Un día como hoy hace 20 años murió Julio Ramón Ribeyro. Reconocido como el mejor cuentista de nuestra literatura contemporánea, Ribeyro era también un feroz periodista que escribía de todos los temas. Muy poco se sabe de esta faceta de nuestro escritor. Con esta crónica lo encontramos como cronista.
1.
La tapa de color verde con la imagen de una vieja máquina de escribir marca Remington y una cuartilla donde se lee “ensayos literarios” de su libro “La caza sutil” (Editorial Milla Batres. Lima 1976.), nos retorna a revisar la vida de escritor de Julio Ramón Ribeyro. Tal como sucede con los poetas del modernismo, para muchos, la herencia periodística es pobre en relación a la obra literaria. José Martí en Cuba nos deja 18 de sus 26 enormes volúmenes, solo de periodismo. Rubén Darío igual, es celebrado por su poesía pero su registro en prensa es descomunal. Gutiérrez Nájera en México es un agudo periodista antes que iluminado poeta. Igual sucede con Ribeyro. Del libro de marras, Los veintiún textos escritos entre los años 1953 y 1975 en Lima, París y Múnich –la mayoría de ellos publicados en el diario El Comercio—son exclusivamente de periodismo.
No es una vergüenza ser periodista. Lo fue José Carlos Mariátegui y César Vallejo. Ribeyro es un caso. Tiene ojo de ser brillante en el cuento pero nadie observa que esa mirada es la de un “perro de presa”. Si hoy estuviese vivo y joven seguro que trabajaría en cualquier Unidad de Investigación de un diario, revista o la televisión. Uno que conoce este oficio, no puede soslayar a ese ser especial que todo lo veía noticias o novedades. El “homo curioso”. “Ribeyro era atento, paciente, tranquilo, sigiloso y contemplativo, inclinado a escudriñarlo todo y predispuesto naturalmente a oír lo que otros decían más que a decir lo suyo”, dice el escritor Fernando Ampuero, su amigo.
Si existiese hoy seguro que sería amante de todos los programas de la farándula –lamentablemente, los de mayor audiencia—de la televisión. Ribeyro, como buen periodista era “chismoso”. Virtud de los limeños de pura cepa. Era él la paradoja en pie. Un escéptico en la elegancia discreta de la consternación. Delgado, muy delgado y tímido. Él era el escritor perdurable, de miles y fraternas páginas, de cientos de personajes inolvidables. Aquel de los hechos cotidianos convertidos en la real ficción del lenguaje sencillo sobre el soporte de un estilo transparente y una mirada recorriendo el alma de las cosas, de cada uno, de cada quien. Pero era el enigma también y la soledad más deslumbrante.
2.
Ya lo había escrito en otro texto que era raro este Julio Ramón. Que esa vez estaba contento y firmaba dedicatorias a sus libros que una fila de lectores portaban anhelantes esperándolo más de una hora debajo de los viejos ficus en la Feria de Libro Ricardo Palma de Miraflores. Lo repito, Julio Ramón jamás quiso aceptarme una entrevista y mucho menos para la televisión. “Con las justas hablo conmigo. Qué diablos voy a decir frente a una cámara”, solía decirme.
Y esa tarde de noviembre del 1993, yo traidor, intoxicado reportero de televisión, estaba con cámara, con camarógrafo, con asistente, con luminotécnico y con un micrófono prendido. Todos en el simulacro de ser sus apasionados lectores en la fila de lectores, todos grabándolo todo. El periodismo, el vil de los oficios. El periodismo, el único registro para testimoniar nuestra admiración. Y le jugué sucio y ahora lo confieso. Y de pronto Julio Ramón sorprendido por mi curiosidad y las luces y la bendita cámara y el bendito micrófono. Y me sentí mal. Pero ya le estaba preguntando: ¿cómo le va, maestro?
Raro este Julio Ramón. No le molestó, al contrario, sabía de vilezas sanas. Y estaba contento, lo repito. Y hablamos del Perú, de Lima, de sus gentes, de los libros, de la “cultura combi”, de su barrio de Miraflores, del cebiche, del valse, del Señor de los Milagros, de la democracia, de Vargas Llosa, del terrorismo, del hambre y hasta de Dios. Julio Ramón parecía un poseso y hablaba y contaba y sonreía y se acordaba de todo y raro este Julio Ramón, lo juro, estaba contento.
Y tuvo amigos, esa especie de seres a veces dañina que se reclaman siempre ser los íntimos del escritor y que suelen promulgar el copyright sobre su delicada memoria. Ese vínculo del que hablan algunos y que para demostrarlo, cuentan anécdotas, traicionando confidencias y revelando aquello que sólo puede conocerse desde el sagrado recinto de la amistad. Me temo, pertenecer sin olvidos a esa especie.
3.
Existe un testimonio excepcional del compositor Manuel Acosta Ojeda: “Mi amigo Julio Ramón entre poemas y carambolas”. (Publicado en “Julio Ramón Ribeyro: penúltimo dossier” Jorge Coaguila. Tierra Nueva Ediciones. Iquitos 2008.). El texto nos describe a un Ribeyro de barrio, con metástasis de esquina, un jijuna. En el billar miraflorino de la Av. Ricardo Palma, Ribeyro demuestra su vena de periodista nato. Cierto, luego del juego se iban al bar “El triunfo” de Surquillo. No era credo, era religión. Después de diez horas de piscos, cervezas y cigarros a Ribeyro le competía hacer un resumen. Y Julio Ramón contaba, por episodios, todo lo ocurrido en aquella jornada que había tenido de billar, bares, callejones y jaranas.
Se ha dicho de él que era tímido. No creo. Era retraido, digo yo con cariño, pero se las sabía todas. Su pasión, es verdad, era el universo literario y su ejecución en una escritura sicologista y de estilo barroco seco. Luego se sabría que en el plano intelectual se destacaba por la independencia moral, su armadura ética y estética. Así, nos dejó en sus jóvenes lectores el estilo para responder al siniestro misterio de la hoja en blanco. ¿De qué recursos valernos para contar nuestro tiempo? ¿Cómo organizarnos para darle un mínimo de coherencia a una realidad sin freno? ¿Cuáles son los interrogantes que nos tocan a todos y las batallas que, como colectivo, corresponde enfrentar? Bien, ese es el asunto del periodista. Y esa era la nota de Ribeyro.
Lo he contado en otras ocasiones, aquella vez de la última entrevista en 1994, Ribeyro me recibió en su departamento de Barranco con un bolerazo: “Perdón” en la voz de Daniel Santos. Cómo sabía Julio Ramón que a mí me gustaba los boleros. No sé. Esa es tarea de un buen periodista. Ribeyro hablaba de todo y de todo escribía, con precaución. Y vuelvo a regresar a esa tarde, fría y de neblinas, frente al mar y los acantilados limeños. En realidad no hablamos de poesía ni cuento, solo de periodismo. Por ello él decía que al ensamblar la historia fáctica y el texto “crónico”, se articulaba a un tejido único con la literatura, que no es más que el arte de escribir lo narrado con belleza encarecida.
Ribeyro decía que había una estética periodística auténtica en tanto sus límites con la literatura son sus puentes para un arte mayor. Y en el periodismo es más eficaz su golpe –el estrago causado en el lector—cuando esa fina película que lo separa de la literatura simplemente desaparece. Ribeyro cultivó la literatura periodística como género integral y donde lo poético se hacía global a tal punto que el texto que cuenta un suceso de noticia, se transfigura en un texto te[x]stimonial con música y claves de adivinación que envuelto en una sinfonía de palabras y semas armónicos y logra vence a los sordos poderes de la muerte.
Julio Ramón supo de esas poéticas periodísticas que encuentran sus verdades en sus claves narrativas de su espacio y sus historias. Sus mordientes informativas serán útiles en tanto borraban la amnesia nacional que padecemos y se establecía un soporte literario en el que se van construyendo otros textos más vitales y más sensuales para construir espacios libres y orgiásticos, degollar las galeras de la oscuridad. Cualquier texto de Julio Ramón tiene calle pero va recorriendo el mundo y observando con clarividencia, ternura y una actitud crítica y rigurosa los paisajes diversos y las conductas, hábitos y actitudes ante el mundo y la vida de los transeúntes de la constante comedia humana. Nada de pintoresquismos sino periodismo de verdad para acercarse a las exactitudes de ese mundo embarazado de perplejidad y deliciosos asombros.
Y yo recordaba entonces que antes Julio Ramón fue amigo de mi padre, allá en su pequeña librería del Parque Universitario. “Habla poco el hombre, pero dice muchas cosas”, me dijo el viejo aquella vez que terminaron al fin poniéndose de acuerdo –luego de citar a Kid Chocolate, “Sugar” Ray Robinson y Floyd Paterson– en que Mauro Mina debió ser campeón mundial de los pesos semipesados. Y en aquella neblinosa tarde en la avenida Larco, cuando 20 años después lo abordé presentando mis escudos y otros firuletes, comprendí que mi padre tenía razón. Entonces Julio Ramón me pareció un experto y/o gastado cowboy sin botas, extraído de una cinta de John Ford, caminando entre las luces y sombras de sus calles de Miraflore detrás de las moreras y entre sus misterios y sus hojas, ¿escritas?.
4.
Y cuando a los 65 años murió víctima de un cáncer, nos quedamos muy triste porque sabíamos de su eternidad y enfermedad. Aquella terrible musa vestida de cangrejo se lo fue tragando desde 1973. Y Julio Ramón murió un 4 de diciembre de 1994 –Ah terrible diciembre, tan próxima a las muertes trágicas de José María Arguedas y Manuel Scorza, un luto sucesivo para la narrativa peruana– castigando la piedad de los médicos y el oráculo de su brebajes. Y debo recordar al poeta Antonio Cisneros cuando triste como todos los que amamos el ají limo le escribió desde su ventana: “Mi querido Julio, justo ahora que se anuncian los frutos del verano se te ocurre dejarnos. Tu terraza está vacía y este sol que brilla como un trompo sobre el mar de Barranco carece de sentido por completo. Qué diablos voy a hacer con mi pobre alma. Apenas queda una bicicleta sin jinete, una botella de Burdeos intocada, la Copa Libertadores que se viene y donde da lo mismo si ganamos o perdemos. Ah, Julio Ramón. Sólo el viento golpea sobre los acantilados. Y el mar se retira para siempre”.
Y es cierto que uno aprende a querer a un escritor leyendo sus libros casi como un amigo. Y con Julio Ramón ocurría otra cosa. Uno lo quería como amigo y lo leía con ternura sin sus libros aunque como personaje que inventaba aquel que era el escritor amigo. Otro poeta, Abelardo Sánchez-León, lo despidió así: «El final de su vida se parecía a uno de sus cuentos, pero los dos o tres veranos últimos fueron, así pensábamos, lo mejorcito. A su rutina le añadió unos paseos en bicicleta con amigos, que hasta llegaron a llamarlos «los regios». Ya me imagino a Julio Ramón de regio, aunque pinta nunca le faltó y su capacidad seductora no disminuyó ni un ápice. Julio Ramón fue un narrador dotado de ángel y seducción, que se leía entre todas las edades porque, llana y sencillamente, gustaba Julio Ramón gustaba a la gente».
Julio Ramón Ribeyro era un viejo conocido a través de los antihéroes de sus perfectos cuentos cicatrizados por el karma de los no triunfadores que no es lo mismo que esos a quienes llaman fracasados. En su mayoría, eran peruanos que usaban bividí, dormían con piyama a rayas, se persignaban ante cualquier iglesia y escuchaban rancheras de José Alfredo Jiménez después de hacer el amor, no importa con quién o la mujer de quién. Entonces yo suponía que sus protagonistas los sacaba de las páginas anodinas de los diarios, Esos actores del lugar común y los tópicos que para muchos pasan inadvertidos pero que para Julio Ramón eran sus quijotes victoriosos de los fastos y gestas triviales.
Antes, en sus primeras cortas visitas para sus veranos limeños, siempre lo encontraba en la Plaza de Acho, con todos sus amigos, conversando de la supina ignorancia de Hemingway sobre los toros, en todo caso, nos quedábamos con Corrochano. Y estaban ahí Felix Arias Schereiber y Jorge Pimentel y Miguel Burga y terminamos en “Sevilla” –que así llamaba el maestro «Al Alimón» a los bajos de los tendidos de Sol– entre vinos, cervezas y anticuchos. Y dijo Julio Ramón cierto domingo después de una desastrosa corrida y parafraseando a Holderlin: “Si el alma del torero no alcanza su fuero divino en el ruedo, no debe dormir en el lecho de nuestra pasión”. No dijo más y apuró una copa grande de espeso vino tinto, inmensa como la estampa de un Miura.
5.
En un texto publicado por Fernando Ampuero en la revista “Buen Salvaje” Nro. 3, se lee una explicación al libro tan preciado de Ribeyro y que cito: “La edición original de La caza sutil, impresa bajo el sello de Milla Batres –de 1976–, contenía ya ensayos como “Gustave Flaubert y el Bovarismo”, “Del espejo de Stendhal al espejo de Proust” o “E.R. Curtius y la literatura francesa”; y crónicas tan sabrosas como la que titula “Peruanos en París”. También destacan su sensible reseña de Los ríos profundos de Arguedas, su disertación sobre “Las alternativas del novelista” y el ensayo “Lima, ciudad sin novelistas”, texto envejecido y a estas alturas solo de importancia histórica, desde que Vargas Llosa rompió fuegos en 1963 con La ciudad y los perros, abriendo brecha para que irrumpieran incontables novelas urbanas”.
Y aquella edición de La caza sutil de Milla Batres, es cierto, ya no se encuentra ni en las librerías de Quilca ni de la Feria de Amazonas. Hace casi cuarenta años de un libro que tuvo apenas una edición que paso casi inadvertida y que hoy es de exclusivo lujo de coleccionistas. Pero el año pasado, debido a una justa y constante revaloración de nuestro gran cuentista en España y América Latina, apareció en Chile una reedición de la Universidad Diego Portales: La caza sutil y otros textos. Julio Ramón Ribeyro. Lima, 1929 – 1994. (Santiago. Ediciones UDP 2012) con el agregado de doce textos dispersos, entre los que destacan los dedicados a Maupassant y a Lezama Lima y Proust, y un prólogo del escritor Diego Zúñiga.
Cuando Ribeyro nos dejo de enseñar sus textos primeros y sus crónicas de joven, nos dejo también mudos. Por eso me he preguntado sobre las razones de ese quehacer, el de escribir, aquello de confirmar en grafías las ideas y los sueños, pues no siempre estoy de acuerdo con los otros; esos que también escriben. Ribeyro me decía que le interesaba el hablar al oído dudando a más no poder. No a las certezas tajantes, jamás a las afirmaciones inapelables. En ese proceso de grado cero de la escritura, hipótesis e impulsos eléctricos, ganan la necesidad de hallar la certeza a partir de sus opuestos. Con Julio Ramón y su periodismo, en el fondo, ese “escribir” tiene sobre cualquier otra cosa, bastante de experimento, voluntad más de aprender que de enseñar, esfuerzo por mejorar el mundo, humanizar a tanto usureros, liberarse de la angustia de las miserias todas, hacerse conocido más que famoso y construir un mundo para que lo habiten menos imbéciles. Todo ello está en esa Caza sutil. La de Ribeyro de planilla y de cierre de edición.
6.
Diré que fue ese agosto 1994 el año feliz y triunfal de Julio Ramón, el del consagratorio Premio Rulfo ¬–bien le venían los cien mil dólares del premio–, el de la publicación de sus Cuentos completos por editorial española Alfaguara, el de la Semana de Homenaje en Madrid. Entonces este cronista era reportero del programa Panorama del Canal 5 y jamás imaginó que la entrevista que le hizo aquella tarde gris en su casa-estudio de Barranco y que en realidad fue una suerte de conversión informal, sería el último testimonio de Julio Ramón para la televisión. Y así fue o así debió ser.
Lo llamé un día antes. Julio Ramón al otro lado de la línea se resistió tajante al principio, dijo que estaba escribiendo sus memorias, una suerte de autobiografía nada o casi personal, dijo también que estaba descompuesto, que los periodistas lo tenían podrido. Le dije –casi le rogué– que si no le hacía ese reportaje me botaban del Canal –el viejo truco del periodista en terapia laboral–, que mi vida dependía de su tiempo. Entonces Julio Ramón aceptó jodido por esas mentada amistad. Supongo que le importaba un bledo el rating de esa televisora de pacotilla. “Mañana a las 4 de la tarde en mi casa”, respondió y colgó, imagino fastidiado y molesto más que conmigo, con él mismo.
Julio Ramón recibió la noticia unos minutos antes y quedó mudo. Había ganado el Rulfo. Y desde ese momento debía atender a decenas de periodistas, a centenares de amigos, de curiosos, de intrusos. Y aquella privacidad tantos años defendida a capa y espada iba a quedar horadada. Y aquel espacio reservado para la discreta soledad de su genio iba a reducirse irremediablemente a la nada. Y Julio Ramón vivía como uno se lo imaginaba, completamente solo, salvo con sus benditos demonios, su música y sus misterios. Esa tarde, en su piso con vista a los acantilados, cuando tocamos el intercomunicador con Carlos Otiniano, el camarógrafo, Julio Ramón contestó resignado: «suban», es que jamás le gustaron las entrevistas, nunca estuvo a gusto con las fotos –salvo aquellas para las tapas de sus libros o las otras ocasionales que le tomaron sus íntimos y donde aparecía con su esposa Alida o su hijo Julio–, siempre se opuso a ser sujeto público y la fama, después me confesó, le importaba un reverendo rábano.
Era tímido, ya lo dije, pero esa vez, mientras yo le contaba mi deuda con el banco, que no me gustaba el locro, y que seguía enamorado de Liz Taylor, Julio Ramón se fue soltando y mientras nos mostraba tímido sus recuerdos enigmáticos y escondía sus pecados –completamente vencido ante mi obsesiva curiosidad–, nos leyó la primera parte de uno de sus cuentos más entrañables: “Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados…”; encendió cigarros tras cigarros y recién habló de su familia, de sus pasiones y de sus increíbles fobias. Inquilino al fin de su propia ficción, y mientras en su terraza que ve el océano, con un frío de los mil diablos, tomándonos un gran Bordeaux, dijo que le habían prohibido terminantemente los cigarrillos pero que eso era una vaina porque él, que no era afecto a recetas, sabía que necesariamente cuando escribía debía tener un pucho en los labios, entonces si dejaba de fumar, simplemente no podía escribir, entonces también, siguió fumando y hasta que la muerte nos separe, nos confesó con la tristeza y resignación más terrible vista en un ser humano.
7.
«La gente cree que soy corrosivo y benigno, cruel y piadoso, pero no es así, soy una persona normal que un día de 1952 dejó la carrera de Derecho y con una beca se fue a España a seguir cursos de periodismo. Pocos saben por ejemplo que soy especialista en fotomecánica a color, que he trabajado como profesor en la Universidad de Huamanga en la ciudad de Ayacucho y que jamás pensé en ser lo que soy, un escritor profesional y a tiempo completo. Y pocos saben también que a pesar de haber publicado Los gallinazos sin plumas, mi primer libro en 1955, hoy mismo me llaman de México, de Argentina y de Estados Unidos para preguntarme quién soy, donde vivo y qué cosas he escrito. Otros se sorprenden al descubrir que soy peruano. Es terrible ¿no?».
Y uno tuvo que responderle que sí, que es terrible. Sentados en el balcón con el solsito desmayado, contó del genio de su mujer, de que su hijo era cineasta y no le hallaba el gusto a la literatura, de que no perdonaban una mañana sin su amante café con leche, que su médico se consideraba un fracasado porque le había pronosticado un mes de vida y ya llevaba diez años vivito y coleando. Y llegamos a la música después de pasar por sus admirados Stendhal y Proust, de sus amigos Bryce y Scorza y Vargas Llosa –en ese orden– amén de los poetas peruanos del Boulevard Saint Germain, incluyendo al real-maravilloso cajamarquino Alfredo Pita. Y llegamos al bolero, no como género músical sino como la metafísica de la obstinación. Porque según su teoría, el bolero se bailaba (en su caso: se escuchaba) con las hormonas más encabritadas antes que con los pies o la pelvis. Luego, prendió su equipo y se animó a cuadrar un CD de Daniel Santos que arrancaba con el bolero «Perdón», ese himno universal para ciertos amantes en cuarentena y elíxir alcanforado para aquellos que nos enamoramos de cualquier cosa que tenga mamas.
Ya cuando el sol se fue marchando por el ojal del crepúsculo, me reveló un secreto que divulgaré cuando cumpla cien años. Al final y mientras agradecía a sus editores peruanos Scorza, Milla Batres y a Jaime Campodónico. Y sus comprensibles lectores peruanos, de perfil se quedó abrazado a su estar solo. Hoy que lo recuerdo aternurado como los viejos retratos en la penumbra de una sala atiborrada de sus personajes: el «territorio literario propio», ojalá alguien pueda arrancarlo de mi corazón durante el resto de su incalculable muerte.