Literatura
Jorge Luis Borges y Roberto Arlt: Vidas paralelas
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13 años agoon
Jorge Luis Borges y Roberto Arlt: Vidas paralelas
Escribe Fernando Sorrentino
Con harta frecuencia se han trazado paralelismos y efectuado comparaciones entre los denominados grupos de Florida y de Boedo, que surgieron en Buenos Aires allá por la década de 1920: inclinado, según dicen los que saben, a lo «estetizante» el primero; a lo «social», el segundo. (A mí me cuesta aceptar la incompatibilidad de las categorías —si fueran tal cosa— de «estetizante» y «social»: creo que nadie puede ser «absolutamente» estetizante ni «absolutamente» social; creo —por ejemplo— que nada impide que un libro esté muy bien encuadernado y que, al mismo tiempo, sea aburrido.)
Aun aceptando —por cierto que a regañadientes— la existencia de ambos grupos,1 y, por añadidura, con la posesión de dichas características distintivas, hay un hecho mucho más decisivo que tiende a invalidar o a hacer irrelevante su acción, y es que las obras literarias jamás se han originado en sociedades colectivas sino que siempre han sido fruto exclusivo de la creación individual. La opinión contraria —la que ve las obras como resultado de la acción del grupo— parece sustentarse, más bien, en una especie de criterio de eficacia colectiva, criterio maravillosamente aplicable al fútbol y a otros deportes de conjunto, pero de ningún modo admisibles en lo personal por excelencia: la creación artística.
Acaso como una extensión adicional de aquel afán clasificatorio, suele hablarse también de una suerte de «vidas paralelas» entre los dos escritores que más vigorosamente representarían a uno y otro grupo: Jorge Luis Borges y Roberto Arlt.
Inclusive los escritores más diminutos son multifacéticos: con mayor razón sería absurdo despojar de sus muchas riquezas a escritores tan valiosos como Borges y Arlt para dejarlos reducidos a los tristes esqueletos de, respectivamente, «estetizante» y «social».
Lo cierto es que Borges y Arlt se inventaron a sí mismos sendos caminos literarios: caminos propios, personalísimos, inimitables e intransferibles. Y estos caminos —ahora sí, y sólo en este sentido, «vidas paralelas»— parecen no haberse tocado nunca.
Proveniente de una familia inmigrante de lengua no española, Arlt fue argentino de primera generación, inculto (en la acepción académica de la palabra), tumultuoso, osado, intuitivo, vital, de grueso sentido del humor.
Borges, en cambio, pertenecía a una antigua familia argentina, acomodada y tradicional, en cuya casa había muchos libros y se hablaban correctamente el español y el inglés; Borges era tímido, miope, tartamudo, estudioso, sutil, inteligentísimo e infinitamente transgresor y revolucionario (como jamás podrían serlo —y ni siquiera imaginarlo— los transgresores y revolucionarios «profesionales», hechos de escenografía y caracterización teatral, y repetidores de frases viejas y de decires cristalizados).
Ambos son ajustadamente coetáneos: Borges nació el 24 de agosto de 1899; Arlt, el 2 de abril de 1900; de manera que, si el azar lo hubiera consentido, podrían haber sido compañeros de clase. Difieren en que Arlt murió relativamente joven, a los cuarenta y dos años, el 26 de julio de 1942, y Borges muy anciano, a los ochenta y seis, el 14 de junio de 1986.
2. Influjo de Borges sobre Arlt
Cronológicamente, la primera obra narrativa de Jorge Luis Borges es la Historia universal de la infamia (1935). Casi veinte años más tarde, refiriéndose a esas páginas, su autor las define así:
Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias.2
Pues bien, en 1935 hacía ya dos años que Roberto Arlt había publicado la casi totalidad de su obra narrativa: las novelas El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929), Los lanzallamas (1931) y El amor brujo (1932), y los cuentos de El jorobadito (1933).
En 1941 (el mismo año de El jardín_) Arlt publica Viaje terrible y El criador de gorilas.
Arlt murió, como vimos, a mediados de 1942. Así, pues, no pudo conocer obras narrativas mayores de Borges, tales como Ficciones (1944), El Aleph (1949), El informe de Brodie (1970) o El libro de arena (1975).
No sabemos si Arlt llegó a leer la Historia universal de la infamia y El jardín de senderos que se bifurcan. Sin embargo, puesto que buena parte de aquélla fue previamente publicada en el diario Crítica (donde también trabajó Arlt), es razonable inferir que éste haya leído esos relatos.
De ser así, ignoramos también qué opinión le merecieron a Arlt los trabajos de Borges.3 No obstante, me atrevo a suponer que los rechazaría o los despreciaría, en cierto modo por «incomprensibles» para su concepto de lo que debía ser la literatura. Ahora bien, esto no habla ni en contra ni en favor de Arlt: la complejísima trama de las aceptaciones y los rechazos recíprocos y potenciadamente entrelazados de obras y de autores desborda de afinidades insospechadas y de aborrecimientos inimaginables.
Sí, en cambio, la lectura de todas las obras de Arlt nos indica, con total claridad, que la influencia ejercida por Borges sobre aquél es absolutamente nula.
3. Influjo de Arlt sobre Borges
Borges, el que se crió en «una biblioteca de ilimitados libros ingleses»;4 Borges, el que leía en inglés, en francés, en italiano, en portugués, en alemán y en latín; Borges, el apasionado por los juegos metafísicos y por las mitologías de compadres y cuchilleros, ¿leyó esas historias de empleadillos y de horteras, de mezquindades y avaricias, de iras y de frustraciones, que, en censurable sintaxis y léxico estrafalario,5 proponía en sus libros aquel Roberto Arlt, que pronunciaba el español argentino con cierto acento alemán y que se había instruido en una literatura de traducciones dudosas?
Y, en caso de haberlas leído, ¿habrá Borges experimentado hacia ellas el olímpico desdén que le merecían, por unos u otros motivos, las narraciones de autores en aquella época tan célebres como, por ejemplo, Enrique Larreta, Manuel Gálvez, Horacio Quiroga o Roberto J. Payró?
Veamos.
En el número 8 (marzo de 1925) de la revista Proa, dirigida a la sazón por Ricardo Güiraldes, Jorge Luis Borges, Pablo Rojas Paz y Alfredo Brandán Caraffa, se publica «El Rengo», relato de Roberto Arlt que un año más tarde pasaría a formar parte de «Judas Iscariote», cuarto y último capítulo de El juguete rabioso. No es fácil imaginar a una personalidad literariamente tan fuerte como Borges resignándose a publicar un texto que le desagradara.
Y, en efecto, en 1968 el mismo episodio es reproducido en la segunda edición de El compadrito: su destino, sus barrios, su música, antología que Borges compila con la colaboración de Silvina Bullrich. Es evidente que a Borges el texto lo había impresionado.
En las páginas 76 y 77 de mis Siete conversaciones con Jorge Luis Borges,6 éste enhebra, según su mejor estilo mordaz, una serie de críticas en contra de Horacio Quiroga, entre ellas:
El estilo de Quiroga me parece deplorable.
Por cierta asociación de ideas que ya es casi un inevitable lugar común, se me ocurrió preguntarle:
—¿A ese estilo un tanto descuidado de Quiroga correspondería quizá el estilo de Roberto Arlt?
—Sí, salvo que, detrás del descuido de Roberto Arlt, yo siento una especie de fuerza. De fuerza desagradable, desde luego, pero de fuerza. Yo creo que El juguete rabioso de Roberto Arlt es superior no sólo a todo lo demás que escribió Arlt, sino a todo lo que escribió Quiroga.
Como vemos, aunque no se conozcan otras declaraciones de Borges respecto de Arlt, podemos advertir en estas palabras —un poco reticentes, es verdad— un sentimiento de admiración.
Cuarenta y cuatro años más tarde de la aparición de El juguete rabioso (1926), Borges publica El informe de Brodie (1970). En el «Prólogo» nombra —que yo sepa, por primera, última y única vez a lo largo de toda su extensa obra— a Roberto Arlt:
Imparcialmente me tienen sin cuidado el Diccionario de la Real Academia, dont chaque édition fait regretter la précédente, según el melancólico dictamen de Paul Groussac, y los gravosos diccionarios de argentinismos. Todos, los de este y los del otro lado del mar, propenden a acentuar las diferencias y a desintegrar el idioma. Recuerdo a este propósito que a Roberto Arlt le echaron en cara su desconocimiento del lunfardo y que replicó: «Me he criado en Villa Luro, entre gente pobre y malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas». El lunfardo, de hecho, es una broma literaria inventada por saineteros y por compositores de tangos y los orilleros lo ignoran, salvo cuando los discos del fonógrafo los han adoctrinado.7
Invocado por el tema de las hablas regionales o especiales, o por las causas que fueren, lo cierto es que, al escribir El informe de Brodie, el recuerdo de Roberto Arlt andaba por la cabeza de Borges.
4. Tema del delator y la víctima
Hasta tal punto andaba el joven y tumultuoso Arlt de cuarenta y cuatro años antes en la cabeza del reposado y ya clásico Borges septuagenario, que, entre las páginas 25 y 35 de El informe de Brodie corre «El indigno», cuento magistral en el que Borges realiza una reelaboración o recreación del episodio central de «Judas Iscariote», el cuarto y último capítulo de El juguete rabioso.
El juguete rabioso tiene que haber sido, para Borges, una obra en extremo importante. De otra manera, no puede explicarse que, sin haberla releído en los años inmediatamente anteriores a la redacción de «El indigno», y sin tener tampoco el estímulo de la presencia viva de Arlt ni de gente próxima a aquél, Borges —en la culminación de su fama y en la proliferación de traducciones y reconocimientos— haya decidido, casi cuarenta y cinco años más tarde, escribir la misma historia.8
Trataremos de ver, a continuación, algunas de las semejanzas y diferencias entre el «Judas Iscariote» de Arlt y «El indigno» de Borges.
En ambos, el tema es el mismo: la delación que una persona, poco o nada familiarizada con las artes del delito, comete en perjuicio de quien la ha iniciado en ellas.
a. Los narradores
Los respectivos delatores (Silvio Astier, en «Judas Iscariote»; Santiago Fischbein, en «El indigno») relatan su historia en primera persona. Esto se verifica con algunas diferencias importantes:
1. Astier, hombre joven pero adulto, relata un suceso que acaba de ocurrir y que corresponde, por ende, a su edad joven y adulta. Es decir, la visión del narrador coincide con la condición del protagonista: un hombre adulto relata lo que acaba de ocurrirle a un hombre adulto. Esta inmediatez se traduce en un relato más vívido, emotivo y nervioso.
2. Fischbein, hombre anciano, relata un suceso ocurrido hace muchos años, cuando él era casi un niño. Es decir, la visión del narrador no coincide con la condición del protagonista. Esta lejanía temporal lleva a un relato más calmo donde los detalles y las emociones están atenuados o simplificados por el olvido.
Por otra parte, como Borges rechaza implicarse emotivamente en su relato, apela, para alejarse aún más, al recurso del relato enmarcado: ni siquiera es Borges quien cuenta la historia, sino que es Fischbein quien la cuenta a Borges. Éste, con objetiva frialdad, se limita a decir:
Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.
b. Tiempo
Sin lugar a dudas, podemos ubicar el relato de Arlt en la inmediata anterioridad, digamos el año 1925.
El Fischbein que cuenta la historia de un episodio de su niñez dice:
Hace ya tantos años que ocurrió que ahora la siento como ajena.
Y, aunque no sabemos cuándo dice esas palabras, ni cuántos años pasaron desde ese episodio, ni cuántos años tiene Fischbein en ese momento, sí sabemos cuántos años tenía en la época del episodio: quince años.9 Como, además, da la sensación, por la manera en que conversan, de que Borges y Fischbein fueran de la misma edad, podemos inferir que Fischbein tenía quince años alrededor de 1915. Así, pues, vemos que ambas historias transcurren, más o menos, por la misma época: entre 1915 y 1925.
Tenemos, además, muchos indicios, entre ellos el de la famosa «barra de la esquina»:10
Arlt:
Siempre estaban en la esquina de Méndez de Andés y Bella Vista, recostados en la vidriera del almacén de un gallego. [_] Siempre estaban allí, tomando el sol y jodiendo11 a los que pasaban.12
Borges:
El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y el Bajo, pero no había almacén que no contara con su barra de compadritos.13
c. Lugar
La geografía de Arlt es más explícita que la de Borges y se prodiga en precisiones de calles y números.
Antonio, el Rengo (el traicionado), vive en la calle Condarco 1375. La consulta de un plano actual de Buenos Aires me indica que esa cuadra está limitada por las calles hoy llamadas Galicia y Tres Arroyos. La calle Condarco precisamente constituye, a esa altura, el límite municipal entre el barrio de Villa Santa Rita y el de Villa General Mitre; por estar situada en la acera de los números impares, la casa del Rengo pertenece a este último barrio.
Silvio Astier, el Rubio (el traidor), vive en la calle Caracas 824, entre Páez y Canalejas.
El ingeniero Arsenio Vitri (la víctima del robo frustrado) vive en la calle Bogotá, «una cuadra antes de Nazca»: vale decir entre Condarco y Terrada.
Como se acepta que la avenida Rivadavia divide la ciudad de Buenos Aires en norte y sur, toda la acción del episodio de Arlt ocurre, aunque no se lo especifica, en la parte norte del barrio de Flores, donde, por otra parte, viven Astier y Vitri:
Las aceras estaban sombreadas por copudos follajes de acacias y ligustros. La calle era tranquila, románticamente burguesa, con verjas pintadas ante los jardines, fuentecillas dormidas entre los arbustos y algunas estatuas de yeso averiadas. 14
En Borges las precisiones nominales no son tan abundantes.
El barrio en que ocurre el episodio es, aunque tampoco se lo nombra, Villa Crespo, entonces barrio humilde como pocos y, por antonomasia, de inmigrantes paupérrimos.15
La casa de Fischbein:
A unas cuadras quedaba el Maldonado y después los baldíos.
Esto es muy verosímil pues Villa Crespo es barrio habitado por muchísimos judíos.
El arroyo Maldonado fue entubado —creo— en 1939 y sobre él corre ahora la avenida Juan B. Justo; después del arroyo se ubican las vías del entonces Ferrocarril Pacífico. Fischbein vivía en la parte comprendida entre el arroyo y el centro de la ciudad: con todo, esa zona no era tan áspera como la otra, la que se extendía detrás del arroyo («los baldíos»).
No se nos dice dónde vivía Francisco Ferrari, el que sería traicionado, pero sabemos dónde «paraba» (verbo, por cierto, muy expresivo para aludir a una suerte de cuartel general o de zona de influencia):
Ferrari paraba en el almacén de Triunvirato y Thames.16
Compárese la calle «románticamente burguesa» donde iba a efectuarse el robo en Arlt, con este paisaje semirrural de Borges:
Ya estaba por atardecer cuando crucé el arroyo y las vías. Me acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y unos huecos. La fábrica era nueva, pero de aire solitario y derruido; su color rojo, en la memoria, se confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja. Además de la entrada principal, había dos puertas en el fondo que miraban al sur y que daban directamente a las piezas.17
Fischbein acaba de cruzar «el arroyo y las vías», es decir, el suburbio del suburbio en que vivía: es terreno desconocido y, por eso mismo, atemorizador.
En el caso de Silvio Astier, ese «juguete rabioso» eternamente derrotado, también la calle Bogotá, de gente satisfecha y envidiada, se siente como algo ajeno:
Un piano sonaba en la quietud del crepúsculo, y me sentí suspendido de los sonidos, como una gota de rocío en la ascensión de un tallo. De un rosal invisible llegó tal ráfaga de perfume, que embriagado vacilé sobre mis rodillas [_].18
Tanto Fischbein como Astier reconocen el terreno enemigo a la misma hora: «ya estaba por atardecer» (Borges); «en la quietud del crepúsculo» (Arlt).
c. Relación entre el traidor y el traicionado
En ambos casos los delatores son más jóvenes que los traicionados, y en ambos casos se perciben a sí mismos como intelectualmente superiores:
Arlt/Astier emplea adjetivos desvalorizadores: «el pelafustán», «un bigardón».
Borges/Fischbein: «Ahora veo en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un dios».
Sin embargo, hay una gran diferencia en las apreciaciones sucesivas de uno y de otro.
Ya desde el principio, Astier ve al Rengo como un personaje pintoresco y, si se quiere, simpático, pero al mismo tiempo como inferior a él. Su oficio es humilde (cuida los carros en la feria de Flores) y sus travesuras lo emparientan con la picaresca española. Y, precisamente, el aspecto físico y las actitudes de persona ineducada y vulgar del Rengo distan mucho de ser los de un héroe, y más bien se nos presenta como el de uno de esos patéticos antihéroes: «caminaba despacio, cojeando ligeramente», «mostrando los torcidos dientes», «guiñando el ojo de soslayo», «esa cara triangular enrojecida por el sol, bronceada por la desvergüenza», «Era un bigardón a quien agradaba tocar el trasero de las mujeres apiñadas», «le agradaba tener amigas, saludarse con las vecinas, bañarse en esta atmósfera de chirigota y grosería que entre comerciante bajo y comadre pringosa se establece de inmediato», etc., etc. Arlt vuelve una y otra vez a caracterizar al Rengo, añadiéndole nuevos pormenores. Tampoco olvida describir su vestimenta, rayana con lo miserable y lo ridículo:
Vestía siempre el mismo traje, es decir, un pantalón de lanilla verde, y un saquito que parecía de torero.
Se adornaba el cuello que dejaba libre su elástico negro, con un pañuelo rojo. Grasiento sombrero aludo le sombreaba la frente y en vez de botines calzaba alpargatas de tela violeta y adornadas de arabescos rosados.19
En cambio, para el Fischbein de quince años, Ferrari era, como vimos, «un dios». Comparemos el aspecto más bien risible del Rengo con la recia estampa viril de Francisco Ferrari, descripto en dos o tres trazos muy sobrios, que corresponden, dicho sea de paso, a la austeridad del personaje y también al compadre arquetípico de la mitología porteña, tantas veces corporizado en dramas y películas:20
Era morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época. Siempre andaba de negro.21
d. Propuesta del delito
En ninguna de las narraciones hay una necesidad verosímil de hacer participar en el delito a quien luego sería el delator. Claro que, sin este pequeño desliz inicial, los autores no hubieran tenido material para escribir sus historias.
En el caso de Arlt es aún menos justificado. El Rengo tiene todo previsto y todas las circunstancias están bajo su control: no tiene necesidad alguna de compartir el delito y su consecuente botín con el Rubio; sin embargo, lo hace. Y estos preparativos y sus diálogos ocupan una buena extensión del relato (págs. 139-145): ahora también el Rubio se halla en posesión de todos los pormenores:
Me incorporé bruscamente en la silla, fingiendo estar poseído por el entusiasmo.
—Te felicito, Rengo, lo que pensaste es maravilloso.
—¿Te parece, Rubio?
—Ni un maestro hubiera planeado como vos lo has hecho. Nada de ganzúa. Todo limpio.22
En Borges, el asunto se plantea de una manera mucho más sintética. A Fischbein no se le informa mayormente de las características del robo, y Ferrari no lo invita a participar, sino que, más bien, le imparte una suerte de orden:
Ferrari decidió que el asalto se haría el otro viernes. A mí me tocaría hacer de campana.23
Otro punto en común es la apelación a la fe o la pregunta por la confianza. Pero también aquí hay una sutil divergencia entre ambos autores.
En Arlt, el traicionado demanda la fidelidad del traidor:
—¿Decíme, che Rubio, sos de confianza o no sos?
—¿Y para preguntarme eso me has traído hasta acá?
—¿Pero sos o no sos?
—Mirá, Rengo, decíme, ¿me tenés fe?
—Sí_ yo te tengo_ pero decí, ¿se puede hablar con vos?
—Claro, hombre.24
En Borges, Ferrari da por sentada la fidelidad de Fischbein, pero, en todo caso, es éste quien demanda una palabra de ratificación del jefe:
Ya solos en la calle los dos, le pregunté a Ferrari:
—¿Usted me tiene fe?
—Sí —me contestó—. Sé que te portarás como un hombre.25
Nótese, por último, la notable semejanza que comparte una zona de ambos diálogos:
Arlt:
—Mirá, Rengo, decíme, ¿me tenés fe?
—Sí_ yo te tengo_
Borges:
—¿Usted me tiene fe?
—Sí —me contestó.
Pero aquí se produce una nueva discrepancia.
El Rengo aún duda:
—_pero decí, ¿se puede hablar con vos?
Francisco Ferrari ni siquiera puede rebajarse a imaginar que alguien se atrevería a traicionarlo:
—Sé que te portarás como un hombre.
e. La delación
El Rubio se presenta ante el ingeniero Arsenio Vitri, el que debería ser la víctima, y Fischbein, ante la policía.
Ambos solicitan reserva:
Bajando la voz le contesté:
—Perdóneme, señor, ante todo, ¿estamos solos?26
Le dije que venía a tratar con él un asunto confidencial.27
Ambos traidores son tratados con desprecio:
Vitri le dice al Rubio:
—Sí, ¿por qué ha traicionado a su compañero?, y sin motivo. ¿No le da vergüenza tener tan poca dignidad a sus años?28
Uno de los policías le pregunta a Fischbein
no sin sorna:
—¿Vos venís con esta denuncia porque te creés un buen ciudadano?29
f. Consecuencias de la traición
Arlt se extiende bastante en las circunstancias de la detención del Rengo por parte de la policía. Todas estas escenas son sórdidas y carecen de —digamos— «grandeza épica», lo cual está muy bien porque se corresponden con la personalidad del Rengo y con la pequeñez de la traición cometida.
El Rengo, diminuto delincuente,
vivía en un altillo de madera, en una casa de gente modesta.30
La encargada de la casa, una suerte de bruja medieval:
Era una vejezuela descarada y avara; envolvíase la cabeza con un pañuelo negro cuyas puntas se ataba bajo la barbilla. Sobre la frente caían vellones de pelos blancos, y su mandíbula se movía con increíble ligereza cuando hablaba.31
La detención del Rengo, en que éste parece una especie de rata perseguida o insecto dañino, constituye una escena penosa:
El hijo de la vejezuela, carnicero de oficio, enterado por su madre de lo que ocurría, cogió su bastón y se precipitó en persecución del Rengo.
A los treinta pasos le alcanzó. El Rengo corría arrastrando su pierna inútil, de pronto el bastón cayó sobre su brazo, volvió la cabeza y el palo resonó encima de su cráneo.
Aturdido por el golpe, intentó defenderse aún con una mano, pero el pesquisa que había llegado le hizo una zancadilla y otro bastonazo que le alcanzó en el hombro, terminó por derribarle. Cuando le pusieron cadenas el Rengo gritó con un gran grito de dolor.
—¡Ay, mamita! —después otro golpe le hizo callar y se le vio desaparecer en la calle oscura amarradas las muñecas por las cadenas que retorcían con rabia los agentes marchando a sus costados.32
Borges, fiel a sus costumbres sintéticas, narra así el trágico fin de Ferrari:
Ferrari había forzado la puerta y [los policías] pudieron entrar [en la fábrica] sin hacer ruido. Me aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados. Después salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los habían ardido a balazos.33
La traición del Rubio provoca el encarcelamiento, entre bastonazos y ruindades, del Rengo, «el hombre más noble que he conocido».34
La traición de Fischbein provoca la muerte, a balazos, de Ferrari, «un dios», «el osado, el fuerte».35
Astier justifica su acto así: «seré hermoso como Judas Iscariote. Toda la vida llevaré una pena_ una pena_».36
Fischbein lo hace de este modo: «El hecho es que Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad».37
En las justificaciones de uno y otro aparecen los títulos de los relatos, ya explícitamente (Judas Iscariote), ya en paráfrasis (yo no era digno).
5. Conclusión
En verdad, me he limitado a señalar sólo algunas de las muchas y muy ricas coincidencias y divergencias que interrelacionan ambos relatos. El límite no me lo pone el asunto —en el que queda, todavía, mucha tela para cortar— sino la extensión requerida para un trabajo de esta índole.
Me propuse demostrar —y acaso lo logré— que la obra de Arlt, o más circunscriptamente El juguete rabioso, o, más circunscriptamente aún, «Judas Iscariote», constituyó una lectura importante para Borges, hasta el punto de recordarlo —a veces, inclusive, con ajustadas semejanzas— nada menos que cuarenta y cuatro años más tarde.
En la página 33 de «El indigno» leemos:
En el departamento de Policía me hicieron esperar, pero al fin uno de los empleados, un tal Eald o Alt, me recibió.
Al respecto, vale la pena transcribir estas perspicaces líneas de Ricardo Piglia:
Ahora bien, dijo Renzi, el policía a quien el protagonista del cuento de Borges va a ver para delatar a su amigo se llama, en el relato de Borges, Alt. Sabés mejor que yo, sin duda, el significado que tienen los nombres en los textos de Borges, de modo que nadie me hará creer que ese apellido, con esa R que falta, letra inicial, diría yo, de otro nombre, con esa R justamente que falta, está puesto ahí por azar.38
Ese nombre Alt, con la R fugitiva de Roberto, constituye una de las señales que nos da Borges de la afinidad entre ambos relatos.
Acaso la otra señal sea ésta: si remontamos el mítico arroyo Maldonado, que, en Villa Crespo, corre muy cerca de la lúgubre fábrica en que Francisco Ferrari fue acribillado por la policía a causa de la traición de Santiago Fischbein, pasaremos, en Villa General Mitre, por la esquina de la lúgubre casa en que el Rengo Antonio fue atrapado por la policía a causa de la traición de Silvio Astier.
Notas:
- Veamos qué dice Borges al respecto: «[_] Fue un poco una broma como la polémica de Florida y Boedo, por ejemplo, que veo que se toma en serio ahora, pero no hubo tal polémica ni tales grupos ni nada. Todo eso lo organizaron Ernesto Palacio y Roberto Mariani. Pensaron que en París había cenáculos literarios, que podía servir para la publicidad el hecho de que hubiera dos grupos enemigos, hostiles. Entonces se constituyeron los dos grupos. En aquel tiempo yo escribía poesía sobre las orillas de Buenos Aires, los suburbios. Entonces yo pregunté: ‘¿Cuáles son los dos grupos?’. ‘Florida y Boedo’, me dijeron. Yo nunca había oído hablar de la calle Boedo, aunque vivía en Bulnes, que es la continuación de Boedo. ‘Bueno’, dije, ‘¿y qué representan?’. ‘Florida, el centro, y Boedo sería las afueras’. ‘Bueno’, les dije, ‘inscríbanme en el grupo de Boedo’. ‘Es que ya es tarde: vos ya estás en el de Florida’. ‘Bueno’, dije, ‘total, ¿qué importancia tiene la topografía?’. La prueba está, por ejemplo, en que un escritor como Arlt perteneció a los dos grupos; un escritor como Olivari, también. Nosotros nunca tomamos en serio eso. Y, en cambio, ahora yo veo que lo han tomado en serio, y que hasta se toman exámenes sobre eso». Sorrentino, Fernando, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Casa Pardo, 1974, págs. 16-17; nueva edición, con notas revisadas y actualizadas: Buenos Aires, El Ateneo, 1996, págs. 26-27.
- Historia universal de la infamia, «Prólogo a la edición de 1954». Este tímido Borges narrador de 1935 será en 1941 el prodigioso hacedor de El jardín de senderos que se bifurcan, obra con la cual ingresa en el mundo ficcional que podríamos denominar «más propiamente borgeano» y que se extiende por todo el resto de su creación posterior.
- Bastante tiempo después de redactado este trabajo, conocí, gracias a la revista La Maga —que lo reprodujo tomándolo del libro Arlt y la crítica (1926-1990), de Omar Borré; éste, a su vez, lo había hallado en la revista La Literatura Argentina, agosto de 1929—, un reportaje a Roberto Arlt, desbordante de opiniones, en general desdeñosas, sobre muchos escritores argentinos. Los pasajes en que Arlt se refiere a Borges son cinco:
- «Podríamos entonces dividir a los escritores argentinos en tres categorías: españolizantes, afrancesados y rusófilos. Entre los primeros encontramos a Banchs, Capdevila, Bernárdez, Borges; [_].»
- «¿Escritores que tienen más fama de lo que merecen? [_]. Pues Larreta; Ortiz Echagüe, que no es escritor ni nada; Cancela, que se ha hecho el tren con el suplemento literario de La Nación; Borges, que no tiene obra todavía.» [Sabemos que, al 31 de diciembre de 1929, Borges tenía publicados seis libros: Fervor de Buenos Aires (1923), Inquisiciones (1925), Luna de enfrente (1925), El tamaño de mi esperanza (1926), El idioma de los argentinos (1928), Cuaderno San Martín (1929).]
- «Los libros más interesantes de este grupo [Florida] son Cuentos para una inglesa desesperada, Tierra amanecida, La musa de la mala pata y Miseria de quinta edición. De Bernárdez podría citar algunos poemas y de Borges unos ensayos.»
- «Entendería como escritores desorientados a aquellos que tienen una herramienta para trabajar, pero a quienes les falta material sobre el que desarrollar sus habilidades. Éstos son Bernárdez, Borges, Mariani, Córdova Iturburu, Raúl González Tuñón, Pondal Ríos.»
- «Borges ha perdido tanto el tino que ahora está escribiendo_ un sainete. ¡Imagínense de [sic] cómo saldrá eso!»
(Revista La Maga, 18 de septiembre de 1996, págs. 36-37.)
En resumen, según Arlt, en 1929 Borges era españolizante, desatinado, sainetero, sin obra, autor de unos ensayos e injustamente famoso.
- Evaristo Carriego, «Prólogo» [de 1955].
- Se podrían colmar unas cuantas carillas con palabras provenientes de libros traducidos a algunos de los españoles de España, palabras estrictamente «literarias», que no pueden tener lugar en la lengua hablada de la Argentina y que sólo pueden pronunciarse con una sonrisa indicadora de la conciencia que se tiene de su extravagancia. He aquí unas pocas: pelafustán, bigardón, chirigota, jaquetón, chuscada, granujería, barragana. Por otra parte, hasta tal punto Arlt era una suerte de «extranjero lingüístico», que no podía percibir el «sabor» y la «temperatura» de ciertas palabras usuales, que él, al parecer, tomaba por «incorrectas», según indica el hecho de que las colocase —aunque no sistemáticamente— entre comillas; por ejemplo, entrecomilla shofica [rufián], chorro [ladrón], cana [policía], etc., pero no amuré, bagayito, junado, etc. Otra cosa curiosa: entrecomilla bení [vení], porque, sin duda, Arlt imaginaba que, en español, las letras be y ve representan dos fonemas distintos, y que lo académico es pronunciar la última como labiodental. Estas particularidades —y otras muchas que no es del caso examinar aquí— fortalecen la idea de que el lenguaje de Arlt no respondía a las pautas del español medio de Buenos Aires de su época.
- Sorrentino, F., 1ª ed., págs. 76-77; 2ª ed., págs. 150-151.
- Borges, Jorge Luis, El informe de Brodie, Buenos Aires, Emecé Editores, 1970. Casi con las mismas palabras me había dicho a mí, en el año 1969, durante la grabación de las Siete conversaciones: «Y recuerdo una anécdota bastante buena de Arlt, a quien conocí algo, pero no mucho. Los hermanos González Tuñón lo acusaban a Arlt de ignorar el lunfardo. Y entonces Arlt contestó —es la única broma que le he oído a Arlt: claro que yo he hablado muy poco con él—: ‘Bueno’, dijo, ‘yo me he criado entre gente humilde, en Villa Luro, entre malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas’, como indicando que el lunfardo era una invención de los saineteros o de los que escriben letras de tango. ‘Yo me he criado entre malevos y no he tenido tiempo de estudiar esas cosas’: y yo, que he conocido algo a los malevos, he observado —cualquiera puede observarlo— que casi nunca usan el lunfardo. O no sé: usarán una palabra de vez en cuando». Sorrentino, F., 1ª ed., págs. 26-27; 2ª ed., pág. 43.
Como en aquella época yo vivía relativamente cerca de Raúl González Tuñón, le hice conocer este comentario de Borges, y González Tuñón le restó total validez: «En primer lugar, ni Enrique ni yo jamás le reprochamos tal cosa a Arlt (¿qué podía importarnos?); en segundo lugar, Arlt era una persona muy tosca, incapaz de contestar con esa sutileza. Esto ha de ser un invento de Borges». Vemos que, en el «Prólogo» de El informe de Brodie, ya Borges no emplea el sujeto expreso: «a Roberto Arlt le echaron en cara_». - En el capítulo IV de la novela Respiración artificial (1980), Ricardo Piglia aprovecha para insertar, en el marco de una conversación entre amigos, una serie de reflexiones muy inteligentes —aunque no siempre masiva ni fácilmente aceptables— en torno de diversos aspectos de la literatura argentina. Para nuestro caso, me interesa citar estas líneas: «No creo, por lo demás, que Borges se haya tomado jamás el trabajo de leerlo, dijo Marconi. ¿De leer a Arlt?, dijo Renzi, no creas. No creas, dijo. Mirá, vos te debés acordar, estoy seguro, de ese cuento de El informe de Brodie que se llama ‘El indigno’. Releélo, hacé el favor y vas a ver. Es El juguete rabioso. Quiero decir, dijo Renzi, una transposición típicamente borgeana, esto es, una miniatura, del tema de El juguete rabioso«. Piglia, Ricardo, Respiración artificial, Buenos Aires, Sudamericana, ed. 1988, págs. 172-173.
En realidad, yo no diría que «El indigno» es una transposición del tema de El juguete rabioso. El tema de El juguete rabioso es, justamente, «el juguete rabioso», es decir, el desgastante encadenamiento de fracasos y frustraciones que padece el protagonista. «El indigno», en cambio, es sólo la reelaboración de un preciso episodio que forma parte de una unidad mayor (el capítulo «Judas Iscariote»), que, a su vez, forma parte de otra unidad mayor (la novela El juguete rabioso). - «Desde esa tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban».
- Recuerdo también, con grata nostalgia, La barra de la esquina (1950), película dirigida por Julio Saraceni y protagonizada por Alberto Castillo y María Concepción César.
- Quizá no sea ocioso aclarar que el verbo joder no tiene en la Argentina connotación sexual, sino que significa sólo «molestar, fastidiar, perjudicar». De cualquier manera, aunque de uso difundidísimo, es palabra mal sonante y que no puede pronunciarse en ciertos ambientes.
- Pág. 163: Arlt, Roberto, Novelas completas y cuentos, tomo I, Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1963.
- Borges, J. L., op. cit., pág. 27.
- Arlt, R., op. cit., págs. 147-148.
- No por azar ubicó Alberto Vacarezza en Villa Crespo su celebérrimo sainete El conventillo de La Paloma (1929), donde convivían, en caricaturas lingüísticas, españoles, italianos, judíos y árabes, amén de los compadres y compadritos argentinos.
- Por haberse cambiado el nombre de la primera calle, Triunvirato y Thames equivale hoy a Corrientes y Thames, en pleno corazón de Villa Crespo. Esa esquina parece serle particularmente grata a Borges, pues la menciona también en la milonga «El títere» (Para las seis cuerdas, 1965): «Un balazo lo tumbó / en Thames y Triunvirato; / se mudó a un barrio vecino, / el de la Quinta del Ñato». Es decir, al relativamente cercano Cementerio del Oeste, en el barrio de la Chacarita.
- Borges, J. L., op. cit., pág. 32.
- Arlt, R., op. cit., pág. 148.
- Arlt, R., op. cit., pág. 134.
- Por ejemplo, la obra teatral Un guapo del 900 (1940), de Samuel Eichelbaum, y sus dos versiones fílmicas, dirigidas por Leopoldo Torre Nilsson (1960) y Lautaro Murúa (1971), con sus respectivos «guapos»: Alfredo Alcón y Jorge Salcedo. Además, hubo previamente (1952) una versión inconclusa y, al parecer, perdida para siempre, dirigida por Lucas Demare, con Pedro Maratea en el papel protagónico.
- Borges, J. L., op. cit., págs. 27-28.
- Arlt, R., op. cit., pág. 142.
- Borges, J. L., op. cit., pág. 32.
- Arlt, R., op. cit., pág. 140.
- Borges, J. L., op. cit., pág. 32.
- Arlt, R., op. cit., pág. 149.
- Borges, J. L., op. cit., pág. 33.
- Arlt, R., op. cit., pág. 153.
- Borges, J. L., op. cit., pág. 33.
- Arlt, R., op. cit., pág. 150.
- Arlt, R., op. cit., pág. 151.
- Arlt, R., op. cit., pág. 152.
- Borges, J. L., op. cit., pág. 34.
- Arlt, R., op. cit., pág. 146.
- Borges, J. L., op. cit., pág. 31.
- Arlt, R., op. cit., pág. 147.
- Borges, J. L., op. cit., pág. 31.
- Piglia, Ricardo, Respiración artificial, Buenos Aires, Sudamericana, ed. 1988, pág. 173. Dicho sea de paso, en la misma página leemos: «Es como decir que Borges le puso porque sí Beatriz Viterbo a la mina de El Aleph o que en ese cuento Daneri no es una contracción de Dante Alighieri». A idéntica conclusión que Piglia había llegado el ensayista italiano Roberto Paoli (Borges. Percorsi di significato, Messina-Firenze, Casa Editrice D’Anna, 1977, pág. 26).