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Gustavo Faverón rompe su silencio y lo niega todo

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Aquí reproducimos la respuesta de Gustavo Faverón, después  de días de silenció, el denunciado por acoso  en la redes sociales se pronuncia en su blog Puente Aéreo.

ESCRIBE GUSTAVO FAVERÓN

Queridos amigos, seguidores y lectores.

 

Me veo forzado a dar una respuesta ante la avalancha de acusaciones falsas contra mí, las que, pese a no estar avaladas por evidencias apropiadas, inundan en estos días las diferentes redes sociales e incluso la prensa. Escribo no solo para rechazar las acusaciones de acoso, lo que ya había hecho antes, sino también para detallar lo que realmente sucedió en los casos donde quienes acusan han colocado un nombre (sea este real o inventado), y han descrito circunstancias y actos que nunca ocurrieron, o que ocurrieron de maneras completamente distintas.

 

Muchos se han preguntado, razonablemente, por qué mi primera reacción ante las acusaciones de los últimos días fue cerrar mis cuentas en redes sociales. Las razones son muchas. La más obvia: a lo largo de los últimos años yo he denunciado en varias oportunidades públicamente el hackeo de mis cuentas, mis lectores lo recordarán.

 

Las consecuencias de un hackeo son incalculables: alguien que tiene acceso a una cuenta ajena no solo puede tomar de ella toda la información que encuentre, desde conversaciones hasta fotografías privadas (como la fotografía de mi hija de cinco años que circula photoshopeada en Twitter desde hace varios días, y que estaba en un álbum restringido), sino que también puede borrar todo lo que quiera, añadir todo lo que quiera, sostener conversaciones y luego borrarlas e incluso sostener conversaciones, borrarlas y acto seguido bloquear al destinatario de las conversaciones (e incluso desactivar la cuenta del destinatario, si es una cuenta abierta por el hacker), de modo que no quede huella alguna, en la cuenta hackeada, de la actividad sostenida.

 

Como mis lectores recordarán sin duda, mis denuncias de hackeo de mis cuentas se han dado a lo largo de años, la penúltima en el 2015 y la última durante la reciente campaña electoral. También recordarán que hubo un periodo en el 2014 cuando denuncié que no tenía acceso a mi propio muro de Facebook, y otro momento en que denuncié que mi página desapareció durante dos días y que, al recuperarla, encontré notificaciones de Facebook de que ciertos posts habían sido removidos por tener contenidos censurables (eran posts sobre política, dicho sea de paso).

 

Por otro lado, despertarse un día y encontrar una cantidad inimaginable de mensajes insultantes, amenazas (incluidas amenazas de muerte), chismes, un ejército de trolls y cuentas robot de Twitter, una multitud de cuentas de Facebook falsas con mi nombre y un sitio online en el que se pedía que cualquiera “compartiera” sus historias de haber sido acosado por mí resulta abrumador y materialmente imposible de responder. No puedo contestar a miles de acusadores simultáneamente, más allá de decir lo que dije en mi único post sobre este tema, que estuvo publicado en Facebook varias horas.

 

Pasaré ahora a describir la naturaleza de las acusaciones y cuál ha sido la reacción mediática frente a ellas. En primer lugar, la enormidad de acusaciones y de rebotes.

 

Las acusaciones estaban basadas en conversaciones de Twitter, conversaciones de Facebook, mensajes directos y mensajes de texto que yo no había sostenido —por eso mi primer cálculo, ingenuo, fue que tan pronto como se descubriera la falsedad se desmoronarían los rumores—. A esto debo añadir una cosa que quizás mis críticos no han considerado nunca: mis cuentas en redes sociales sumaban 120 mil personas, entre “amigos” y “seguidores”, además de decenas de miles de personas que me escriben mensajes a través de mi cuenta de “figura pública”. Yo no soy capaz de identificar sino a una proporción muy pequeña de esas 120 mil personas, pero mis lectores saben que hago el intento de contestar los mensajes que recibo, salvo que sean estrambóticos o impracticables o excedan mi capacidad de respuesta.

 

A una cantidad enorme de personas que fueron admitidas en mis redes les di la bienvenida personalmente, con mensajes de saludo que muchas veces derivaron en breves conversaciones. Mis lectores que recuerden eso pueden dar fe de que es verdad. Eso lo vi siempre como un gesto de cortesía, y así fue visto, creo, por la mayor parte de quienes recibieron esos comentarios. Sus primeras respuestas casi siempre fueron “gracias, por admitirme, señor Faverón”. Mi réplica, casi sin excepciones fue: “el único requisito en este muro es que no me llames señor, llámame Gustavo”. En los últimos días me he encontrado, tristemente, con mucha gente que dice que eso era un comentario malintencionado. No lo era. Era, simplemente, una muestra de cordialidad, que fue idéntica para hombres y mujeres.

 

También hay algunas personas que dicen que les pedí que me enviaran selfies. Es cierto. Mi Facebook contenía, de hecho, un álbum público en el que reunía fotografías de mis lectores, muchas veces posando con algún libro mío. Como ahora hay que aclararlo todo, debo decir que esas fotografías eran de hombres y mujeres, en algunos casos de grupos, casi siempre de gente a la que yo no conozco y cada vez que recibí una fue una gran alegría para mí, porque me entusiasma que la relación entre un escritor y sus lectores pueda ir más allá de la lectura.

 

Mucha gente me escribe para que les dé una mano promoviendo campañas de derechos humanos o causas afines, para denunciar casos de corrupción, para que les explique o les dé mi punto de vista sobre cosas que ocurren en la política peruana. Como saben ustedes, en un número enorme de casos, no solo los he atendido, sino que además me he comprometido con sus causas: ustedes han visto esos posts. Mucha gente joven me escribe para preguntarme cosas sobre sus carreras: chicos y chicas que quieren ser escritores o que estudian literatura o periodismo y a veces se quejan del mal nivel de sus universidades (sobre todo los estudiantes de periodismo), chicos que quieren postular a hacer estudios en el extranjero y quieren que los aconseje. A esas personas les hago caso de manera especial. No exagero al decir que alrededor de un centenar de estudiantes de periodismo solo en los últimos dos o tres años me han escrito para hacerme entrevistas para sus cursos, y que he concedido una gran cantidad de ellas.

 

Cuando he estado en Estados Unidos, he pedido que me manden las preguntas por correo; cuando me han pedido que les hable por Skype les he insistido en que sean por escrito: mis amigos saben que le tengo aversión a tres cosas: las llamadas telefónicas (nunca hago llamadas telefónicas salvo casos de emergencia); los celulares (que incluso me negué a tener hasta que nació mi hija y se hizo necesario); y aparecer en pantallas, razón por la cual me he negado sistemáticamente durante toda mi vida a entrevistas televisivas, excepto cuando han sido programadaspor los editores de mis libros como parte de las campañas de lanzamiento (y han sido muy pocas).

 

Por ahí alguien ha escrito sobre mi irrefrenable deseo de ser famoso. En los últimos años, sin embargo, he rechazado entrevistas de casi cualquier canal de televisión debido a mi fobia a esos medios de comunicación. Los productores que me invitaron saben que es cierto. Sé que esto lo están leyendo muchas personas que me han pedido conversaciones vía Skype, incluso por trabajo, y a quienes les he dicho que no. Lo menciono porque entre las acusaciones contra mí existen algunas que dicen que los supuestos acosos fueron vía Skype. Soy conocido mediáticamente, pero soy naturalmente adverso a los medios de comunicación, sobre todo los audiovisuales, tan paradójico como eso pueda sonar. Alguien que quiere ser famoso no rechaza entrevistas televisivas de modo sistemático, y alguien que quiere acosar mujeres no rechaza sus conversaciones vía Skype.

 

Por cierto, algunas de las acusaciones hablan de llamadas o chats vía smartphone desde el año 2009. Yo nunca tuve un teléfono celular hasta febrero del 2011, y solo en Estados Unidos, y quien quiera rastrear si eso es cierto o falso, supongo yo, tendrá maneras de hacerlo. Cuando he estado en Lima, he respondido esas entrevistas en persona. Dado que yo, cuando paso un tiempo en Lima, me quedo en casas de amigos o en hoteles, he pedido que esas entrevistas sean en cafés, en bares o incluso en parques, por razones obvias. Sin embargo, algunas veces he aceptado que las entrevistas sean en la casa donde me estuviera quedando. Y periodistas y chicos y chicas universitarios han acudido, y casi siempre han conocido allí a mi familia.

 

Otra razón para cerrar mis cuentas y dejar de responder debería ser clara para quienes saben cuáles han sido mis actividades mediáticas relacionadas con la crítica de la política y de la cultura peruana en los últimos años, actividades que están más que ilustradas en mi libro más reciente: Puente aéreo (2016). Casi no hay un solo medio de comunicaciones relevante en el Perú al que yo no haya criticado en los últimos años, por su mediocridad, por su apoyo a la dictadura fujimorista, por la banalización que operan sobre temas serios, por su parcialidad con candidatos que representan la corrupción en el Perú, etc. Y, fiel a mi estilo, mis críticas no han sido a media voz, sino en voz alta y con nombres propios. Si quieren hacerse una lista mental de las personas que me detestan en el Perú por mis críticas pueden comenzar ahora y no acabarán hasta dentro de varios días. Eso me hizo ver que cualquier cosa que yo dijera a un medio de comunicaciones podría ser tomada en mi contra.

 

La verdad es que mi decisión de no dar entrevistas (decisión que tomé pero que no hice pública) fue inútil, porque, de todas maneras, todos los medios que han publicado sobre este tema (excepto uno) lo han hecho sin siquiera pedirme una entrevista, una conversación, un descargo, o al menos mi punto de vista general sobre el asunto (recién hoy he recibido dos correos en ese sentido). Los estudiantes de periodismo saben que eso es una falta ética elemental: cuando alguien es acusado se entrevista al acusador y también al acusado. No hacerlo es una violación de la ética periodística: los periodistas peruanos parecen no haber pasado nunca por el curso de deontología periodística, cuya primera lección es esa.

 

Ustedes han visto cómo varios de los periodistas más poderosos del Perú han escrito columnas en las que han asumido que toda acusación en mi contra es real, pero ninguno de ellos ha investigado si lo es (uno de ellos publicó una columna horas si no es que minutos después de que estalló el escándalo, lo cual resulta, además, sospechoso). Eso se llama linchamiento mediático. No se llama periodismo. Más aun cuando la acusación en la que se basaron fue la de alguien llamado «Julieta Vigueras», cuya existencia, hasta donde sé, sigue en duda. La única publicación peruana que pidió entrevistarme fue la revista Caretas. Yo decliné la entrevista por un solo motivo: confié en que esa revista escribiría un reportaje neutral, sin encender hogueras, escuchando las denuncias, sí, pero también haciendo notar sus puntos débiles. No me equivoqué. Pero la reacción general al artículo de Caretas fue decir que era un artículo parcializado en mi favor. Si ese artículo hubiera sido acompañado por una entrevista a mí, la reacción de la masa de acusadores de las redes sociales hubiera sido afirmar que la revista se había vendido a mí. Me alegro de no haber dado esa entrevista.

 

En este momento la ley de facto parece otra: cualquiera que exprese una duda sobre las acusaciones es inmediatamente acusado de algo. Le ha pasado a la periodista María Luisa del Río, le ha pasado al novelista Juan Manuel Robles (que cambió de opinión), le ha pasado al escritor Alonso Cueto, le ha pasado a la periodista Mariella Patriau, le ha pasado al escritor Fernando Ampuero, le ha pasado al periodista César Hildebrandt por permitir que un columnista y (según entiendo) un redactor suyos no se sumen al coro de atacantes, le ha pasado a la periodista Pía Hildebrandt y le ha pasado a todos los intelectuales, artistas y escritores que han expresado una defensa mía o una posición neutral o simplemente no se han sumado al ataque lo suficientemente rápido. No solo eso: ahora algunas de las personas que me han defendido están siendo acusadas (sin mencionar sus nombres, de la manera más baja) de acoso sexual, así, simplemente, por no haber contribuido al linchamiento. Debo hacer notar, por cierto, que, aunque algunas de esas personas son amigos míos, varias otras no solo no lo son, sino que son personas con las que he tenido ásperas discusiones públicas a lo largo de los años, gente a la que, en resumen (como dijo María Luisa del Río), le caigo muy mal.

 

En segundo lugar, quiero destacar que, a pesar del cargamontón, hay un tipo de acusaciones que no han aparecido, pese a lo cual se han hecho circular como rumor, sin basarse en nada, y se han repetido hasta el agotamiento.

 

Yo enseñé mi primera clase de literatura en una academia universitaria en marzo de 1984, es decir, un mes después de ingresar a la universidad y cuando tenía diecisiete años. Desde entonces, todos los años de mi vida he dictado clases, incluso durante el tiempo en que era estudiante universitario y también cuando era periodista. Calculo que debo haber tenido cuatro mil estudiantes en mi vida, en La Casona, en La Academia, en la Benab, en el Instituto Peruano de Publicidad, en el Instituto John Logie Baird, en la Pre-Universidad de Lima, en la Pre-Cayetano Heredia, en la misma Universidad Cayetano Heredia, en la Pontificia Universidad Católica del Perú (como jefe de prácticas), en Cornell University, en la escuela de lenguas de Middlebury College, en Stanford University, en Bowdoin College y en muchas otras instituciones. Dado que, estadísticamente, la mayor parte de la gente que estudia literatura y literatura en lenguas extranjeras son mujeres, supongo que al menos dos mil quinientas mujeres han sido mis estudiantes. Incluso a pesar de la gigantesca campaña en mi contra de estas semanas, los cazadores de acusaciones han sido completamente incapaces de encontrar a una sola alumna mía que declare que yo he tenido alguna vez cualquier tipo de conducta impropia hacia ella. Ni una sola.

 

Una cosa debo añadir, y cualquier periodista de verdad podrá averiguarlo: en mis treinta y dos años enseñando, ninguna de las instituciones en las que he trabajado ha recibido jamás una queja de ningún estudiante por mi conducta hacia ellos, ni por motivos de género, ni por motivos raciales, ni por motivos de identificación sexual, ni siquiera por motivos estrictamente académicos. Ni una sola queja. Jamás. Ninguna campaña de desprestigio va aquitarme eso. En el Perú, sin embargo, hoy se habla de mí como alguien que acosa a sus estudiantes peruanas y a sus estudiantes americanas, pese a que no hay una sola estudiante que haya dicho tal cosa, ni en un país ni en el otro, y pese a un dato incluso más obvio: yo no he tenido estudiantes en el Perú desde el año 1999.

 

Permítanme finalmente regresar a los detalles de las acusaciones y de quienes las han presentado.

 

Hace unos catorce días comenzó esta campaña. En el momento en que estalló fue para mí muy evidente que no podía tratarse de una sola persona o dos personas denunciándome por algo, sino que tenía que ser un movimiento mucho más orquestado y mi primera suposición fue que debían conjugarse en él, por un lado, gente relacionada con medios de comunicación (porque los rebotes fueron demasiado inmediatos); por otro lado, gente que tuviera algún tipo de inquina personal en mi contra (porque los insultos eran desmedidos); y por último gente con capacidad de organizar de manera sistemática un ataque viral, con cuentas robot (todos las han visto), con identidades falsas (todos las han visto), con perfiles fingidos en redes sociales (todos los han visto), con páginas web y cuentas de Twitter que explícita y descaradamente llamaban a que otros voluntarios y espontáneos se sumaran a los ataques y las denuncias, los cuales eran publicados inmediatamente sin ningún filtro, ninguna comprobación de su veracidad, ninguna investigación previa, en el clásico estilo de los fujitrolls.

En el cargamontón propiciado de esa forma las denuncias fueron decenas, con lo cual se volvió para mí materialmente imposible responderlas, y adicionalmente hubo centenares de denuncias que fueron publicadas y después borradas: literalmente, fueron piedras arrojadas contra mí para de inmediato esconder la mano.

 

En medio de todo eso, yo, que ya había cerrado mis cuentas de redes sociales, me encontré de pronto incomunicado y apenas conté con la información que me pudieron transmitir terceras personas por correo electrónico. Una persona me habló de una cuenta llamada @mssalinger, que me sonó completamente desconocida. En Twitter, una vez eliminada mi cuenta, pude solo buscar al usuario y no encontré nada. Tengo entendido que esa cuenta ha aparecido y desaparecido varias veces en estos días. Tiempo más tarde encontré otras cosas: primero, las denuncias de Tania Sotelo; después, alguien que decía en Twitter que @mssalinger era el mismo usuario llamado en otra cuenta @solanea. El nombre @mssalinger no me decía nada, pero sí el nombre de Tania Sotelo, que había estado en mi lista de amigos de Facebook años atrás, hasta que la borré de mis contactos después de una serie de incidentes que detallaré más adelante. Y también identifiqué de inmediato el nombre @solanea, porque a lo largo de los años he recibido mensajes de correo electrónico desde el email solanea@hotmail.com, cuenta a nombre de una persona llamada Mayra Galdo.

 

Los mensajes que recibí desde este último email fueron siempre extraños (aquí pueden ver los que he podido recuperar). Eran de una persona que unas veces me escribía para contarme que era lectora de mi blog y que me admiraba. Otras veces escribía para contarme cosas de su vida y de su aparentemente incómoda relación con sus compañeros de la universidad. Otras veces escribía que quería verme. Sabía, por mi blog y después por mis posts en Facebook, cuándo estaba yo en Lima y cuando estaba en los Estados Unidos, porque yo nunca he guardado ningún secreto sobre mi ubicación y porque, por lo común, durante el tiempo que paso en Lima, a veces anualmente y a veces cada dos años o más, participo en actividades públicas que mis seguidores de Facebook conocen perfectamente.

 

Nunca acepté ninguna invitación de Mayra Galdo para verla en persona, pero hay testigos (incluida mi esposa y amigos) de que Mayra Galdo solía asistir a mis presentaciones públicas, sentarse en primera fila delante de mí, mirarme durante toda la reunión y no decir palabra. Yo recién descubrí que esa persona era la misma Mayra Galdo la única vez en que se identificó, al final de un taller que dicté para una asociación de estudiantes de literatura (RedLit) en un local de la Residencial San Felipe hace unos cinco o seis años. Los organizadores de ese evento quizá hayan guardado su nombre en alguna parte, porque, si no me equivoco, el evento se organizó con inscripción previa. Los otros eventos en los que apareció fueron públicos. Cuando, al final de mi charla en ese taller de literatura, se presentó, solo dijo: “Hola, soy Mayra”. Varios de los demás asistentes también se presentaron (fue un taller muy pequeño, con no más de quince personas, según recuerdo). Cuando me dijo que se llamaba Mayra supuse que era la misma Mayra que para entonces llevaba al menos un año enviándome mensajes, y precisamente por eso no le dije nada más. Ella me envió poco después un correo electrónico en el que parecía molesta de que yo no la hubiera reconocido o prestado atención. Debo aclarar que sus mensajes, hasta ese tiempo, variaban entre el tono amistoso y el tono insultante. Cada vez que Mayra Galdo encontraba un post de Facebook en el que alguien decía algo negativo sobre mí, me lo enviaba, como una burla; sin embargo, en otras ocasiones me enviaba afectuosos saludos de cumpleaños. Yo respondí pocos y solo durante los primeros meses, cuando parecía una persona que simplemente me contaba sus problemas.

En algún momento sus mensajes se volvieron más bien bochornosos, hablaban de sus relaciones sexuales con chicos, acerca de su sentimiento de ser rechazada por la demás gente de su edad, decía que leerme era para ella una compañía, que se sentía afín a las personas mayores y no a las personas de su generación. En algún momento fueron mensajes soeces, en otros momentos fueron francamente delirantes. Me escribía, por ejemplo, que se había rapado el pelo y renunciado a tener una vida sexual. Yo le escribí pidiéndole que no me mandara más mensajes y le dije que sus correos electrónicos me parecían “creepy” (fue mi palabra, textualmente). En más de una ocasión pidió disculpas por los mensajes anteriores. En otras ocasiones enviaba fotografías de ella. En otras ocasiones enviaba mensajes disculpándose también por esos otros y diciendo que las fotografías no eran de ella sino de otra chica. Yo ya no respondía.

También me mandó una serie de emails en los que hablaba de que yo la había “desadmitido” de mi vida al no responder sus mensajes (y bloquearla en redes). En otros decía que quería verme porque sabía que estaba en Lima. Cuando yo me iba de Lima sin haber respondido a sus mensajes, me enviaba otros mensajes diciendo que en el fondo le parecía mejor no haberme visto. Con cierta frecuencia se refería a una supuesta amistad entre nosotros (que no existía) y hablaba de una “reconciliación”. (Me llamaba «Conde» debido a la caricatura que yo solía colocar en mi foto de perfil en las redes sociales). Eso duró muchos años, desde el 2009 hasta el 2015, y fue durante esos años que Mayra Galdo acudía a mis presentaciones públicas, silenciosamente, sentada en primera fila. Después de mi presentación en la RedLit, yo ya conocía su rostro y era capaz de identificarla. Por eso es que mis familiares saben de quién estoy hablando.

Como se pueden imaginar, cuando descubrí que las denuncias de Tania Sotelo habían sido publicadas, en efecto, tanto en la cuenta @mssalinger como en la cuenta @solanea, supe de inmediato que al menos una de las personas detrás de todo esto era la misma persona que me había estado acechando por años. Entonces entra en la escena Tania Sotelo, su amiga. Quienes hayan leído las entrevistas que Tania Sotelo, usando ese y otros nombres, ha ofrecido a diversos medios de comunicación, recordarán que ella dice haberme visto dos veces en persona: eso es falso, me ha visto solo una vez, hasta donde yo soy capaz de saber (o al menos yo a ella la he visto solo una vez). También dice que yo nunca hice nada por verla en persona: eso es cierto y quienes me acusan de acoso deben tenerlo en mente. Pero Tania Sotelo miente en diversas medidas con respecto a las dos ocasiones que menciona.

 

Según ella, la primera vez en que me vio fue en un restaurante “por Miraflores” donde ella estaba comiendo y donde yo me “aparecí”. También dice que no hubo ningún contacto entre los dos: eso es mentira. Yo había quedado en reunirme con el escritor Leonardo Aguirre. Como Leonardo y yo somos fumadores, quisimos buscar un lugar donde pudiéramos tomar algo y fumar sin problema. Yo, que no vivo en Lima, no pude pensar en ninguno. Él propuso un par que quedaban demasiado lejos de mi casa. Entonces hice lo que suelo hacer: coloqué en Facebook un post pidiéndole a mis lectores que me recomendaran sitios (estoy seguro de que algunos lo recordarán, porque recibí una larga serie de recomendaciones). Uno de los sitios que mencionaron fue el restaurante Pitahaya, junto a las Brujas de Cachiche, en el óvalo Bolognesi de Miraflores. Como ese lugar está a un paso de la librería El Virrey, decidí que fuéramos ahí, de modo que pudiera pasar antes por la librería. Y coloqué en mi Facebook que iría a ese sitio. Eso es importante: publiqué en Facebook que en un rato estaría en el restaurant Pitahaya, como hacen miles de usuarios y como yo mismo he hecho varias veces. Cuando Leonardo y yo llegamos al lugar, el restaurante estaba cerrado. Un empleado nos dijo que abriría en diez minutos, de modo que hicimos tiempo y apenas abrieron entramos. Como es obvio no había absolutamente nadie más en el lugar. Después llegaron dos mujeres que se sentaron en una mesa relativamente próxima a la nuestra. Más tarde me di cuenta de que una de ellas era Mayra Galdo. Como se imaginan, su presencia me resultó molesta y la percibí como lo que era: una instancia más de su persecución. (No le comenté nada a Leonardo por una razón simple: mi relación con Leonardo, como saben los que me siguen desde hace años, está lejos de haber sido una gran amistad. Hemos tenido múltiples enfrentamientos y esa era, me parece recordar, la primera vez que nos veíamos para limar asperezas. No era alguien a quien yo le fuera a contar un problema personal). Cuando Leonardo y yo nos despedimos en la puerta del restaurant, yo entré de regreso y me acerqué a la mesa. Le pregunté a Mayra Galdo si estaba ahí porque había visto mi post en Facebook. Me dijo que sí y ofreció que me sentara con ellas. Le pregunté a la otra mujer su nombre y me dijo que se llamaba Tania. Me fui. Ese día busqué a Tania Sotelo en mi Facebook y la bloqueé.

 

Ustedes recordarán que, en sus entrevistas, Sotelo dice que yo la bloqueé después de haberla acosado por años. De eso, lo único cierto es que la bloqueé, inmediatamente después de ese incidente en el restaurant Pitahaya. En las mismas entrevistas dice otra cosa que a todos ustedes les debe haber parecido rara: dice que tiempo después yo la “añadí” al Facebook y seguí acosándola. Como todos saben, nadie puede “añadir” a alguien al Facebook: una persona puede invitar a otra y la persona invitada puede perfectamente ignorar la invitación, o rechazarla, o incluso bloquear a quien la ha invitado. Muchos se han preguntado en estos días dos cosas: por qué un supuesto acosador bloquearía a la persona acosada y por qué la persona acosada aceptaría una invitación posterior, cuando al fin se ha librado del supuesto acosador. La norma en las respuestas ha sido que nadie debe cuestionar las acciones de Sotelo porque ella es una mujer acosada. Esa norma suena correcta (incluso a mí me suena correcta). No cuestionar sus acciones, sin embargo, no está en contradicción con esforzarse mínimamente por confirmar la verdad de lo que está diciendo. Esto es indispensable precisamente para evitar que esa norma se convierta en un instrumento de abuso, y desvirtúe por tanto la justa causa a la que sirve.

 

Sotelo también ha declarado que (en enero del año 2015) ella y un grupo de amigas me mandaron mensajes invitándome a que me juntara con ellas, alrededor de las 2 de la madrugada, en el pub Sargento Pimienta de Barranco. Es justo preguntarse por qué una mujer supuestamente acosada por un hombre lo invitaría a reunirse con ella a las 2 de la madrugada en un bar, y más aún, por qué revelaría ese detalle que cuestiona su historia de presunto acoso. La verdad es que Sotelo revela eso porque sabe muy bien que en efecto yo recibí esos mensajes, los que, como ella misma ha dicho, fueron enviados desde su celular. Es decir, Sotelo sabe muy bien que es ella la que me estaba enviando mensajes no solicitados.

 

También ha dicho que la idea fue de una amiga suya, que estaba en ese bar con ella y cuyo nombre ella no ha mencionado, pero que todos ustedes imaginan: Mayra Galdo. La prueba de eso también la tengo, porque no todos los mensajes de esa noche llegaron desde el celular de Tania Sotelo: algunos llegaron desde el correo de Mayra Galdo, el mismo correo de casi siempre: solanea@hotmail.com (en otras ocasiones Galdo ha usado correos corporativos de las empresas donde labora). Sotelo dice que yo fui al Sargento Pimienta esa noche, pasadas las 2 am. Eso es mentira. Lo que yo hice, conociendo ya que Sotelo y Galdo actuaban juntas y que Sotelo se había sumado a la persecución de Galdo (por lo menos desde el incidente en el restaurant Pitahaya) fue preguntar quiénes estaban en el Sargento Pimienta y pedir que me enviaran una fotografía para asegurarme de tener la prueba. Mayra Galdo dijo que Tania Sotelo la enviaría desde su celular y esa fue la última comunicación que tuve con Galdo. Después de eso, en meses siguientes, solo recibí algunos correos adicionales con la tónica anterior: mensajes en los que Mayra Galdo me retransmitía insultos contra mí publicados por terceras personas en redes sociales.

 

 

Cuando hace un par de semanas me encontré con toda esta red de denuncias y poco a poco fui comprendiendo que venían de Mayra Galdo, me enteré también de que la misma Mayra Galdo había coordinado que otras personas se sumaran a ello. Luego se me hizo evidente que había personas en la prensa y en las redes sociales preparadas para rebotarlo todo en minutos, publicar artículos de opinión instantáneos, reproducir los posts de tal manera que el post original pudiera desaparecer sin dejar rastro, y, por supuesto, incentivar a que otras personas, unas con nombre, otras con seudónimo, otras con identidades fraguadas y perfiles falsos, otras simplemente con apodos, se sumaran a la operación.

 

Entre ellas, claro, la más notable y notoria fue una persona que ha dado varias versiones de su nombre: «Julieta Vigueras», «Giulietta Vigueras Rodríguez», «Giulietta Vigueras Rodríguez Pasquel», etc. No he logrado que nadie verifique su existencia real. Luchar contra un nombre del que no se sabe nada no solo es terriblemente difícil sino también angustiante. He leído investigaciones publicadas que parecen dejar en claro que “Julieta Vigueras” mantiene varios perfiles distintos de Facebook (en una investigación leí que eran cinco, en otra leí que eran cerca de diez, en otra leí que son dos decenas, casi todos ellos hombres, y casi todos tienen en común una amistad compartida con una mujer que sí parece ser una persona real, y al menos uno de esos perfiles está involucrado en otra falsa acusación de acoso sexual contra otra persona).

Yo supe del nombre “Julieta Vigueras” por primera entre la primera y la segunda vueltas de la reciente elección presidencial. Me enviaba mensajes vía Facebook y su imagen del perfil era un símbolo de PPK. Decía ser personera de Peruanos por el Kambio y enviaba mensajes estrictamente políticos. A veces eran denuncias de fraudes fujimoristas, otras veces eran noticias publicadas en YouTube. En esos días mi página de Facebook había excedido el límite de amigos y yo había abierto otra y mis contactos, solo en esa red, sumando mis dos páginas personales y mi página pública, superaban los cien mil. Pueden imaginar la cantidad de mensajes que recibía, porque ustedes recordarán mi febril actividad durante la campaña electoral. Debe haber cientos de personas que pueden declarar que yo respondí a muchos de esos mensajes, y miles que dirán que me escribieron sin obtener respuesta. Normalmente respondía a quienes me ofrecían datos e información, y “Julieta Vigueras” era uno de esos casos.

 

Un día me dijo que tenía un video que quería mostrarme. Le pedí que lo enviara. Me dijo que era muy pesado. Le pedí que me enviara el enlace (porque normalmente eran videos ya publicados en alguna parte). Me dijo que era un video grabado por ella misma y que me lo quería enviar por correo. Le di mi correo de Gmail. Me dijo que demoraba mucho en cargar. Le pedí que lo posteara en su muro de Facebook y me mandara el enlace. Minutos más tarde me dijo que ya estaba y que entrara en su muro a mirar. Lo hice pero no había ningún video. Entonces me dijo que me iba a invitar al Facebook (hasta ese momento solo era una seguidora mía) para que pudiera verlo. Me invitó y acepté. Entré en su muro y lo que encontré fue un video pornográfico en el que aparecía una mujer rubia masturbándose. Me dijo que era ella (aunque ahora es claro que también eso debió ser falso). Le pregunté cómo se le ocurría publicar una cosa así en Facebook y que por qué me pedía que lo viera. Se rio y me preguntó si acaso no me gustaba y me dijo que no me preocupara porque el video era privado. Entonces vi que el video estaba etiquetado con mi nombre y con el nombre de otra persona. Le dije que lo borrara de inmediato y además le pregunté quién era esa otra persona. Me dijo que era su novio. Quizá dijo que era su exnovio, no lo puedo recordar con precisión. Pero sí tengo el nombre de la persona enlazada. Como pueden suponer, bloqueé a “Julieta Vigueras” esa misma noche.

 

Un tiempo después ocurrió algo que muchos lectores míos recordarán: publiqué un post criticando el racismo de un aviso del canal de televisión Plus TV. Entonces Rafo León, uno de los conductores de ese canal, republicó mi post y puso un comentario afirmando que mi crítica era banal, una especie de racismo inverso contra los blancos, etc. (por cierto, hasta pocos días antes yo había publicado defensas cerradas a favor de Rafo León por el absurdo juicio de difamación al que fue sometido hace poco, y lo volvería a hacer). Un amigo me hizo notar que, entre los comentarios al post de Rafo León, había uno de una persona que me insultaba de maneras atroces, que decía que yo tenía una especie de complejo contra los blancos, que decía conocerme y que además me acusaba de haberme propasado con ella en mensajes privados. Entré a ver y no encontré nada. Mi amigo me insistió en que ahí estaba el comentario. La única explicación lógica era que la persona que comentaba estuviera bloqueada en mi cuenta de Facebook. Entonces entré desde mi otra cuenta, mi cuenta principal, y vi que el comentario existía y que era de “Julieta Vigueras”. Poco después publicó por primera vez su denuncia de acoso sexual contra mí. Curiosamente, esa denuncia no fue atendida por nadie. La borró. De manera mágica, cuando @solanea y @mssalinger iniciaron el escándalo con los supuestos screen shots de Tania Sotelo, el post de “Julieta Vigueras” reapareció y se volvió viral en minutos. De manera no menos mágica, días más tarde, “Julieta Vigueras” me acusó de haber hackeado su cuenta y haberla cancelado. También su cuenta de Twitter desapareció y fue reemplazada, como su cuenta de Facebook, por otra.

 

Pero entre el momento en que esas denuncias aparecieron y el momento en que fueron desmontadas, muchas otras denuncias fueron publicadas. La mecánica fue similar: alguien las ponía, cientos o miles de perfiles de Twitter las rebotaban, páginas de Facebook ilícitamente abiertas con mi nombre proliferaban, voluntarios comentaristas pegaban las denuncias en esas páginas, etc. Entre todas ellas fui capaz de leer, gracias a amigos míos, denuncias de todo tipo: que yo acosaba a mis alumnas en el Perú, que yo acosaba a mis alumnas en Estados Unidos, que yo les pegaba a las mujeres, que yo tenía la costumbre de acosar a mis alumnas de la PUCP cuando era profesor ahí (nunca fui profesor ahí; fui jefe de prácticas, si no me equivoco, hasta 1991, es decir, entre los diecinueve y los veinticuatro años). También leí varias denuncias que decían que yo había enviado fotografías y videos de mí mismo desnudo a diversas personas. Todas esas denuncias aparecían y desaparecían junto con las cuentas en las que eran publicadas. Cuando lo de “Julieta Venegas” fue desmontado, la mayoría de esas cuentas dejaron de existir. Pero no todas.

 

Una que quedó en pie fue la denuncia anónima de una mujer que decía que yo supuestamente le había enviado fotografías pornográficas mías (por cierto, “Julieta Vigueras” dijo exactamente lo mismo y después quiso probarlo con montajes tan absurdos que ni sus seguidores y defensores quisieron republicarlos. En otra ocasión publicó como «prueba» una fotografía mía que está publicada hace años en mi website personal y dijo que esa era solo parte de lafotografía, pero que en verdad en la imagen completa yo estaba desnudo: busquen mi website y verán la imagen –vestido, por cierto). Volvamos a la otra denunciante. El nombre de la mujer era distinto en cada ocasión, pero la historia era la misma. Yo no reconocía los nombres (porque casi siempre eran solo nombres de pila, muy comunes). En un comentario en Facebook, un amigo mío leyó el nombre y el apellido de la persona y entonces sí lo reconocí. En los diarios ha asumido diversos alias, aquí la llamaré X. X era una persona que años atrás me había escrito por Facebook para hablarme de literatura y pedirme consejo sobre una revista que quería publicar. X me escribió muchas veces, conversaciones siempre cordiales sin ningún asomo de la agresividad y los desvaríos de los comentarios de Mayra Galdo. Con el tiempo, me contó cosas de su vida: que era estudiante de literatura, que era muy católica y practicante, que cantaba en el coro de una iglesia. Un día me contó que tenía una amistad particular con un sacerdote de su iglesia. Cuando me describió esa amistad, sin embargo, me di cuenta de que era algo más. Me dijo que el sacerdote la invitaba a lugares donde estaban solos, que la abrazaba y que se quedaban horas abrazados, que le gustaba mucho y, por último, que no sabía si se estaba enamorando del sacerdote o el sacerdote de ella. Yo le dije que esa no era una relación normal con un sacerdote pero ella me dijo que era completamente normal. También dijo que solamente se abrazaban y nada más, que nunca se habían besado ni ninguna otra cosa. Le dije que podía ser una situación de abuso, dado que era un sacerdote de la parroquia a la que ella asistía. Me dijo que no había nada de eso. Poco después me escribió para decirme que no quería hablar nunca más conmigo. No sé que cosa ocurrió entre la penúlitma conversación y ese último mensaje. No supe nada más de ella hasta que vi su nombre asociado con las denuncias de estos días. En su caso, también había hablado de fotografías pornográficas que yo supuestamente le había enviado. Después dijo que no había tales fotografías. Después dijo que eran imágenes de Skype. Según tengo entendido por los comentarios de un periodista de la revista Hildebrandt en sus Trece, en la entrevista que ella le concedió a esa publicación mostró capturas de pantalla de una conversación de Skype que supuestamente probaban lo que ella contaba (esas entrevistas fueron hechas bajo seudónimos, pero me parece inferir que era ella la testigo que mostró esas imágenes). Ese periodista, según comprendo, rechazó esas pruebas y escribió en un post que él vio las capturas de pantalla y que era evidente que la persona en esas imágenes no era yo. También dijo que todas las declarantes habían mentido y/o mostrado pruebas falsas. (He leído comentarios acerca de que César Hildebrandt es mi amigo, mi pariente y que haría todo por defenderme: quienes dicen eso deberían darle una ojeada a mis blogs y a mi último libro: nadie ha criticado a César Hildebrandt más duramente que yo en los últimos diez años).

 

En los días siguientes me he enterado de que hay todo un grupo de complotadores entre los cuales están Mayra Galdo y el periodista más rápido del Perú y se me ha dicho que son esas personas quienes estarían manipulando estos testimonios y posiblemente fraguando otros más. Dado que en el Perú las campañas de destrucción suelen ser exitosas, y dado que yo tengo la cantidad de enemigos que ustedes perfectamente conocen, no me sorprendería que fuera verdad ese complot y no me sorprendería tampoco que la catarata de falsedades se multiplique. Yo sigo preguntándome qué cosa puedo hacer para defenderme de una campaña de esas dimensiones, cuando está claro que he sido encontrado culpable de antemano, mucho más en circunstancias en las que, cada vez que la falsedad de una acusación queda demostrada, la respuesta es que eso no importa porque hay otra acusación que aparece de inmediato, como por arte de magia. Cualquier sugerencia es bienvenida.

 

Para terminar, casi no necesito subrayar que yo no soy la única víctima en este lío y que todas estas acusaciones han puesto a mucha gente al borde del colapso. También están mis amigos, quienes ven sus vidas invadidas sin razón alguna, o que se ven atacados por el solo hecho de dudar de las acusaciones o defenderme. Inclusive me atrevería a decir que eso es lo que más me pone triste en todo este asunto. Porque si no fuera por eso, todo no pasaría de haberme convertido en el personaje ficticio de una mala novela. Pero el sufrimiento que a ellos le han causado es real. Y déjenme asegurarles que haré todo lo que esté a mi alcance para que éste cese.

PD.- Anoche se comunicó conmigo una abogada que dijo haber estado apoyando a Mayra Galdo en su «lucha» contra mí pero que se había dado cuenta de que Mayra le había mentido. Yo no menciono el nombre de esta persona porque no estoy autorizado a hacerlo, pero estoy seguro de que tendrá el aplomo de decir en público lo que me ha escrito a mí en privado.

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