Cineasta, poeta y docente, el portugués António Reis (1927 -1991), junto a su esposa, la psiquiatra Margarida Cordeiro (1939) –con quien dirigió la mayoría de sus trabajos-, participaron del movimiento de renovación cinematográfico en su país, con una obra centrada en historias de hombres y mujeres vinculados al campo. Jaime (1974), primera cinta de la pareja, es un documental que se acerca a la vida del interno Jaime Fernandes en el hospital psiquiátrico Miguel Bombarda, quien a los sesenta años comienza una obra pictórica que desarrollará hasta el día de su muerte, nueve años después.
Película cargada de alegorías, explora el tema del encierro y el tiempo que allí acontece, y relaciona la experiencia de Jaime-paciente con la vida rural -imágenes del trabajo y del paisaje evocador (las flores, el agua, los pastos)-, las rutinas del hospital y la sequedad de sus ambientes. Entrelazados, vemos documentos, pinturas y dibujos, restos del pasado junto a señales y augurios, por donde el artista y el loco, dejan constancia de su mirada, de sus ideas, y del efecto que el contexto histórico tuvo en él.
Una cámara ingresa al manicomio a través del agujero de una puerta. Se asoma, y en silencio, entra a un patio donde pasean internos y enfermeros. Algunos juegan, otros sólo descansan sentados, mirando fijamente a cualquier parte. (Luego las figuras se confunden en sombras proyectadas sobre una pared). Es un tiempo quieto, relajado. Entonces irrumpe la canción de Armstrong y la cámara entra al edificio, paseando su ojo por habitaciones y pasillos vacíos, baños que parecen no haber sido usados y mesas ordenadas para comidas que no presenciaremos. Un ritmo paciente y melancólico envuelve esas secuencias, como si dentro de esos muros, se respirara la condena, el alejamiento, un encierro cargado de clima mortuorio. A esas imágenes se contraponen aquellas del río, el campo y sus flores. En la primera de estas, la corriente es un flujo que recorre el paisaje, dejando los pedazos de una embarcación como indicio de su fuerza. Un fluir constante que parece no acabarse –ni puede ser contenido-, y que acompaña a los campesinos y pastores en sus faenas o a los pescadores recogiendo sus redes. Ese flujo inaprensible da vida.
Margarida Cordeiro y Antonio Reis.
El campo otorga bastedad a la mirada, prescindiendo de los límites usuales de la sociedad y el orden. Las flores pintan los paisajes y también resisten al viento. Algunos planos se detienen en ellas, otros, en los pastos. En ambos hay una sensación de inconmensurabilidad, de una naturaleza que nos excede, que se prolonga por fuera de los límites edificados del hospital, pero que también lo penetra, a través de sus elementos. La naturaleza cerca la casa de los locos.
A las secuencias de los exteriores e interiores –del manicomio-, se aúnan visiones sobre el dolor y el recuerdo. Así, desde el ojo de un burro se abre todo un simbolismo -de difícil traducción-, que combina imágenes de cabras, manzanas colgadas del techo, la despensa de una casa, y un paraguas abierto en medio de una habitación o una sala –este último, reconocible signo de mala suerte. Luego, en la penumbra, la voz afectada de la viuda de Jaime Fernandes -hablando de su esposo-, terminará con un temblor nervioso, producto del sufrimiento, y a su vez, síntoma de un posible delirio.
Cartas, cuadernos, reportes hospitalarios, mostrados a través de fragmentos, citas, como declaraciones o anuncios de causas pasadas y futuros sombríos. A esas sentencias, se yuxtaponen las imágenes de los dibujos –y pinturas-, la obra del artista, donde la memoria familiar, el trabajo de la pesca y de la cosecha, aparecen asediados por el peligro, la amenaza de los uniformes, el encierro y la muerte. (Sus personajes consisten en una extraña colección de bestias de ojos saltones, junto a trazos superpuestos de formas geométricas –casas, iglesias, recintos, habitaciones-, y algunas escenas alegóricas, que al ser envueltas en la opresiva música de Stockhausen, sugieren la pesadilla, el horror o lo siniestro freudiano).
Hay en la película de Reis un cambio en el tono del relato, en la truculencia de los sucesos de la locura y el encierro. Se nota en el momento en que los internos son llevados al corte de pelo. Mientras en la fila esperan su turno con el barbero, se desliza la comprensión, la pena, incluso parece desprenderse del cuadro, alguna intensión por devolverles parte de su dignidad. Luego la película salta de nuevo a la obra de Jaime, esta vez vista con un tono más neutro: los mismos dibujos que antes produjeran aprensión, aparecen colgados sobre la pared, más pequeños, menos atemorizantes. El tono más alegre que antecede al final –con la música barroca de Telemann-, pareciera tomar distancia de lo que se ha visto a lo largo de casi cuarenta minutos. Entonces, de golpe, retorna el silencio, y la cámara, como saliendo de un breve ensueño, mira perpleja los dibujos, se aleja, encuentra una ventana y se queda en ella, ¿una salida? ¿Un recordatorio del encierro?
Documental comprometido en un proceso discontinuo de reconstrucción, a partir de los restos de una vida, de la obra dejada, de los trozos de existencia cargados de los lugares que lo albergaron, que lo conminaron, de las imágenes entrelazadas con palabras. La conclusión de ese proceso puede ser el último plano, una foto deteriorada en blanco y negro, en donde regresa el rostro del protagonista.