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Julio Ramón Ribeyro / CUANDO NO SEAS MÁS QUE SOMBRA

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Foto de Jorge Deustua

Hay escritores que se construyen su destino y hay otros –como Ribeyro– que se resignan a ser modelados por él. Recuerdos de una última visita a su estudio frente al mar de Barranco. Allí vivía solo el escritor. Pero era un soledad de estruendos sordos y compañías de sombras festivas. Esta crónica tiene más de tributo que de investigación. Su vida fue así, un mundo privado, una ética ejemplar y una silenciosa historia personal.

Es preciso escribir como si uno fuera

comprendido, como si uno fuera amado

y como si uno estuviera muerto”

Montherlant.

                                                           

Raro este Julio Ramón, estaba contento y firmaba dedicatorias a sus libros que una fila de lectores portaban anhelantes esperándolo más de una hora debajo de los viejos ficus en la Feria de Libro de Miraflores. Julio Ramón jamás quiso aceptarme una entrevista y mucho menos para la televisión. «Con las justas hablo conmigo. Qué diablos voy a decir frente a una cámara», solía decirme.

Y esa tarde, yo traidor, intoxicado reportero de televisión, estaba con cámara, con camarógrafo, con asistente, con luminotécnico y con un micrófono prendido. Todos en la fila de lectores, todos grabándolo todo. El periodismo, el vil de los oficios. El periodismo, el único registro para testimoniar nuestra admiración. Y le jugué sucio y ahora lo confieso. Y de pronto Julio Ramón sorprendido por mi curiosidad y las luces y la bendita cámara y el bendito micrófono. Y me sentí mal. Pero ya le estaba preguntando: ¿cómo le va, maestro?

Raro este Julio Ramón. No le molestó. Estaba contento, lo repito. Y hablamos del Perú, de Lima, de sus gentes, de los libros, de la «cultura combi», de su barrio de Miraflores, del cebiche, del valse, del Señor de los Milagros, de la democracia, de Vargas Llosa, del terrorismo, del  hambre y hasta de Dios. Julio Ramón parecía un poseso y hablaba y contaba y sonreía y se acordaba y raro este Julio Ramón, lo juro, estaba contento.

Pero quién era este hombre de secretos escritos y misterios a voces. Era él la paradoja en pie. Un escéptico en la elegancia discreta de la desesperación. Delgado, muy delgado y tímido. El era el notable cuentista perdurable, de miles y fraternas páginas, de cientos de personajes inolvidables. Aquel de los hechos cotidianos convertidos en la real ficción del lenguaje sencillo sobre el soporte de un estilo transparente y una mirada recorriendo el alma de las cosas, de cada uno, de cada quien. Pero era el enigma también y la soledad más deslumbrante.

Y tuvo amigos, esa especie de seres a veces dañina que se reclaman siempre ser los íntimos del escritor y que suelen proclamar el copyright sobre su delicada memoria. Ese vínculo del que hablan algunos y que para demostrarlo, cuentan anécdotas, traicionando confidencias y revelando aquello que sólo puede conocerse desde el sagrado recinto de la amistad. Me temo, pertenecer sin olvidos a ese especie.

A los 65 años murió víctima de un cáncer. Aquella terrible musa vestida de cangrejo se lo fue tragando desde 1973. Y murió un 4 de diciembre de 1994 –Ah terrible diciembre, tan próxima a las muertes trágicas de José María Arguedas y Manuel Scorza, un luto sucesivo para la narrativa peruana– castigando la piedad de los médicos y el oráculo de su brebajes. Y debo recordar al poeta Antonio Cisneros cuando triste como todos los que amamos el ají limo le escribió desde su ventana: «Mi querido Julio, justo ahora que se anuncian los frutos del verano se te ocurre dejarnos. Tu terraza está vacía y este sol que brilla como un trompo sobre el mar de Barranco carece de sentido por completo. Qué diablos voy a hacer con mi pobre alma. Apenas queda una bicicleta sin jinete, una botella de Burdeos intocada, la Copa Libertadores que se viene y donde da lo mismo si ganamos o perdemos. Ah, Julio Ramón. Sólo el viento golpea sobre los acantilados. Y el mar se retira para siempre».

Y es cierto que uno aprende a querer a un escritor leyendo sus libros casi como un amigo. Y con Julio Ramón ocurría otra cosa. Uno lo quería como amigo y lo leía con ternura sin sus libros aunque como personaje que inventaba aquel que era el escritor amigo. Otro poeta, Abelardo Sánchez-León, lo despidió así: «El final de su vida se parecía a uno de sus cuentos, pero los dos o tres veranos últimos fueron, así pensábamos, lo mejorcito. A su rutina le añadió unos paseos en bicicleta con amigos, que hasta llegaron a llamarlos «los regios». Ya me imagino a Julio Ramón de regio, aunque pinta nunca le faltó y su capacidad seductora no disminuyó ni un ápice. Julio Ramón fue un narrador dotado de ángel y seducción, que se leía entre todas las edades porque, llana y sencillamente, gustaba Julio Ramón gustaba a la gente».

Fue un amigo también de mi padre, allá en su pequeña librería del Parque Universitario. «Habla poco el hombre, pero dice muchas cosas», me dijo el viejo aquella vez que terminaron al fin poniéndose de acuerdo –luego de citar a Kid Chocolate, “Sugar” Ray Robinson y Floyd Paterson– en que Mauro Mina debió ser campeón mundial  de los pesos semipesados. Y en aquella neblinosa tarde en la avenida Larco, cuando 20 años después lo abordé presentando mis escudos y otros firuletes, comprendí que mi padre tenía razón. Entonces Julio Ramón me pareció un experto y/o gastado cowboy sin botas extraído de una cinta de John Ford, caminando entre las luces y sombras de sus calles de Miraflores, detrás de las moreras y entre sus hojas, ¿escritas?.

En realidad, era un viejo conocido a través de los antihéroes de sus perfectos cuentos cicatrizados por el karma de los no-triufadores que no es lo mismo que esos a quienes llaman fracasados. En su mayoría, eran peruanos que usan bividí, duermen con piyama a rayas, se persignan ante cualquier iglesia y escuchan rancheras de José Alfredo Jiménez después de hacer el amor, no importa con quién o la mujer de quién. Y en sus primeras cortas visitas para sus veranos limeños, siempre lo ubicábamos en la Plaza de Acho, con todos sus amigos, conversando de la supina ignorancia de Hemingway sobre los toros, en todo caso, nos quedábamos con Corrochano. Y estaba Felix Arias Schereiber y Jorge Pimentel y Miguel Burga y terminamos en «Sevilla» –que así llamaba el maestro «Al Alimón» a los bajos de los tendidos de Sol– entre vinos, cervezas y anticuchos. Y dijo Julio Ramón cierto domingo después de una desastrosa corrida y parafraseando a Holderlin: «Si el alma del torero no alcanza su fuero divino en el ruedo, no debe dormir en el lecho de nuestra pasión». No dijo más y apuró una copa grande de espeso vino tinto, inmensa como la estampa de un Miura.

Y era agosto 1994, año feliz y triunfal de Julio Ramón, el del consagratorio Premio Rulfo ­–bien le venían los cien mil dólares del premio–, el de la publicación de susCuentos completos por editorial española Alfaguara, el de la Semana de Homenaje en Madrid. Entonces este cronista era reportero del programa Panorama del Canal 5 y jamás imaginó que la entrevista que le hizo aquella tarde gris en su casa-estudio de Barranco y que en realidad fue una suerte de conversión informal, sería el último testimonio de Julio Ramón para la televisión. Y así fue o así debió ser.

Lo llamé un día antes. Julio Ramón al otro lado de la línea se resistió tajante al principio, dijo que estaba escribiendo sus memorias, una suerte de autobiografía nada o casi personal, dijo también que estaba descompuesto, que los periodistas lo tenían podrido. Le dije –casi le rogué– que si no le hacía ese reportaje me botaban del Canal –el viejo truco del periodista en terapia laboral–, que mi vida dependía de su tiempo. Entonces Julio Ramón aceptó jodido por esas mentada amistad.  Supongo que le importaba  un bledo el rating de esa televisora de pacotilla. “Mañana a las 4 de la tarde en mi casa”, respondió y colgó, imagino fastidiado y molesto más que conmigo, con él mismo.

Julio Ramón recibió la noticia unos minutos antes y quedó mudo. Había ganado elRulfo. Y desde ese momento debía atender a decenas de periodistas, a centenares de amigos, de curiosos, de intrusos. Y aquella privacidad tantos años defendida a capa y espada iba a quedar horadada. Y aquel espacio reservado para la discreta soledad de su genio iba a reducirse irremediablemente a la nada. Y Julio Ramón vivía como uno se lo imaginaba, completamente solo, salvo con sus benditos demonios, su música y sus misterios. Esa tarde, en su piso con vista a los acantilados, cuando tocamos el intercomunicador con Carlos Otiniano, el camarógrafo, Julio Ramón  contestó resignado: «suban», es que jamás le gustaron las entrevistas, nunca estuvo a gusto con las fotos –salvo aquellas para las tapas de sus libros o las otras ocasionales que le tomaron sus íntimos y donde aparecía con su esposa Alida o su hijo Julio–, siempre se opuso a ser sujeto público y la fama, después me confesó, le importaba un reverendo rábano.

Era tímido, ya lo dije, pero esa vez, mientras yo le contaba mi deuda con el banco, que no me gustaba el locro, y que seguía enamorado de Liz Taylor, Julio Ramón se fue soltando y mientras nos mostraba tímido sus recuerdos enigmáticos y escondía sus pecados –completamente vencido ante mi obsesiva curiosidad–, nos leyó la primera parte de uno de sus cuentos más entrañables: “Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados…”; encendió  cigarros tras cigarros y recién habló de su familia, de sus pasiones y de sus increíbles fobias. Inquilino al fin de su propia ficción, y mientras en su terraza que ve el océano, con un frío de los mil diablos, tomándonos un gran Bordeaux, dijo que le habían prohibido terminantemente los cigarrillos pero que eso era una vaina porque él, que no era afecto a recetas, sabía que necesariamente cuando escribía debía tener un pucho en los labios, entonces si dejaba de fumar, simplemente no podía escribir, entonces también, siguió fumando y hasta que la muerte nos separe, nos confesó con la tristeza y resignación más terrible vista en un ser humano.

«La gente cree que soy corrosivo y benigno, cruel y piadoso, pero no es así, soy una persona normal que un día de 1952 dejó la carrera de Derecho y con una beca se fue a España a seguir cursos de periodismo. Pocos saben por ejemplo que soy especialista en fotomecánica a color, que he trabajado como profesor en la Universidad de Huamanga en la ciudad de Ayacucho y que jamás pensé en ser lo que soy, un escritor profesional y a tiempo completo. Y pocos saben también que a pesar de haber publicado Los gallinazos sin plumas, mi primer libro en 1955,  hoy mismo me llaman de México, de Argentina y de Estados Unidos para  preguntarme quién soy, donde vivo y qué cosas he escrito. Otros se sorprenden al descubrir que soy peruano. Es terrible ¿no?».

Y uno tuvo que responderle que sí, que es terrible. Sentados en el balcón con el solsito desmayado, contó del genio de su mujer, de que su hijo era cineasta y no le hallaba el gusto a la literatura, de que no perdonaban una mañana sin su amante café con leche, que su médico se consideraba un fracasado porque le había pronosticado un mes de vida y ya llevaba diez años vivito y coleando. Y llegamos a la música después de pasar por sus admirados Stendhal y Proust, de sus amigos Bryce y Scorza y Vargas Llosa –en ese orden– amén de los poetas peruanos del Boulevard Saint Germain, incluyendo al real-maravilloso cajamarquino Alfredo Pita. Y llegamos al bolero, no como género músical sino como la metafísica de la obstinación. Porque según su teoría, el bolero se bailaba (en su caso: se escuchaba) con las hormonas más encabritadas antes que con los pies o la pelvis. Luego, prendió su equipo y se animó a cuadrar un CD de Daniel Santos que arrancaba con el bolero «Perdón», ese himno universal para ciertos amantes en cuarentena y elíxir alcanforado para aquellos que nos enamoramos de cualquier cosa que tenga mamas.

Ya cuando el sol se fue marchando por el ojal del crepúsculo, me reveló un secreto que divulgaré cuando cumpla cien años. Al final y mientras agradecía a sus editores peruanos Scorza, Milla Batres y a Jaime Campodónico. Y sus comprensibles lectores peruanos, de perfil se quedó abrazado a su estar solo. Hoy que lo recuerdo aternurado como los viejos retratos en la penumbra de una sala atiborrada de sus personajes: el «territorio literario propio», ojalá alguien pueda arrancarlo de mi corazón durante el resto de su incalculable muerte.

(Texto tomado del libro USTED ES LA CULPABLE. Editorial Norma. 2004)

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