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La última juerga: PARRANDA (1977) de Gonzalo Suárez

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Postguerra española, en un pueblo de Galicia. Cibrán (interpretado por José Sacristán), quien ha estado desempleado por largo tiempo, obtiene un trabajo que le permitirá -así lo cree-, ahorrar para macharse del pueblo junto a su pareja, la Rajada (Charo López), y el hijo de ella. (Y de paso sacar a la mujer de la prostitución). En el camino a su primer día de labores, se cruza con dos antiguos compañeros de las minas, Bocas (José Luis Gómez) y Milhombres (Antonio Ferrandis), que arrastran una juerga del día anterior. Los amigos lo convencerán para que los acompañe y así los tres se embarcarán en una jornada de excesos, delirios y muerte. Esta es la premisa sobre la que se desarrolla Parranda (1977), del director Gonzalo Suárez (Oviedo, España 1934), y basada en la obra del escritor Eduardo Blanco Amor (1897, Orense – 1979, Vigo, España), que también se hizo cargo del guión.

Parranda es la narración de unos sucesos alucinados, casi diríamos del descenso sin freno de tres amigos llevados hacia la autodestrucción. Recargados con ingentes cantidades de alcohol, peregrinarán por su pueblo y  alrededores, en una suerte de último viaje, en donde las aventuras por las que pasan (el encuentro con un profesor que carga con un cadáver de un lado a otro, la obsesiva  imagen de una mujer, el episodio en la casa de putas, los conflictos entre Bocas y Milhombres o la joven desequilibrada que vive la ilusión de ser madre), parecen asociarse a una forma de escape, evasión, al aplazamiento de ciertas decisiones definitivas.

El itinerario de los protagonistas atraviesa un ambiente absurdo, delirante, de situaciones y personajes esperpénticos, conduciéndolos por episodios que bordean la realidad, alentando sus deseos, en pequeños instantes de júbilo y desenfreno. (Registrando en primeros planos unos rostros desencajados, gastados y casi grotescos). Pero como al final de algunos sueños, las aventuras se complican y la alegría, o esa placentera embriaguez, se agota, y entonces se da paso a la pesadilla, a la caída de los protagonistas, los cuales parecen jalarse unos a otros: en la obsesión de Bocas por poseer a la amante del hacendado (una suerte de mujer-maniquí); el mismo amor inconfeso de Milhombres por Bocas (y sus celos); y la actitud mediadora y dócil de Cibrán, quien siempre parece dispuesto a ser convencido. El nuevo día dejará al descubierto los desastres de las horas pasadas, y como en la resaca, el despertar del ensueño resulta doloroso y desengañado.

Cercados por la pobreza y la frustración, los personajes recorren un paisaje situado entre la ciudad y el campo, conformado por unas imágenes tristes y ruinosas, donde predominan los tonos fríos y verdes opacos, así como una arquitectura compuesta por casas viejas y calles empedradas, mal iluminadas por farolas que acompañan las tinieblas de la noche o la poca luz de sombríos bosques.  A esta lobreguez, se añaden los amplios espacios por los que camina la parranda: pueblo sin gente, gente metida en sus viviendas, ¿escondidas, resguardadas? La película respira un aire de temor. Los personajes principales se ocultan, pero también lo hacen el resto de habitantes.

En planos generales vemos a los amigos andar con pretendido sigilo entre las sombras, aun cuando la borrachera traicione sus pasos. En ese tránsito bufo –que además perturba la ley-, descubren pares y cómplices al ingresar a bodegas y habitaciones, imágenes sugerentes que evocan la condición de refugiados (las prostitutas o el profesor). En contraste con estas escenas, aquellos que eligen encerrarse, son mirados desde afuera, desde el deseo, que contempla la seguridad y comodidad de sus mansiones y la privacidad con la que pueden disfrutar de sus juegos eróticos y venganzas (el caso del  hacendado).

Ese clima de violencia velada de la película, es más evidente cuando aparecen en el relato las fuerzas del orden. Los primeros minutos del metraje arrancan con la confesión de Cibrán en la delegación policial, luego de haber sido machacado a golpes durante su interrogatorio. Es su relato de los hechos el que conducirá la cinta y nos hará conocer las razones de su encierro: el asesinato del señor de Andrada –el hacendado-, y la muerte de Bocas por Milhombres, a quien los guardias acabarán a tiros mientras huía. La cara maltratada de Cibrán y su miedo, resumen la cercanía con la violencia, la miseria y sus consecuencias.

Pero si bien la violencia no es exclusiva de los uniformados, pues el final de la juerga acrecienta los conflictos entre Bocas y Milhombres, y provoca dos asesinatos y una violación, si es de señalar el mecanismo que se utiliza: frente a la crudeza explícita de los actos del trío, los de las fuerzas del orden son sólo visibles por sus efectos. Así tenemos que los guardias que interrogan a Cibrán no aparecen en el encuadre y sólo se registra el primer plano del detenido respondiendo a unas voces fuera del campo. Los últimos planos mostrarán el cuerpo inerte de Cibrán sobre una especie de mesa y de nuevo, lejanas, las voces, encubriendo las circunstancias del deceso.

Parranda es la historia de tres desgraciados que aparentemente no tienen nada en común, salvo el gusto por la juerga y la curda. Desde el comienzo sabemos que los tres fueron obreros de minas. Los hechos narrados los encuentra en la desocupación. Bocas y Milhombres, tienen una relación ambigua, en donde la atracción que siente el segundo por el primero, debe soportar la humillación y el desprecio. Cibrán es el mediador, al que Bocas le pide que se quede, que no lo deje solo con Milhombres. La Parranda aparece como el último momento para realizar sus expectativas o para seguir una senda sin retorno, en donde sólo la muerte podría redimirlos. (Bocas manifestará no temer a las consecuencias de sus excesos). Si la película de Suarez propone la idea de cierta evasión, y algo de ello tiene, también es un viaje a lo más profundo de sus protagonistas y a la vez una exploración sobre la desesperación humana.

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