El primer largo de John Cassavetes (New York 1929 – Los Angeles 1989), Shadows (1959), provocó las críticas de varios personajes de la escena artística alternativa -como Jonas Mekas-, debido a las modificaciones que hizo el director con respecto a su primera versión. Los cuestionamientos señalaban lo concesiva que era la nueva edición con el gusto de los grandes estudios.
Pero la nueva orientación tampoco cambió el efecto que tendría en su país, apenas reseñada en los medios especializados y masivos, la cinta casi pasó desapercibida. En contrapartida, fue celebrada en Europa, obteniendo el premio de la crítica en el Festival de Venecia en 1960. La película relata las rutinas y avatares en la vida de tres hermanos afroamericanos, estancados entre derivas e indefiniciones, conviviendo en un ambiente en que el racismo atraviesa las relaciones interpersonales y las oportunidades que la sociedad de su tiempo ofrecía, parecían escasear o diluirse.
La historia centrada en los hermanos Hugh, Ben y Lelia, es narrada con un ritmo discontinuo, sobresaltado la mayor parte del tiempo, que baja de intensidad en las secuencias reflexivas y afectivas, como una suerte de intermedios, más parecidos a los intervalos entre un tono y otro[1], momentos de descanso antes de que continúe la acción. Aquella acción se representa no sólo con los cuerpos que avanzan nerviosos y afectados, muy gráfico en el personaje de Ben y su marcha frenética, incansable por la noche, por sus diversiones y posibilidades (sexuales) –con un estilo de actuación de reconocible parecido a otros jóvenes actores de su época-; sino también en los discursos, en las conversaciones que abordan todos los ángulos de un mismo tema, ¿quién soy?, y que se agolpan tratando de cerrar cualquier resquicio sobre sí mismos. Sin embargo el efecto que consiguen resulta ser opuesto. Los nuevos clubes, los saberes académicos que se recuerdan, los libros que se han leído, la música de moda, los amigos mutuos, los influyentes: todo aquello denota la fragilidad de sus máscaras, la inestabilidad de una perorata interminable que intenta superar, sin mucho éxito, los conflictos sociales en los que se mueven.
Cassavetes expone la manera compleja en que sus personajes se relacionan con el racismo. Espacios de contraste. La casa de los hermanos congrega en cada reunión una variopinta bohemia artística que parece desconocer los prejuicios del espacio más amplio. Afuera, Hugh soportará las humillaciones en los clubes de blancos, sólo por conservar el empleo; mientras Ben se evade saliendo con sus amigos, haciendo evidente su preferencia por las mujeres blancas -en una fiesta reaccionará con violencia al ser abordado por una mujer negra.
Por su parte, Lelia imagina una historia de amor con Tony, aun cuando parece adivinar cuál será la reacción del tipo al enterarse de su ascendencia afroamericana. La cámara sigue a cada rostro enfrentado a circunstancias que los desbordan y denigran. Nadie elabora una explicación o condena, la salida siempre es un desplazamiento: la huida, los devaneos, las distracciones con los amigos, la vuelta al hogar, la protección del entorno. Y el juego, incluso cuando alguno quiere tocar un tema más serio (el trabajo o probar suerte en otra ciudad), reduce la tensión o la posterga.
Shadows está construida a base de secuencias cortas y de saltos constantes. Los personajes se mueven, y aunque no se les muestra yendo de un lado a otro todo el tiempo, siempre están en algún lugar nuevo, o en la calle, o en breves paseos, como si el filme tuviera que dejar constancia de esa energía con la cual los jóvenes tratan de salir adelante entre lo imprevisible y lo precario, ya sea para buscar algo en concreto o sólo para ver qué pasa. El salto entre secuencia y secuencia y entre ambiente y ambiente, figura el movimiento de ese andar ansioso, deseante y esperanzado. (Y como en las palabras proferidas, denota cierto resquebrajamiento).
Pero también Shadows es una película de rostros que sirven como estaciones de reposo –como se dijo antes. Sin embargo, la emoción proyectada en esos momentos reflexivos, tiende a desvanecerse con la velocidad de los acontecimientos. Sin romper la continuidad, los personajes se rehacen, no desde el principio, pero sí desde algún lugar menos complicado para afrontar lo que siga.
La cara turbada de una bella muchacha decepcionada, el talante inclinado cuando la resaca agobia, los incomprensibles gestos del representante tratando de dar ánimos: llegan hasta ahí. Nada se desarrolla, más bien parece diluirse. Pero la impulsividad de los jóvenes los hace seguir la marcha, como la vuelta a la noche que realiza Ben después de la golpiza del día anterior. No hay tiempo para lamentarse, las cosas pueden salir o no. Final abierto. Con la música de Shafi Hadi y Charles Mingus, Cassavetes termina el filme aclarando al público que lo que acaban de ver ha sido producto de una improvisación.
[1] De cierta manera la película está influenciada por el Jazz.