Una de las primeras obras de Chantal Akerman (Bruselas, 1950 – París, 2015), Hotel Monterey (1972), es un trabajo de exploración y observación meticulosa, que prescinde del sonido, sobre el establecimiento del título, una modesta residencia neoyorquina, refugio de artistas marginales, desheredados, de gente pobre que aún no ha sido arrojada a la calle.
La cámara fija –predominante en la película -, principia la inspección en el vestíbulo del hotel, mostrando personas registrándose en la recepción, otras esperando, sentadas o de pie, conversando o sólo mirando lo que sucede. Las imágenes propuestas casi son introductorias: prevalece el espacio abarrotado, el tránsito de grupos, el bullicio –que fácilmente se intuye-, todo nos habla de la vivacidad de esos primeros pisos, incluso cuando los planos se hacen desde el ascensor y los rostros de los que viajan se ven incómodos por ir apretados o se fastidian cuando se abren las puertas y tienen que evaluar si caben o no en el cubículo. Luego sobreviene el cambio, desaparecerán las aglomeraciones. La cámara estática filma pasillos solitarios, columnas, la geometría de la arquitectura; la oscuridad de esos corredores, o su penumbra, y los colores de los botones del sube-baja que apenas parecen destellos en la negrura de esos pisos. De esa oscuridad surgen las habitaciones y sus personajes. Un cuarto, una cama ordenada, un durmiente; un hombre mayor sentado en su pieza desordenada, mira tranquilamente; una mujer embarazada vista desde el pasillo; otros cuartos, un baño -¿común?-, extrañamente luminoso. La aparición de estos individuos -y objetos-, enmarcados en sus habitaciones, compuestos como escenas pictóricas, son imágenes investidas de una familiaridad ajena o distante, una quietud, un retraimiento, que podríamos decir teñido también de cierta tristeza y aire de abandono.
Desde el inicio, la composición del encuadre utiliza elementos del ambiente hotelero, diversos bordes como muros, rejas, vigas, marcos de puertas, intervienen en la conformación del plano, lo definen o recortan, enfatizando así su proceso exploratorio, lo reflexiva de su apuesta, su atención a cada objeto frente a la lente, detallista en cada segmento. La posición fija de la cámara postula un tiempo de espera, de observación atenta frente a lo que acontece o pudiera ocurrir. (Aunque de hecho no ocurra demasiado y sea más bien el tiempo transcurrido el que llena todo el plano, el que parece habitar esos espacios largos y profundos o el que inviste a los sujetos compartimentados).
Más adelante la cámara empezará a desplazarse de manera lenta, con movimientos reiterativos. Ya no será sólo la visión de lo que se presenta enfrente –contemplación-, o los personajes en sus pequeños recuadros, sino los explícitos recorridos del espacio. De noche, la cámara avanza hacia el fondo de otro corredor oscuro hasta dar con una ventana. Al llegar, retrocederá hasta cierto punto del corredor y repetirá el acercamiento. De nuevo en la ventana, se enfocará en la calle y en el tránsito que se ve pequeño, distante, aunque sólo será un vistazo. Volverá de día, rehaciendo los pasos hechos, acaso verificando los efectos de la luz natural. A pleno sol, el paisaje ha perdido su misterio. La cámara irá al encuentro, tanteará el terreno e intentará experimentar la mirada de los habitantes de ese inmueble –o quizás del inmueble mismo-, como en esas vistas a través de las ventanas, pero también desde los techos, observando el cielo, otros edificios, las corrientes de agua, la ciudad toda.
La exploración que del edificio y sus habitantes hace la directora produce el significado de unas vidas centradas en la soledad y el desamparo, a pesar del movimiento y alboroto que se ve al inicio, en la recepción del hotel. A medida que el registro se interna por corredores, escaleras, techos, habitaciones, el silencio cobra más sentido –aunque no oigamos nada durante toda la película-; aquellos espacios remarcarán su calidad de tránsito, de refugio, lugar de reposo se diría, en donde sin embargo sus habitantes parecen estar varados y entonces se muestran como aquellos fantasmas perfectamente enmarcados en sus cuartos o como figuras de un pasado que no reconocemos, pero que están allí, abandonados en esos pisos por los que nadie parece circular. Así, un sentido conexo recorre los planos que se hacen del exterior, cuando se filma lo que ocurre fuera del edificio, paseando una mirada curiosa y al mismo tiempo insegura, resguardada, siempre con la presencia de algún fragmento (de una reja, de un muro, de una esquina) del hotel, apareciendo en su campo visual, como contextualizando la visión, y estableciendo ese contraste entre los que se encuentran adentro y la calle, o el exterior, ese espacio que cambia con la luz, que inspira tranquilidad y confianza una mañana cualquiera o sugiere aventura y peligros en el ajetreo nocturno.