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GREGORIO MARTÍNEZ: ESTIGMA, ESTILO Y ESTILETE EN LA ESTÉTICA DEL ZAMBO MARTÍNEZ

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Éramos hermanos de leche y oponentes en el ring de las 4 perillas. Ahora que está cabalgando en la otra vida lo puedo echar. Fue Gregorio Martínez Navarro el escritor peruano más quimboso y voluptuoso de todos. Por su venas corría más que sangre, miel de pendejadas y del aporte sensual de lo afroperuano en la literatura y el periodismo Esta semana falleció en Virginia, Estados Unidos, donde residía desde 1986.

Hace dos años le pidió a su editora del sello Imago en Lima que yo le escriba una suerte de prólogo de su libro picarón “Mero listado de palabras”. Así lo hice y no me arrepiento. Felizmente que antes de estirar la pata a sus 75 años, el Zambo Martínez nos dejó una novela, “Potro pinto”, que al galope, muy pronto la leeremos para darla otra vez.

Entonces yo recordé la última vez que nos vimos. Y llegó temprano al café de la avenida Dos de Mayo en San Isidro. Gregorio Martínez estaba impecable son su bléiser azul marino, su pantalón de casimir gris, zapatos canela con brillo y una camisa amarilla lúcuma. Venía de EE.UU. eso lo sabían sus amigos. Alfredo Portal lo esperaba sediento y Cesáreo Martínez quería repetir el volantín de esa noche en el Chino Chino. Ya en la mesa, pidieron “media hora de cervezas” y se arrancaron primero con los rumores, luego con las habladurías y pasaron a los chismes. Los amigos, ese gran capítulo que Martínez cultivó desde las noches del Bar Palermo, ese antro donde el grupo Narración cambió el devenir de la literatura peruana. Los amigos, algunos ya no están. Y Martínez, esa vez seguía fregando y tomándole el pelo a la vida amén de sus historias fascinantes.

Pero Gregorio Martínez era (es) hombre de escrituras que dragan. Provocan regodeo y afinan el seso en usanzas deleitosas. Sus textos de ficción, testimoniales o periodísticos concentran una mecánica del estilo como estilete. Su arremetida toca carne por desparpajada e insolente. Algunos han dicho que ese proceder solo es posible porque se ejecutan con un lenguaje fresco y truculento. Otros se alarman porque Martínez utiliza una forma de contar con puntada y con hilo, natural y a la vez, artificiosa. O sea, es pendejo –en la fórmula peruana– y culto a la vez en una sola cucharada.

No me gusta el planteamiento pero lo sigo. Así es y debe ser un escritor en el Perú. Es decir, manejar rollo y denunciar lecturas. No hay otra forma de darles en el alma a las camarillas culturales que cada vez se escandalizan porque Martínez los enrostra con sus documentos que notifican y friegan. Así se torna fastidioso porque dinamita el armazón de una sociedad que discrimina y segrega. Es que Martínez tiene fondo y calle, por zambo elegante y por profesor de materias voluptuosas. Y cierto, porque nació en Coyungo, Nazca.

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Y en Coyungo, Nazca, los naturales son amantes de la Sopa. De troncha o menudencia, de preferencia, de animal plácido y de reposo, poco de macho comprobado, más de hembra tierna. En Coyungo, Nazca, las mujeres, pasada las 5 de la tarde, emanan tufo a chanque, ese molusco gasterópodo conocido también como pata de burro. El aroma rompe las leyes de la física porque se instala a nivel de la pelvis, y amotina y encabrita, y al anochecer derrota las presas morales y los diques púdicos.

Y ahora me toca hablar de su libro libre: Mero listado de palabras con que la editorial Imago nos gratifica y ya era tiempo. Gregorio Martínez no publica así no más. Y ya era tiempo de leerlo en esta selección de textos que tienen factura periodística y que casi todos se han venido publicando desde hace un poca más de una década. Más que selección, digo yo, el libro sería una suerte de “Grandes éxitos” si Martínez hubiese sido cantante de la nueva ola. Pero Martínez es profesor y maestro.

Hay pues en esta antología un trabajo escritural que no se detiene con nada y ante nadie, y que chapa política como agarra literatura u olla nacional. Entonces uno se encuentra una manera de expresión que se asienta en el discurso ordinario y coloquial para hacer otra cosa, algo pleno de expresividad, de belleza, y una inesperada intelectualización de lo pasajero, de lo turbio, lo infame y lo vulgar del contorno nada bello de lo peruano y sus orillas sentimentales.

3.

A Gregorio Martínez también le decimos “Goyo” y es fundamentalmente prosista. Un escritor en su garbanzal. Allí donde la literatura peruana es presumida y vanidosa. Su chasís y osamenta cabalga en la idea segregacionista y prejuiciosa que solo algunos pueden izar las letras públicas, las letras mayores. Que aquello es para los escogidos. Que es asunto de limeños, blancos y con billetera. Igual, los peruanos se han zurrado en esa máxima.

Los mejores vanguardistas, por ejemplo, ni son blanquiñosos ni tienen cuenta en el banco. Vallejo, Oquendo, Churata eran cholos. Arguedas, Alegría, Vargas Llosa, igual. Además, todos provincianos, todos nacidos fuera de Lima como Gregorio Martínez, hijo de la geografía peruana del desenfado.

De alguna manera, ese concepto viene en carroza colonial y es herencia del romanticismo. Ese rudimento amariconado que además embolsa tradición política e historia de ganadores. En Martínez en cambio, la realidad es sensual hasta sus cachas y su estilo gira en rotunda voz personal y en el escribir por el placer de decir a las cosas por su nombre. Hay seso y sexo y el deseo de escapar de los canales formales y sus ganas de sorprender. Así, vanguardista retro y moderno, Martínez va de la sorpresa a la teatralidad, horada y zurce, ese es el brillo y efectos de su estilística.

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En Mero listado de palabras aparecen textos ordenados por fechas y desordenado por sucesos y personajes. Martínez toca, observa, mastica, señala y fustiga a temas que van desde el oficio de los intelectuales delicados a los escritores dedicados, de la vida política y universitaria, a la vida incontinente de músicos, místicos, locos y poetas.

Hay pues en este florilegio o repertorio amén del estilo Martiniano (perdón el neologismo), una tenaz respiración literaria, un galope poético –aunque a Martínez le friegue mi aserto– que es mucho más que un jadeo de hombre de prensa, en el que también es capo el autor.

Debo reforzar más que rociar de pisco este momento. Gregorio Martínez arma y trama estos textos mediante un recurso singular, el del traspaso de sentidos. En ese propósito todo se expone e impone, se evoca y se toca. En Lima, o cualquier capital latinoamericana o una que otra urbe de los Estados Unidos, su escritura recorre el mundo urbano con sus modas, racismo, tráfico o religión.

Entonces existe un fraseo que viene de la sociología urbana, que va a la antropología social y aterriza en el hallazgo literario. Se usa retruécanos y paráfrasis, se juega en pared, se toca con clase, se modela con el hipérbaton y la analogía y se remata con la de pecho de los otros efectos retóricos.

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Este libro es la exposición palmaria de un escritor que está mirando el caos de este tiempo y es ajeno a eso de observar la tierra rodar. Hay una cancamusa sobre lo atroz de la corrupción y los valores efímeros de estos tiempos. Martínez usa de la tradición peruana lo jocoso, lo poético y lo macabro. Sus módulos –esas crónicas que construyen este universo—son un festejo de, como un carnavales de negros e indios. Hay pues una respuesta al malestar de una época en estas sociedades doloridas, atiborradas de intelectuales serios y doctores sentenciosos que ni aportan ni brillan.

Por ello debo citar una confesión de Martínez, en su tino y estilo: “Cuando yo estaba en Coyungo, mi terruño, nadie me llamaba zambo. En Nazca sí, igual en Lima. Incluso, ahora, algunos de mis amigos persisten en utilizar el vocablo so capa de aprecio. El día que el autor de un relato, basado en una misiva mía, quiso titularlo “Carta de un zambo desde París”, yo me opuse. Recurrí al consenso para tener respaldo. Tuve que recular, pues una querida amiga me respondió: “ya, zambito, no seas chinche”. El relato quedó con el título que le puso su autor. Por no poner el pie a fondo, yo mismo permití que continuara perpetuándose la vigencia de zambo”.

Vamos, tiene ironía el zambo pero en realidad está fregando a los osados. Asado él, cuenta que aquí y acullá, las gentes de color modesto, como llamo Ribeyro a los negros en el Perú, son personas de un nivel bajo de lo normal. Zambo fue Valdelomar y la sociedad de esa época lo jodía. Zambo es el poeta Enrique Verástegui y la crítica no le perdona que escriba gran poesía. Zambo es Gregorio Martínez y eso es casi un delito imperdonable. Pero el Zambo Martínez fue profesor en escuelas públicas en el Perú y es maestro en los Estados Unidos de Norteamérica. Entonces, no joroben, el hombre sabe su cuento.

6.

En unos de los textos de esta selección, “Hispanicidas e hispanófilos” se lee: “¿Por qué mi paisano Abraham Valdelomar hizo escarnio de los negros en Psicología del gallinazo? Posiblemente para encubrir cualquier sospecha de que él mismo tenía un hermano de ascendencia afro. En este aspecto, el racista Clemente Palma estaba tras la pista y llamaba zambo caucato al Conde de Lemos, pese a que el propio Clemente Palma, ayayero del Conde Gobineau, ocultaba entre sus ancestros una bisabuela negra. Además, según Luis Alberto Sánchez, exégeta de Abraham Valdelomar, el autor de El caballero Carmelo tenía pelo dudoso, “lacio de peine”.

¿Lacio de peine”?. Bien, corto el rollo de la zambocracia. Martínez, no obstante funda un tipo de escritura en este Mero listado de palabras que es admirable. Sus artículos, yo digo crónicas, para acollerarme, tienen de carne macerada en chicha con ají limo y harta zarza de cebollas arrechantes. Entonces debo advertir que hoy pocos se atreven a que nuestro lenguaje escrito se parezca al lenguaje de la calle, al de todos, a la manera como hablamos.

Martínez ha hecho de su sabiduría privada un acto público. Ha trabajado con el caudal fantástico salpicado de ficción de su Coyungo natal pero incursionó también en el ensayo y sobre todo en el periodismo siendo cronista de envergadura. Ha publicado libros como Tierra de caléndula (1975), Canto de sirena (1977) La gloria del piturrín y otros embrujos del amor (1985), Crónica de músicos y diablos (1991). Biblia de guarango (2001), Cuatro cuentos eróticos de Acarí (2003), Libro de los espejos, 7 ensayos a filo de catre (2004) y en el 2015 apareció su nuevo libro Mero listado de palabras que la editorial Imago publicó en julio y que constituye una antología de sus mejores textos periodísticos.

7.

Cierto –y ya lo denuncié en otras sábanas—que nuestro castellano escrito va por un lado y el hablado por el otro. Juntar prosa escrita y oral es herejía para muchos. Pero en Martínez este maridaje y con patada a la luna, intenta que las frases se escuchen, para eso, altisonantes, desparpajadas, sueltas de hueso, de registro sonoro de la escena viva y mudable de lo que en el Perú se ha denominado, lo achorado, lo combi, lo achichado.

Celebro este libro de Gregorio Martínez como celebro haber sido su alumno de muy niño, de joven, de viejo. Gregorio Martínez fue mi profesor en la primaria en un colegio del barrio de Surquillo en Lima. Y cierto, me enseñó de la pe a la che. Y cierto, era raro porque no era común en esa capital de principio de los sesentas que existiese un profesor zambo. Yo le conté a mi padre de Martínez, de su manera formal de enseñar, de su talante pedagógico brillante. Mi viejo que era sabio más por viejo, me dijo: “Aprovecha, no todos tienen un brujo como maestro”.

Bueno pues, brujo o no, Martínez es este escritor de genio y de solemnidades. Un hombre que se parecía a ese, su paisano, Valdelomar, de quien escribí alguna vez: “Existió un Valdelomar zambo y fue blanco de las envidias y del deseo”. Cierto, ambos ahora están muertos, pero sus escrituras son inmortales porque el talento es como el dinosaurio de Monterroso, que cuando despertó, todavía estaba ahí.

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