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La voz de Miguel Ildefonso

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El hombre elefante al sur de la frontera

Si hay un poeta a quién leo, sigo hace mucho y lo siento cercano en estética y ética es  Miguel Ildefonso. No puedo olvidar pues aquellas lecturas de su bellísimo y conciso Himnos, que leí hace años, en la playa Pucusuna, todavía herido por la voz de aquellos versos. Pesimismo y belleza, mirada lúcida, objetividad triste, y sencillez y esencialidad.

Hoy, muchos años después de aquellas lecturas adolescentes, -y después de beberme muchas otras aguas poéticas- no dudo en afirmar que la poesía peruana con la obra de Ildefonso entra nuevamente a un estado de vanguardia quizás solo comparable, desde la segunda mitad del siglo XX, a la trazada por Verástegui. Ayer leí que Octavio Paz expresaba que la poesía chilena entra en un estado de vanguardia primero con Huidobro y luego con Neruda.

Tanto Neruda, como Huidobro son autores que hacen una poética a raudales, que escriben kilómetros de propuesta. Son pues ejemplares de lo caótico que puede ser el humano en estas tierras exageradas. El genio de nuestros pueblos brota incontenible en esos astros. ¿Acaso no fueron Quevedo o Lope de Vega autores prolíficos de una obra enredada como extensa, donde probaron diferentes géneros según la intensidad de su estro? Extrapolándolo a Verástegui y Miguel Ildefonso,  los dos autores, asumen la aventura poética desde un eje de totalidad, como una inmolación diaria, donde cada libro integra un continente mayor y exigente. Donde nos obligamos, como lectores, a pensar la poesía como “obra”, y no como libros aislados. No son pues  poetas de un solo verso o de un solo poema,  sino de una compleja construcción donde cada libro determina la continuidad y entendimiento de un concierto mayor.

Hay en la obra de Ildefonso mucha intertextualidad (1), es decir, referencias a muchos autores (tanto clásicos, como contemporáneos o pop) pero también un conocimiento profundo sobre el propio arte poético, asunto poco desarrollado a nivel Perú (2), donde la poesía –más que un verso perfecto o impoluto- es, en realidad, un estado de ser, una forma de estar y vivir. Hay mirada sobre el arte poético, como entendimiento de los lenguajes que lo integran. Si para Martín Adán ser poeta era oír las sumas voces podemos observar aquel don, que es en realidad trabajo que se gana o se pierde a la luz de los años, y es también una forma de asumir la realidad y la vida. Y hay mucha belleza, belleza sencilla y natural.  También un desconcierto frente a la situación del poeta, la poesía misma, sus límites, el lenguaje mismo como posibilidad y deseo. Es que, jamás la poesía fue un canto de fresas ni un suave resplandor que hiere las hojas, es y será un canto atormentado de la psiquis, una fuerza convulsa que necesita expresarse y ser, ser en su propia danza, en su propio latido. Ese latido, que es el ritmo con el que uno esboza sus textos, es también lo medular dentro de cierto arte poético que se ata a su simetría dentro de un entendimiento de lo musical como forma de ser, o mirada, o estado del ser.

Ese conocimiento, desde mi juicio, se debe a que Miguel es un gran lector y conocedor de la poesía, tanto clásica, como de las ciencias místicas, como de la historia peruana, como de la propia gnosis.

 Ahora, no nos engañemos, no se trata de leer por leer, de lo contrario, sino de tener mirada, de tener universo propio o lograr una voz. Y de ser sensible ante las esencias poéticas. En poesía, que es el arte mental por excelencia, el arte de las posibilidades del lenguaje de la mente, la belleza yace en la profundidad y simetría del tono. Los registros y tonos poéticos son el abanico que mejor yergue la obra de Ildefonso. Quién sepa cortar bien el verso siguiendo los latidos tanto de su vitalidad como de su juicio se acercará a la belleza del pentagrama, y no solo dará un enter a su teclado sino creará alquimia, es decir, música de lenguaje vibrante y viva. Eso hay en Miguel: un contacto muy sensible con el lenguaje que inmediatamente nos sumerge en su propio himno.

La música de Dantes

Miguel domina diferentes registros, como un endemoniado pintor, entre sus pínceles fulge la música barroca, la coloquial, los trazos de la prosa donde todo se agolpa en páginas desenfrenadas. Observamos que en sus libros, aunque dominen los clásicos alemanes por encima de los orientales, o el ande por encima de una poesía criolla, o el poema largo y desigual pero fulgente por encima del arte portátil de un haiku, domina más una necesidad de ser desde el lenguaje, de expresar ese constante saberse lenguaje, ese habitar la realidad de una obra que exige esclavitud con una realidad salvaje donde domina el juego del sistema, sus riesgos, el absurdo, los ejes que contaminan diariamente nuestra realidad y nos impiden de llegar a ciertos cenit que la poesía otorga o, en su obstinado trabajo, crea a quiénes la busquen dentro de sí mismos.  Suena el ande y su altura, como también la música de Lou Reed, o el cine de Woody Allen. La mezcla de referentes En la obra de Ildefonso accedemos a un estado vital donde lo retórico explosiona y somos invitados a un itinerario carnal, vivencial, que coloca el arte poético en la urgencia y altura solo atravesados por los grandes. Miguel, como Li Po, como Basho, como  Ungarreti, es un poeta que vive para crear su arte. Pienso que sus grandes libros, Dantes o El hombre elefante, son simultáneamente, testamentos de una época.

Los desmoronamientos sinfónicos

Ildefonso crece, como la higuerilla, en la brutalidad de los inicios de Fujimori, con la Guerra Interna y sus consecuencias sacudiendo el aire como navajas. El neoliberalismo, la ausencia de éticas y las ideologías pulverizadas en la Orbe, hacen de su arte una poética del descontento. Si la primera vanguardia del siglo, con Oquendo y sus amigos a la cabeza, versaban la velocidad y optimismo de las máquinas, hay en Idelfonso un desencanto de ese optimismo, pero una continuación del sentimiento de vanguardia.

Crece en las calles de Apolo, en el corazón de La Victoria, cerca de los cerros de El Agustino, sitio por donde venden los ambulantes las verduras en cajas de madera y en sacos de yute. Latea, observar, vive el eterno andar el poeta. Pequeños bares y la neblina son ese otro lenguaje que se tatúa en sus ojos. Su caminar súbitamente un peregrinaje entre muladares y versos. La poesía es conciencia de la gracia, es altura frente al caos.  La poesía entonces se torna su espacio vital. En su novela, Memorias de Felipe, leemos que “hay que vivir como si la literatura fuera la realidad, y la realidad literatura” Realidad y deseo se funden en su caminar por los cerros, calles angostas de una Lima caótica a fines del siglo.  Encuentra su propia manada en el Grupo Neón, con Carlos Oliva, Héctor Ñaupari, Paolo de Lima, donde entre tragos y caminatas nocturnas, lecturas de los poetas malditos y clásicos, empieza a escribir los primeros borradores de su obra. Caminar, hay en el arte de Ildefonso, mucho andar A sus 28 años, publica Vestigios, que ya nos muestra el tono que seguirá encendiendo su propia épica.

Idelfonso no es un poeta de oficina, o de fin de semana, o atrincherado a una ideología determinada o a un discurso equis, al contrario, en su obra el fuego indeterminado de la propia lírica continuamente nos enfrenta a nuevas bitácora. Ese no saber dónde encontrarse es quizá el inicio de su propio destino poético. Habitar la palabra como una casa perpetua, como un fuego eterno. La poesía le da un sentido a su caos, una música y luz a su vacío.

Diario Animal

El mundo sigue convulsionando hace más de dos meses por crisis globales y la poesía, aunque nunca invitada a participar en la fiesta de las ideas y sentires, sigue, como en aquel cuento de Rubén Darío, en el corral muriéndose de frío. No obstante, quienes tengan tiempo para entenderse bajo la frecuencia de un arte profundo aunque riguroso podrán acceder a sus páginas. En las páginas de Ildefonso a contracorriente con lo limitado de estos tiempos hay pues una odisea del ser contemporáneo, una suerte de diario donde brota la animalidad más que el juego racional científico que domina la psiquis moderna.

Esos estados trasmiten diferentes bitácoras. Quién penetre la obra de Ildefonso accederá a una suerte de gran película donde se mezclan los estados más introspectivos, con la locura cotidiana, con el deseo de hallarse dentro de la sociedad, como aprehenderla dentro de sus versos. Me es difícil, en fin, hablar de Miguel sin recordar aquella víspera de uno de sus premios más importantes: El Premio Nacional de Poesía (1) Aquella noche nos encontró curiosamente por Lima y en un bar que algunos amigos señalaban como la antigua casona del libertador Bolívar. Yo acababa de enterarme de que no había ganado un premio nacional, me sentía desolado y Miguel intentaba darme ánimos. “Al menos, tú tienes obra, sigue nomás. Yo calculo que a los 29 o 30 ya estarás curtido” Imposible no recordar aquella noche, frente a una cerveza margarito heladita y delirando de anécdotas y poesía. Ildefonso me contó sobre sus encuentros con otros poetas, como Tulio Mora o Hinostroza, a quién el bardo siguió para preguntarle qué era la poesía. Aquella noche terminó caminando en la oscuridad rumbo a Balta.

Y pienso ahora en otro punto de Idelfonso: su cercanía con los poetas de distintas generaciones. Fue él quien me prestó, por ejemplo, el primer ejemplar de Un par de vueltas por la realidad- del gran poeta chiclayano Juan Ramirez Ruiz- que ni bien lo tuve entre las manos fue un libro que todos brotó como virus entre mis patas quiénes sacaron copias del libro y lo volvieron su Biblia en aquellos años de inicios del 2010.  Al otro día, las redes del Facebook serían asaltadas por todas las felicitaciones ante tal reconocimiento del Premio Nacional. Todos sabemos que la poesía yace por encima de cualquier premio, sin embargo, un reconocimiento nunca deja de ser, para los como Ildefonso que la luchan por escribir  Un detalle: segundo lugar para Mario Montalbetti. Hermoso detalle, ante un poeta muy capo aunque de lenguaje y horizontes más pegados a la lingüística y lo académico. Hay una académica beat en la poesía de Miguel que me apasiona muchísimo más que la del autor de Notas para un seminario sobre Foucault. Fue también la victoria de una generación que Ildefonso lidera. Justo encuentro de dos capos: el premio simplemente coronó el largo camino de un sueño.

The end

Hace unos días Miguel Ildefonso volvió a ser premiado fuera del Perú, en  el Salvador con una obra de título bastante simple aunque desde ya poético “Canciones para Emily”. Pienso, pues, en qué podrían compartir Emily Dickinson (4) con Miguel Ildefonso. La poesía peruana es muy vasta y en el siglo de Ildefonso encontramos a Verástegui, a Vallejo, a Eguren, a Chocano, a Oquendo de Amat, a Hinostroza, a Varela, a Pimentel, a Martín Adán, a Juan Ojeda, a Valdelomar, a Hildalgo, en fin, todo un cielo muy estrellado y cintilante. Ahí brilla el arte de Ildefonso, como una fuerza para medir la propia tradición, para observar sus altibajos, o para simplemente, rastrear una densa locura que ya lleva más de veinte títulos, que incluye novelas, ensayos y antologías.

Notas

(1)Aporte que también observamos, por ejemplo, en la obra de Enrique Verástegui. Si abrimos su primer trabajo En los extramuros del mundo no será complicado observar la cantidad de literatura y referentes que llenan sus versos; referentes que son sentidos que amplifican la mirada del propio autor.

(2) Pensemos en los poetas que escriben su propia poética. Por ejemplo, E. A. Westphalen, en su bellísimo libro Ha vuelto la diosa ambarina, donde desarrolla, en clave de poemas, un ecosistema de arte poético.

(3)Premio que recibió, en su momento, Martín Adán.

(4) Ojo que aún no leo el libro y puede que el título tenga otra connotación.

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