura; el hall en donde se atascaba su silla de ruedas y el comedor, donde hace mucho tiempo almorzaba una familia, y donde luego la vi rendirse y abrazar, como si fuera una vieja amiga esperada por años, a la muerte.

Mi madre quiso ser madre. Y creo que, entre sus dudas y tormentos, trató hacer lo mejor que pudo. Y vaya que no es sencillo. Puedo imaginar lo difícil que es hacerse cargo de una vida, echarse al hombro la responsabilidad de construir a una buena persona, sin que el orgullo, la vanidad o la ignorancia echen tu trabajo por tierra. Voy al cementerio porque todavía soy parte de una familia –mi hermano ya formó la suya-, así parezca ser yo el último miembro. Trato de recordar a mi madre porque en su recuerdo me permito vivir aún la calidez de tiempos remotos, porque su sabiduría sigue vigente y porque fue el verdadero pilar de mi casa. Son cosas que solo ahora puedo saberlo, una vez que se ha perdido, y creo que es así que llega siempre la sabiduría. Cuando veo mi casa a la deriva, el jardín marchito y el silencio, pienso en ella, y entiendo cuán grande fue su espíritu, cuán importante fue su presencia. A veces me topo con mi padre, y daría lo que fuera por recorrer con él las calles que recorríamos cuando estábamos todos juntos, por almorzar en aquellos lugares donde mi madre me reprendía por jugar con la comida o llenarme con el refresco. Pero ya no estamos completos, los caminos se han bifurcado, la vida no es la de antes. Ya ni siquiera creemos en el Dios que mi madre adoraba. Todo en nosotros parece estar al borde del extravío. Somos casi como dos extraños que apenas intercambian los buenos días. Y es en esa nostalgia que uno aprende a valorar lo que tuvo, lo que perdió y lo que le queda. Mi madre no podrá saber cuánto he cambiado desde aquella vez en que me porté como un imbécil con ella, la última vez que la vi con vida.

La carretera termina, empieza el camino de grava y los carros desfilan en procesión. Algunas personas van a pie, agobiadas por el calor, con escuálidos ramos de flores y globos plastificados, mi padre estaciona el carro. ¿Aquí estará bien?, me pregunta. Pon las flores, le digo, yo voy a traer un poco de agua. Visitar el cementerio es una de las pocas cosas que todavía podemos hacer juntos, y eso me hace amar más el recuerdo de mi madre porque, como esas estrellas distantes, sigue brillando en mi cielo personal, a pesar que hace mucho que dejó de existir; y aún después de muerta todavía sabe cómo hacer para mantener a su familia unida. Aunque la distancia y el silencio hayan terminado separando nuestras vidas, aún somos uno cuando pensamos en ella.

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