«Fue la mano de Dios», la otra mirada de Sorrentino
Si uno compara (y es inevitable comparar), da la sensación de que Sorrentino se ha estado preparando toda su vida para contar esta historia, la más íntima y menos artificiosa de sus creaciones.
Nápoles, verano de 1984. Diego Armando Maradona cae del cielo para convertirse en el número 10 de la Società Sportiva Calcio Napoli y provoca una erupción tan potente como la que calcinó Pompeya.
Este fue uno de los hitos de la adolescencia de millones de hinchas en todo el mundo, entre los que se encontraba Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970), cuyo cine ha tendido a inclinarse siempre hacia lo superlativo o, como diría Alfredo Bryce Echenique, hacia lo exagerado. El mito de Maradona ocupa un sitial importante en Fue la mano de Dios (2021), el último largometraje de Sorrentino que se estrenó en Netflix a mediados de diciembre y ya se encuentra en la lista de las 15 preseleccionadas para el Óscar a mejor película extranjera.
El título alude al famoso gol que Maradona le metió a Inglaterra con un puñetazo en el Mundial de México 86’. “Ha vengado al gran pueblo argentino […] ¡Es un acto político! ¡Es la revolución!”, dice hipnotizado el tío Alfredo (Renato Carpentieri) en una escena que captura perfectamente la pasión desaforada que llegó a despertar el argentino en sus hinchadas. Sin embargo, las proezas de Maradona no son ni por asomo el acontecimiento central de la trama, lo cual debería animar a todo aquel que (como yo) sabe poco o nada de fútbol.
Fue la mano de Dios sigue el percorso emocional y vital de Fabietto Schisa (Filippo Scotti), un adolescente napolitano sin amigos y en pleno despertar sexual que mira todo con la perplejidad de quien acaba de descubrir el mundo. Y acaso sea eso lo que hace a lo largo de toda la cinta.
Lo poco que sabe de la vida lo ha aprendido dentro del espacio seguro —aunque no exento de contrastes— que le proveen sus padres, Saverio (Toni Servillo en un papel que no puede ser más distinto de su Jep Gambardella en La grande belleza) y Maria (interpretada magistralmente por Teresa Saponangelo, quien dota al personaje de la complejidad que se merece no solo como madre sino también como mujer). Aquel espacio es el mismo que habita la mayoría de nosotros antes de llegar a los extramuros de eso que hemos convenido en llamar inocencia.
Los silbidos y besos volados de los padres de Fabietto, los malabares con naranjas y las bromas pesadas de su madre, el ardiente cuerpo de su tía Patrizia (Luisa Ranieri), las excentricidades de una vecina que se hace llamar la Baronessa (Betti Pedrazzi), la euforia desatada por los partidos de Maradona, las vistas del Vesuvio, Capri y Anacapri a lo lejos. Cada una de esas evocaciones, cifradas como están en una comedia costumbristaalla felliniana, forma parte de un magnífico retrato de época para el cual Sorrentino se inspiró en su propia juventud.
Pero a la comedia —tal y como sucede en la biografía del director— le sobreviene una tragedia que fractura las endebles bases sobre las que reposa la vida de Fabietto. Es entonces que la realidad le empieza a parecer chata y se ve empujado a buscar algo con qué reemplazarla. (Y no creo estar haciendo un spoiler diciéndoles que ese “algo”, ese otro mito, resulta ser el cine).
La soledad, una de las marcas de autor de Sorrentino —la encontramos en películas tan diferentes como Las consecuencias del amor (2004), El divo (2008) y La grande belleza (2013)—, es la condición natural de los habitantes de una Nápoles que parece más soñada que real, como ocurre en esa oda nostálgica al paraíso perdido que es Amarcord (1973), de Fellini. “La realidad es pobre” es la frase del director de Rímini con la que un Fabietto impotente cierra un ciclo y abre otro en su educación sentimental: uno menos surrealista, si quieren, pero igual de encaminado hacia esa fantasía sin la cual es imposible vivir a plenitud.
A nivel técnico, Sorrentino le da la espalda por primera vez al barroquismo que ha caracterizado su filmografía desde que debutó con El hombre de más en 2001. No cabe duda: Fue la mano de Dios es estilísticamente simple si la comparamos, por ejemplo, con el artificio de La grande belleza (2013) o el carnaval sin fin que es Loro (2018); pero la suya es una simplicidad que en ningún momento deviene en simpleza.
Si uno compara (y es inevitable comparar), da la sensación de que Sorrentino se ha estado preparando toda su vida para contar esta historia, la más íntima y menos artificiosa de sus creaciones. La estructura lineal sin flashbacks, las secuencias plagadas de silencio, la música estratégicamente espaciada, entre otros recursos, contribuyen a una renovada visión artística para la que las emociones son mucho más valiosas que los mensajes, la filosofía, la política y el “bla, bla, bla”.
Sientan cómo se acerca el helicóptero a una Nápoles que ya no existe. Miren a la tía Patrizia brillando como una diosa en medio del tumulto. Escúchenla hablar con San Gennaro, que le ofrece un milagro a cambio de que se suba a su carro para dar un paseo. Vayan con ella. Sientan más. //