Cultura

La mirada de Witold Gombrowicz sobre la poesía, por Julio Barco

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Quizá en un ejercicio de lucidez y de memoria es conveniente repasar –antes de tocar el tema gombrowiczniano– todos los ataques históricos de la sociedad a los poetas.

Empezando, por ejemplo, por el más conocido: Platón, con la expulsión de los poetas de la República, hasta las sociedades actuales donde simplemente son parte de la mass media y se reciclan detrás de muchas coartadas.  Pero ya que citamos al susodicho veamos qué razones alegaba para que los poetas sean exterminados:

a) De los dioses sólo pueden decirse cosas buenas (cfr. República, 386a);

b) Evitar palabras que desacrediten el Hades, presentándolo como un lugar terrorífico (cfr. 387c);

c) No presentar a los protagonistas de los versos en actos que reflejen excesos emocionales, pues ello puede generar un camino de aceptación hacia la falta de templanza anímica (cfr. 389e).

La idea platónica contra los poetas es agua tibia para la dimensión de la propia poesía. Ahora nadie cree en el Hades, algunos sí todavía piensan en el Infierno, pero, es sociedades laicas como la nuestra, ¿deberíamos callar a los poetas por no hablar bien del Hades? Sin embargo, seguimos haciendo poemas y dando juicios de valor estéticos sobre este fenómeno.

Entonces, por un lado, vemos que el estado ideal platónico era el de la Religión y Nación, religión politeísta y nación esclavista, lo que nos hace pensar que su estado era una falsa utopía. Mientras algunos podían plantearse la posibilidad del mundo de las ideas, otros debían trabajar tranquilamente los cultivos. Sin embargo, es ocioso no seguir indagando. De este texto trasgresor para occidente, al arrebato de Rimbaud que abandona la poesía para ser mercenario podemos amplificar el tema. Hay no solo uno sino mil pasos de diferente tono.      

Sucede que este joven francés, autor de El Barco Ebrio, entendió la poesía en su cenit mayor: como un ejercicio de vidente. Lo de vidente viene de ver, observar, tener ese talento de observar y mirar. Mirar no es solamente pasar la vista, mirar el propio lenguaje es entender sus mecanismos y poder reflexionar sobre ellos estimula esa capacidad. Pero mirar, es también, decir. Aprender a decir, y no cualquiera sabe decir, es decir, revelar con uve de uvas frescas abiertas a la urgente emanación del ser. Citemos a Rimbaud:

Charleville, 13 de mayo 1871


Ya está usted otra vez de profesor. Nos debemos a la sociedad, me tiene usted dicho: forma usted parte del cuerpo docente: anda por el buen carril. También yo me aplico a este principio: hago, con todo cinismo, que me mantengan; estoy desenterrando antiguos imbéciles de colegio: es suelto todo lo bobo, sucio, malo, de palabra o de obra, que soy capaz de inventarme; me pagan en cervezas (…) Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme Vidente: ni va usted a comprender nada, ni apenas si yo sabré expresárselo. Ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos. Los padecimientos son enormes, pero no hay que ser fuerte, que haber nacido poeta, y yo me dado cuenta de que soy poeta.

Quiero añadir que estas edulcoradas y adolescentes palabras fueron luego destrozadas cuando el muchacho creció y se perdió dentro de otros rumbos, tan hostiles como los de la poesía: vender armas, traficar marfil, hacer negocios en África.

De alguna forma, los filósofos te calman, ya que su premisa es “aprender a morir”; los novelistas “observan”, de ahí que su aporte sea “las grandes miradas internas”,[1] donde todos los lenguajes se balancean soñando una lógica común e inherente, propia y singular, sin embargo, ¿quién Siente?

¿Qué yo dentro de la novela siente? ¿Quién en su decir siente? Porque, es evidente, que la abstracción interna de un sistema filosófico es necesariamente un ordenamiento lógico que conduce a la corrobación de la mente; pero, por otro lado, el sentir mismo es un acto no necesariamente del puro pensamiento pero también relacionado con algo que carece la mente misma y su juicio lógico. En el texto que hoy comentaremos, Witold Gombrowicz (Polonia, 1904-Rusia, 1969) da una serie de réplicas a la naturaleza interna de los poetas, a su no querer observar lo que él considera la realidad, el cargar sobre sus hombros el peso de una postura,

y así no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo pretende que los demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido llevar un peso excesivo sobre sus espaldas?

Witold Gombrowicz.

Que, sutilmente, sugiere una suerte crítica a la poesía como Tótem, pero también advertimos una suerte de mente racionalista, una suerte de entidad que busca la coherencia, como si la pasión no fuera partera de la historia,

¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y, sin embargo, me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear este ritual en nombre…, sencillamente en nombre de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad.

Palabras que nos descubren a un racionalista intolerante de la básica forma del sentir. Sin embargo, como en Hegel o Heráclito, tomo nota de la repercusión de una contradicción y su necesidad. No es posible que exista, por lo tanto, la poesía y su mística sin que se observen ironías desde extremos, tal como el que plantea Gombrowicz en mayúsculas y con acidez.

 Si  la “contradicción”[2] es necesaria para que la vida exista, o, en todo caso, para que la historia no cese –advertimos que  precisamente la modernidad es la ironía y la contradicción[3]– y donde la polaridad mental de los artistas lo llevan, de Baudelaire a Hölderlin, es decir, no hay modo de huir de la realidad, al contrario, la poesía moderna –paradójicamente a lo que expresa Witold requiere necesariamente un espejo, roto y profundo. La mejor poesía de la modernidad es un enfrentamiento a la Modernidad y sus límites. Pienso en Eliot, como en Pound, como en Vallejo, como en Neruda. Él dice que,

A partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo.

Ciertamente podría ser absurdo al ver que la poesía es un saber de muchas culturas, de muchos entendimientos y sensibilidades. Hay un Neruda, un Vallejo, un Parra, un Dante, un Heraud, una Varela, etc. Sin embargo, luego añade algo que es entendible para que su juicio sea tan enfático,

Todo empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno, se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas «añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales».

Witold Gombrowicz.

Lo que nos permite ver que su ataque no es contra cualquier poeta, como tampoco la expulsión platónica es contra cualquier poeta: hay y hay poetas, hay diversidad y miradas; lo que ataca Witold es pues el purismo, no toda la poesía como tal, sino la que nombra como,

¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los lenguajes

posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la manera en que los Poetas hablan

de sí mismos y de su Poesía?

Esta manera de acercarse a la poesía, con el tono sonoro y mayúsculo del religioso es, sin embargo, una de las formas en las que los grandes autores del género se acercaron pero una crítica contundente a los que solo se sirven de ello por la pose y lo anodino.

¿Por qué? ¿No será por las mismas razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como natillas.

La Crítica de Gombrowicz es hacia los cenáculos, hacia esos espacios donde se ejerce el poder jerárquica gracias a las relaciones, a que tan conocido eres y que tanto te celebran tus vecinos. Entre novelitas y poetas hay una diferencia vital: los primeros, salvo en algunas partes del mundo, pueden ovillarse serenamente en la Soledad. Poetas tiene necesariamente que recitar o leer sus versos; ese show poético en ciudades que comprenden el proceso de la cultura en las sociedades que habitamos es parte natural del cosmos; en otros, se va abriendo según lo pletórico del público. Esta realidad compartida lleva a que el propio juicio de la poesía se avasalle por el juicio del comportamiento o las aptitudes de los poetas; se castiga el arrebato, la insolencia pero –una vez embalsamado y enterrado el muerto– se lo recupera como genio. 

Al necesariamente tener que juntarse, todos tienen que verse la cara, las ropas, los gustos y leerse los poemas; ecuación que resulta en los diferentes lineamientos que cada poética o grupos poéticos asumen. Juntarse no siempre es el paraíso pero tampoco vamos a exagerar asumiendo como Sartre que el infierno son los otros. Como Lezama, pensamos que la relación con los otros permite una complejidad con nosotros mismos. Somos en la medida de un espacio, pero escribir no tiene nada que ver con ver o no ver un espacio. Eguren inventaba los espacios para tejer una trama más inherente; Basho caminaba por los arrozales de Japón silabeando versos…

 Ahora la crítica del señor Gombrowicz es para desplazar también la inclinación natural de sentir el fuego interno de cada artista, ¿acaso alguien debería dejar la música porque tras oír a Miles Davis sentimos una realidad abriéndose más allá de nuestros cubículos? Es cierto: el arte, al ser un artificio tan perfecto, duele. La música acaba: el silencio nos dice. Al decirnos, nos vuelve al circuito vicioso de la sed de arte. Los lectores o melómanos sufren la misma sed de arte. De escape. Ya lo decía Freud en el Malestar de la cultura: cada uno busca el modo de soportar su propio peso en el mundo. Entonces observamos que aquel humanismo contra el que se opone el polaco lo lleva a dos ideas más:

A) Expresar que existe un humanismo que se postra ante los grandes ideales, sea Estado, Poesía, Pintura. Si el ser humano se aleja de los absolutos el plato de comida diario es el fragmento, lo que venga, la espontaneidad de lo Real abriéndose como una suerte de bandeja de ordenadas opciones que, en síntesis, resultan una farragosa vacuidad. El Arte, en o sin mayúsculas, ofrece una respuesta afirmativa a la derrota del ser humano frente a la Muerte y el Olvido. En el instante en que el arte es, la realidad es, y se olvida las caretas que apartan al ser Humano de lo Sagrado o Profundo.

B) Cuestionar que el arte busque expresarse a sí mismo, algo insolvente al comprender que generalmente, o siempre, la subjetividad inunda lo literario. Incluso cuando un novelista habla de dos seres humanos perdidos en Marte, lo que hace, de alguna forma, es hablar de un territorio de su yo interior, o yoes.

Pero volvamos a la idea de Público y del Artista que tanto conmueve el pensamiento crítico de Gombrowicz. Sin duda, este ecosistema lo perturba y solo desea ser un artista puro –curiosa paradoja para alguien que acusa a Valery de ser un inmaduro–alejo de la falsedad de los “creyentes poéticos” y en la corteza de una realidad como tal: palpable, carnívora, voraz.

Leyendo este –como otros muchos textos al respecto– llego a la misma conclusión: hay más razones para detestar la poesía como actividad que para desearla. La poesía, entonces, resulta un acto solitario, un acto que no se dice a los demás salvo en pequeños cenáculos: al hacerse pública necesariamente termina siendo objeto de todo tipo de debate.

Finalmente, si Gombrowicz o Platón se oponen a la poesía es porque justamente su poder es tan intenso que obnubila los límites de la razón pura; ahí donde se intenta que la realidad solo sea lo que observamos –y que muera el canto–hay una curiosa resistencia.

El poeta está justamente para insistir y proteger algo que va más allá o más acá de la razón –y por eso es más temido que un político, más agudo que un empresario, más genial que un científico[4]– y obedece al poder de proteger el fuego interno de la especie.


[1] La totalización de las ciudades (Dickens), la totalización de una sociedad (Balzac), la totalización de un día (Joyce), la totalización del absurdo (Kafka), la totalización de la realidad (Vargas Llosa), la totalización del tiempo (Proust), la totalización del drama humano (Dostoievski), la totalización de Latinoamérica (García Márquez), la totalización del idealismo (Cervantes), la totalización de la Posmodernidad (Wallace), etcétera.

[2] Si + No = SINO y después SiNO + NO = SI y después Si + No = SINO y ∞

[3] Leer, por ejemplo, a Octavio Paz en Los hijos de limo.

[4] Con lo cual no ponemos a uno debajo ni encima de otro, sino hablamos del impacto que tienen a través de los siglos.

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