Opinión

Keep in Touch (1987) de Jean-Claude Rousseau

Lee la columna de Rodolfo E. Acevedo Palomino

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Un hombre –al parecer el cineasta, Jean-Claude Rousseau (París, 1950)-, se sienta frente a la mesa de una habitación en penumbra, inquieto podría decirse, intentando escribir en un cuaderno, quizás unas notas, quizás una carta. Prende y apaga la lámpara que no funciona bien y de pronto mira por sobre su hombro, inseguro, como descubierto o sorprendido, hacia la cámara fija que tiene detrás. Luego regresa al papel, por lo que se ve, sin llegar a decidirse por empezar la escritura.

Keep in Touch (1987) puede ser el intento de esa comunicación. La cámara muestra cuadros de espacios cercados por la oscuridad, o enmarcados, habitados por presencias fantasmales. Un personaje pasa, mueve cosas, recorta el encuadre. Mira por la ventana hacia la calle, sin detenerse demasiado en nada. Regresa a la oscuridad, se pierde por un lado. Luego está la ventana, desde la cual se observan los edificios del frente y alguna azotea. Los cambios de luz indican el movimiento del tiempo. Y los ruidos de la calle –bocinas, motores-, filtran el movimiento del mundo de afuera. También están en esas secuencias quietas las voces –a través de un contestador de llamadas-, como fragmentos de asuntos que no tendrán una explicación completa. Una cita que no puede concretarse, la presentación de alguien relacionado con el departamento que vemos. Sus presencias incorpóreas dicen algo sobre la transitoriedad del personaje –el director-, contribuyendo a crear cierto sentido de historia, de relato que cuenta algo, a partir de unas cuantas pistas, poco comprensible, enigmático.  

En los espacios abiertos se opta por la profundad. Los paisajes -entendidos como ese encuentro entre la mirada y el horizonte-, registrados por la misma cámara fija, dejan ver el transcurrir de objetos, seres, naturaleza y tiempo. En una calle poco concurrida, los autos dan vuelta en u, despacio, mientras que a lo lejos vemos -y oímos-, el tráfico más apretado y más pequeño. Una hermosa playa congelada antecede al mar del fondo y la línea del muelle que se adentra en él. Otra calle –cerca de la costa-, salpicada de nieve, es visitada por gaviotas que vuelan y se posan sobre el concreto, buscando algo que comer. En otra secuencia, gente abrigada patina, mientras se escucha música festiva. De día de o de noche, con los sonidos de máquinas o aves, o en silencio, todos los planos son construidos bajo una mirada absorta, distanciada, concentrada en un  paciente descubrimiento.

La película estructura un conjunto de miradas, visiones dispersas, provenientes de una experiencia de aislamiento, o quizás, de una soledad autoimpuesta. (Una desvinculación que, paradójicamente, solo llega a ser posible en el medio social). Objetos y figuras  como indicios de algo que resulta significativo, aunque no sea explícito. Como si las secuencias tuvieran la intención de una búsqueda. Y las pantallas negras y los cambios entre planos evidencian no solo sus circunstancias técnicas -austeridad de recursos, cámara Super 8 mm-, sino el trabajo de empalme y organización de esas imágenes, semejante a la reconstrucción de una memoria. La cual resulta más bien discontinua, con saltos. Fragmentaria. Y sin embargo comunica. Y deslumbra. En la última secuencia, el personaje, de nuevo en la mesa de su habitación, con la lámpara encendida, empieza a escribir. ¿Será una carta? ¿Será el guion de esta película?

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