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«La venganza del aduanero» por Jaime Bayly

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Escribe Jaime Bayly

Llegué extenuado a Lima. Era un viernes por la noche. Llevaba dos maletas llenas de regalos. Tardaron en salir. Había mucha gente en el aeropuerto. Era previsible, faltaban dos días para las fiestas navideñas.

No estaba en buenas condiciones. Había dormido apenas cuatro horas la noche anterior. Me sentía exhausto, me dolía la cabeza, no había podido dormir en el avión, había tomado varias tazas de café durante el vuelo.

Todos los años regalaba más o menos lo mismo a mis hermanos, cuñadas y sobrinos: perfumes para todos, y quizás también corbatas o chalinas. No corría riesgos, no abultaban demasiado en las maletas, un buen perfume siempre caía bien y no era tan caro.

Pero esta Navidad decidí que haría mejores regalos para celebrar un año de extraordinaria bonanza económica.

Acompañado de mi esposa y nuestra hija, fui a una tienda de productos tecnológicos en Miami y compré regalos para toda la familia: mis hijas, mis hermanos, mis cuñadas, mis sobrinos, la familia de mi esposa y, por supuesto, mi madre. Somos una familia numerosa: soy uno de diez hermanos. Sumados mis hermanos, cuñadas y sobrinos, mis hijas y mi madre, además de la familia de mi mujer, eran, y no exagero, más de cincuenta regalos. A los niños les habíamos comprado relojes tecnológicos de última generación; a los adultos decidimos halagarlos con tabletas, parlantes y audífonos; para mis hijas adquirimos toda clase de artilugios de esa tienda de productos codiciados, que, por supuesto, no podían conseguirse en Lima; además de relojes de alta gama para mi madre y algún hermano muy querido, con quien me sentía especialmente en deuda. Todos los regalos entraron bien apretados en dos maletas grandes. No pude añadir una sola prenda de vestir. Las valijas estaban tan llenas de obsequios que no fue posible introducir en ellas ropa interior tan siquiera. Por suerte no era un problema, en Lima tenía suficiente ropa de verano. Como ya había ocurrido en mis recientes viajes a esa ciudad, no me entregaron ningún formulario en el avión, ni tampoco se lo dieron a nadie. Antes, y vaya si he volado en esa ruta entre Miami y Lima, las azafatas te entregaban una cartilla de migraciones y otra de aduanas, y sabías entonces cuáles eran las restricciones, límites y penalidades a que te sometías, firmando la declaración de aduanas y comprometiendo tu palabra y, con ella, tu honor, si lo tenías, lo que en mi caso era siempre dudoso. Pero ahora, de nuevo, y como en mis últimos viajes, no me dieron ningún papelucho burocrático, y cuando le pregunté a la azafata, me dijo que ya no había que presentar declaración de migraciones ni de aduanas. Deduje, pues, que no debía declarar nada y que mis regalos navideños no estarían sujetos a pago de impuestos. Pensé, ingenuamente, que se trataba de un progreso razonable del sistema burocrático.

Cansado, hecho polvo, empujando mis maletas pesadísimas, me aproximé por fin a la salida y uno de los aduaneros me preguntó, con gesto adusto, de dónde venía. Pude haberle dicho de Quito o Buenos Aires, vuelos que acababan de llegar, pero no quise mentirle y le dije que venía llegando de Miami. De inmediato me mandó a la fila de rayos X. Cuando mis maletas pasaron por ese escrutinio, un joven me detuvo, las abrió, vio el contenido, un montón de relojes, tabletas, altavoces y audífonos, improvisó un gesto de estupor y dijo que yo había cometido una infracción al no declarar la mercadería que llevaba y que tratar de introducirla sin la correspondiente declaración equivalía a contrabando. Le dije que no había declarado nada porque la señorita del avión me informó de que ya no entregaban declaración de aduanas a los pasajeros. Me dijo que debí pedirla al llegar a Lima. De inmediato se sumó a la inspección ceñuda un aduanero veterano de apellido impronunciable. Mirándome con inequívoca hostilidad, cultivando una antiguo rencor que me sorprendió, me dijo, relamiéndose, salivando la venganza:

-Usted es el que dijo que los aduaneros somos corruptos.

Lo miré, perplejo, demudado. Prosiguió, frotándose las manos, listo para humillarme las horas subsiguientes:

-Usted es el que dijo que los aduaneros peruanos nos vendemos por un libro.

Quedé tan sorprendido ante el tamaño de su acusación, que, por supuesto, la negué en términos airados, alegando que yo nunca había dicho ni escrito semejante infamia. Pero él, memorioso para el rencor, me espetó que hacía doce años, cuando el ladrón de Toledo era presidente y el embustero de Kuczynski era su ministro favorito, yo había llegado a Lima procedente de una feria del libro en México, y un aduanero había hallado en mis maletas dos computadoras, y como eso al parecer estaba prohibido, pues solo podía viajar con una, me había pedido un libro de regalo, que yo por supuesto le había entregado, y al parecer aquella semana yo había publicado una columna en el diario «Correo» de Lima, contando que un cierto aduanero peruano había tenido ese gesto de gran simpatía y humanidad conmigo, el de dejarme pasar los controles a cambio de un libro, un abrazo y una foto. Pero allí no concluía, claro está, la historia: el día en que apareció mi columna en el periódico, la entonces primera dama, la atrabiliaria señora Karp, que me odiaba desde el escándalo de la hija negada de Toledo, averiguó quién había sido el aduanero que me trató con cariño y lo despidió de modo fulminante.

-Pero yo no insulté al aduanero –me defendí, ante su colega-. Yo dije que fue amable conmigo. Y jamás me imaginé que lo despedirían por eso. La culpa no es mía, es de los Toledo, en todo caso.

El sujeto de mirada mezquina y aire vengativo me recriminó con acidez:

-Por su culpa la botaron. Usted nos insultó a todos los aduaneros peruanos.

Era evidente que me encontraba en apuros. El individuo de marras y su asistente pasaron a calcular, con gran desparpajo, el valor de mis regalos navideños y, a continuación, el monto oneroso que debía sufragar por concepto de impuestos. Era, claro, una pequeña fortuna. Yo me defendía, diciendo:

-¡Pero cómo podía saber lo que debía declarar, si no me dieron una declaración de aduanas!

Y el jefe de la alcabala, el ángel vengador, el jardinero de sus antiguos rencores, me decía:

-Usted debió consultar con nuestra página web.

Su explicación me parecía inverosímil, disparatada, extranjera al sentido común. ¿Cómo podía yo conocer los límites, si ya no entregaban el formulario de aduanas? ¿Cómo podían acusarme de una infracción, si ignoraba cuáles eran las reglas que había transgredido? Se me informó, a secas:

-El monto total de sus regalos no puede exceder los quinientos dólares. Y usted lo ha excedido.

Por supuesto, si eran más de cincuenta regalos, tenía que haberlo excedido, pero ¿cómo podía haber sabido que no podía traspasar aquella barrera absurda de quinientos dólares, no habiendo leído la declaración?

-Debió leer nuestra página web –era lo que repetía, como un loro amaestrado, el aduanero que me había esperado doce largos años para vengarse del despido arbitrario de su colega.

Tal vez porque estaba fatigado y con dolor de cabeza, quizás porque me parecía un abuso que me impusieran un tributo tan elevado por mis regalos navideños, especialmente porque sentía que era una clara venganza, un indudable ensañamiento, perdí lamentablemente el aplomo, monté en cólera y anuncié, en tono grandilocuente, agitando los brazos:

-¡No pagaré nada! ¡Ahora mismo llamo a mi abogado!

Enseguida miré mi celular y quedé absorto, porque comprendí que no tenía abogado a quien llamar. Llamé a mi esposa, que había llegado a Lima unos días atrás, para asistir a los funerales de una señora muy querida por ella. Me dijo que mi madre estaba en el aeropuerto, esperándome. Mi esposa llamó a mi madre y le dijo:

-Jaime está detenido. Lo acusan de contrabandista. Tiene que pagar miles de dólares.

Mi madre, señora de armas tomar, bajó de su auto, entró resueltamente al aeropuerto, burló varios controles de seguridad, haciendo gala de sus encantos, y se puso a tiro de piedra del lugar donde me tenían detenido.

-¡No pagues nada, no pagues nada! –me gritó.

Estaba rodeada de seis policías, que le pedían que se retirase, pero ella no daba un paso atrás.

-¡Soy la mamá de Jaime Baylys! –gritaba.

Yo pensaba: en estos tiempos, eso equivale más o menos a ser la mamá de Chibolín. Yo me lamentaba: estamos haciendo un escándalo como el de Chibolín con los niños en el aeropuerto de Caracas. Mi madre agitaba el dedo acusador, tensaba el rostro y gritaba, con admirable gallardía:

-¡Mi hijo es amigo de Trump! ¡Mi hijo ha comido con Trump en la Casa Blanca!

Los policías la miraban, divertidos. Yo le hacía señas para que moderase el tono virulento de su protesta. Pero, la verdad, yo también estaba furioso, desbordado, desencajado, y le decía al aduanero:

-¡Acá me quedo hasta las seis de la mañana! ¡Mi abogado ya está en camino! ¡No se imagina el lío en que se ha metido!

Sonó mi celular. Contesté. Puse altavoz para que no me diera cáncer. Anuncié, en tono sicalíptico:

-¡Es mi abogado!

Luego todos oyeron la voz de mi esposa:

-Mi amor…

Casi sueltan una carcajada. Resultó evidente que mi madre y yo carecíamos de una buena defensa legal. Cómo me hubiera gustado tener el teléfono del brillante abogado que, en la víspera, había salvado de la vacancia al presidente. Entretanto, mi madre proclamaba a los cuatro vientos:

-¡Mi hijo no es ningún coimero como PPK! ¡Suelten a mi hijo!

Harto, abrumado, derrotado, incapaz de convencer al aduanero vengativo de que su emboscada era un acto injusto de puro ensañamiento personal, pagué en efectivo el monto que se me impuso y salí rodeado de policías, al tiempo que mi madre y yo nos confundíamos en un largo y sentido abrazo.

-Tienes el pelo muy largo y se te cae el pantalón –me susurró ella al oído-. Pareces un huevón. Así nunca vas a ser presidente.

Yo quería romper a llorar. Pero no podía hacerlo en público, abrazado por mi madre y mientras los curiosos me veían salir a paso lento, rodeado por la gendarmería.

-PPK tiene la culpa de todo –sentenció mi madre-. Estoy segura de que él ordenó todo esto.

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