Cuando se concluye la lectura de las tres novelas que hasta la fecha ha compuesto el mexicano Yuri Herrera (Actopan, 1970) se puede postular que su obra trajina las distintas etapas en que el español artístico se aclimata en la Unión Americana con la figuración del denso territorio simbólico y humano denominado por todos como la “migra”.
Que Herrera se concentre en modular los registros del español de frontera no debe eludir el hecho de que con él no migra a los Estados Unidos una literatura popularista, sino una de estirpe culta y depurada vertiente teórica. Herrera formuló su primera novela, Trabajos del reino, bajo el influjo de los talleres de escritura creativa de la Universidad de Texas en El Paso. Este no es un dato menor para encarar los derroteros de su obra: la UTEP es una institución que ha desarrollado su perfil académico en torno del estudio y la promoción de las manifestaciones culturales de frontera entre México y Estados Unidos; es más: su programa de creación literaria afirma principistamente su condición de bilingüe.
Por ello, el programa de escritura creativa de El Paso ofreció a Herrera una formación cuyo locus classicus era las muchas maneras de modular una concepción cultural de frontera, afianzada en la propia encrucijada geopolítica de la institución. Pero también le permitió acceder, por la condición primeramente académica de UTEP, a los más recientes panoramas críticos formulados sobre el arte literario en Latinoamérica, que la universidad norteamericana ha reformulado intensamente en los últimos sesenta años. Como resultado, Herrera concibió una narrativa que reunía una serie de requisitos que se distinguían como señales de evidente renovación y que la crítica desde los Estados Unidos había identificado y promovido como señas de nuevas y desafiantes emergencias estéticas.
Tales rasgos, aunque se habían agrupado bajo el membrete de posmodernidad, reaparecían como distinciones meritorias de arte literario nuevo, sobre todo el que encontraba nuevas formas de perfilar la pluralidad cultural y étnica del país a partir de cuestionar (desconstruir) la literatura más convencional. Señas de ese nueva apuesta pueden enumerarse con relativa facilidad por la importancia que han cobrado progresivamente hasta la fecha: intensidad en lugar de extensión, fragmentación en lugar de causalidad, indeterminación en lugar de enumeración, apelación al lenguaje de las artes antes que a la explicación histórica o sociológica. En síntesis, la superioridad del concepto (la literatura como arte generado y regenerado por la potencia de formular nuevos objetos a partir de fragmentar los antiguos y combinar las piezas a la deriva creativamente) sobre las lógica del relato tradicional.
En esta nueva apuesta estética, los patrones que Herrera asume, no solo como guía, sino como crítica a la literatura latinoamericana inmediatamente anterior, se ejercitan con virtuosismo en su debut novelesco, la aclamada Trabajos del reino. Aunque el libro concede que una nueva ficción aún requiere de un simulacro de argumento para concitar atención (que apele a las prácticas lectoras más convencionales) es, sin duda y por donde se le mire, la ejecución de un concepto que proporciona, por igual, cuotas de goce y conmoción auténtica, inscritas en novedad atisbada por la reflexión de cuño académico. En Trabajos, el asunto de la novela justifica la elección del procedimiento específico y este, a su vez, implica que este se instale como lógica productiva del arte de novelar. Trabajos cuenta cómo un cantor de corridos de narco se une a la corte de uno de los capos para quienes compone sus canciones. En consecuencia, el relato se construye sobre la base de los motivos del narcocorrido.
Se trata de una forma de canción cuyo esquema de base es el corrido tradicional, cuyas funciones narrativas (nacimiento, juventud, correrías, apoteosis y decadencia, por citar algunas) se emplean para referir las peripecias del jefe del protagonista. La novela adquiere así las fobias y las filias del narcocorrido, sus ingenuidades y su sabiduría popularista, su carácter episódico y su propensión a la épica y la tragedia. A esto se añade, como aliciente para quien busca claves de lectura más consabidas, un pretendido enigma de policial. Así, si la tópica del corrido conduce a escenificar la traición del capo mafioso, en la línea del misterio, el lector con ansias de suspense la sigue para averiguar quién lo traiciona y lo entrega a sus enemigos y cómo se efectúa la felonía.
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Por ello es más sorprendente cómo el estilo preciso de Trabajos del reino convierte paulatinamente las anécdotas del corrido en escuetos símbolos de un mito de ascenso, apogeo y caída. Debido a sus resonancias alegóricas, la novela puede tomarse la libertad de dejar sin resolución sus misterios. Herrera los empantana en el ámbito de las muchas sugerencias que permite la novela como formato propicio para la connotación. Cuando ella alcanza el punto en que el cantor se encuentra en estado de permanente conmoción, afectado por la insoportable irrelevancia de los acontecimientos finales, consigue un clímax difícilmente igualable en el que confluyen las muchas y brillantes astucias compositivas del libro con una sentida retórica emotiva.
En cambio, en Señales que precederán al fin del mundo, su segunda novela, Herrera ya no apela al auxilio de un modelo estéticamente convencional para asegurar que su invención sea legible. Sabiéndose hábil para inventar formar novedosas de novelar, asume una empresa de suyo ambiciosa: desplegar un ciclo mítico precolombino como concepto que instale la peripecia de la migración mexicana a Estados Unidos en el siglo XXI con vivacidad y justicia. Por la formación de Herrera en El Paso y su propia circunstancia migratoria — entonces académico extranjero en el programa de doctorado de la Universidad de California en Berkeley— es una tarea que le viene impuesta con naturalidad: la frontera es el asunto central del programa universitario en que se gestó Trabajos, y la migración es el acontecimiento cultural más radicalmente transformador del rostro social y político de los Estados Unidos.
En Señales, las nueve etapas del desplazamiento de los difuntos por el inframundo náhuatl son los nombres del mismo número de capítulos. En ellos narra cómo Makina, la joven telefonista de un pueblo del norte árido de México, se adentra ilegalmente en territorio norteamericano. No lo hace por voluntad, sino en busca de su hermano, quien la precedió atraído por la promesa de una herencia, luego de lo cual le perdió su pista. Si en Trabajos del Reino el concepto fundador fue el narcocorrido—un género musical híbrido—,en Señales la hibridación misma es el concepto que produce la novela. De principio, ello ocurre en el ámbito más general de la reescritura de los incidentes de la “migra” en términos del pasaje por el inframundo (desde el mismo cruce de Rio Grande), pero simultáneamente en el más especifico de la frase literaria en español, cuya constitución expresa la hibridación de lenguas y culturas del territorio limítrofe (resultado, también, de las resistencias y de las voluntarias obliteraciones de los migrantes).
La textura del español tejano, dúctil para el símbolo, el mito y acaso el absurdo es aquí el logro más vertiginoso de Herrera. No obstante, conviene señalar que el viaje de Makina y el desplazamiento ritual no calzan con exactitud. Es decir, el formato mítico y la peripecia contemporánea, antes que proyectar simetrías paralelas, presentan vacíos arbitrarios y disímiles que posibilitan que una secuencia se fusione con la otra en vez de meramente reflejarse. Por lo mismo, el acto de novelar en Señales es consustancial a la naturaleza de la hibridación. Aquí el mestizaje es un concepto proliferante en el mismo fundamento del objeto artístico, que lo ejecuta radicalmente y lo modela.
No obstante el quehacer original y hasta aquí exitoso de Herrera, en La transmigración de los cuerpos, su tercera y última novela, la alianza entre concepto e hibridación sufre un desplazamiento inesperado. El tránsito de Trabajos a Señales indicaba que la escritura de Herrera buscaba conseguir la textura cada vez más compleja de la novedad híbrida de frontera, y ello hacía prever que la siguiente novela la destilase con mayor furor y originalidad o, al menos, fuese un logro cualitativamente superior en esa dirección. La transmigración, sin embargo, oblitera la apelación, prima fascie, a la novedad y se inscribe sin mayores complicaciones dentro del género negro.
En consecuencia, aparecen los rasgos más característicos del policial: roles antagónicos, cuyas psicologías tortuosas se ven favorecidas por los enfrentamientos que deparan las bien conocidas tensiones del género (crímenes, enigmas, revelaciones inesperadas). La novela, en Herrera, vuelve, entonces, por un camino que antaño rechazó porque consideró que rendía honores a una literatura excesivamente domesticada por los convencionalismos, pero es un regreso bajo su condiciones particulares: el relato yuxtapone a los clisés la inventiva más celebrada del autor. La firma de Herrera, así, se reconoce en el carácter ritual del tiempo en que ocurren los hechos y su distintiva clave geopolítica.
Si en Trabajos del Reino es el tiempo de la épica crepuscular del narco, y en Señales es el del tránsito al inframundo en la “migra”, en La transmigración se trata de la cuarentena por una epidemia en una ciudad innominada al sur de Río Grande. Es, como en los otros libros, la modulación de las voces de la frontera en el marco de una atmósfera apocalíptica. Es más, si en algún aspecto ha persistido la radicalización de los procedimientos estéticos de Herrera, es justo en el empleo libérrimo y poético de su español mestizo del migrante. Así, como en ninguna de las novelas anteriores, su frase luce colorida y fluida, dúctil y sensible, capaz de impostar con suficiencia los vericuetos de la oralidad espontánea.
En la proliferación de sus puntos de vistas híbridos, en su discurrir sutilmente eufónico y, sobre todo, en su comentario idiosincrásico, pervive y se acrecienta la apuesta por la novedad de su obra previa. Otro sí, el argumento de La transmigración da testimonio de sus meditadas transacciones con el género, que amplia su marco de legibilidad, sus apuestas peculiares y sus pacientes logros para conseguir circular con el capital literario propio en el territorio altamente codificado del policial. Así, el relato lo protagoniza el característico antihéroe; para el caso, el Alfaqueque, un burócrata canijo, que malvive en una pensión con la dueña de esta y con otros dos inquilinos peculiares: un estudiante universitario insensible e idiota y un muchacha a la que se llama la Tres Veces Rubia, quien hace, para todo caso, las veces de femme fatale.
Mientras crecen las posibilidades de una aventura con ella debido a la cuarentena general, el Alfaqueque recibe la llamada del Delfín, un abogado lumpen y antiguo jefe, quien lo contrata para que, valiéndose de sus peculiares talentos, averigüe el paradero desconocido de su hijo. Son tales dones, prendas indispensables para ser detective en el género, los que permiten, por contrario, que Herrera consiga con el Alfaqueque una nueva modalidad de “hombre de ley”, distinta del policía intelectual o del investigador violento, y amplíe el campo de la caracterización del protagonista.
En La transmigración, el Alfaqueque es, en oposición a los “hombres de acción”, un “hombre de palabra” y ello le basta para resolver sus casos. No es, ni por asomo, un individuo brillante ni uno confiado en la habilidad de sus puños. Pero ha comprendido que el cuidado en la selección y uso de las palabras permite hacer preguntas cuyas respuestas son ineludibles, decir la verdad —por más terrible que sea— sin que a nadie ofenda, y formular compromisos que contenten a tirios y troyanos por la rigurosidad y el cuidado que se dedica a la confección de cada uno de sus términos. Poseer tales dones en los barrios que el hampa controla convierte al Alfaqueque en un investigador altamente competente, respetado y cotizado, sobre todo entre gente que, por cualquier lio mezquino, recurre a las balas. Ahí, su intervención es garantía de paz. El clímax de la novela, un intercambio de cadáveres entre familias enemigas —los cuerpos que “transmigran”—, se permite un último y supremo guiño al policial clásico y su viejo aforismo, el que reza que “un crimen nuevo siempre tiene su origen en un crimen antiguo” (o quizás, como en Trabajos, también a la tragedia clásica: “los hijos cargan las culpas de sus padres”).
Luego de tres novelas, cabe reiterar que Herrera ha hecho un recorrido que es, para tantos otros escritores, el de la invención literaria en español en los Estados Unidos del siglo XXI. Como otros de su generación, ejercitó su vocación en programas de escritura creativa y por ello también adquirió una aproximación crítica y teórica a las letras latinoamericanas. Acorde con una invocación general al relevo de las convenciones de la literatura latinoamericana, prefirió una escritura definida por la invención de conceptos propios para novelar, aunque ello no lo hizo rechazar la búsqueda de conmoción, que aún se identifica en su arte. En sus dos primeras novelas, Los trabajos del reino y Señales que precederán al fin del mundo, llevó a cabo su proyecto, que convirtió a la frontera misma en un concepto para formular una novelística. Pero en La transmigración de los cuerpos levantó la cuarentena que estableció para los lugares comunes, aunque intervenidos por su singular capacidad de innovación. En este último estadio, su prosa ha ganado en amplitud y potencia.
Es lógico preguntarse, a qué responde esta incursión de Herrera, un escritor tan innovador, en el género. Naturalmente, está el desafío que implica renovar un territorio que luce casi petrificado. En ese supuesto, Herrera ha buscado ser imprevisible yendo a escribir una literatura hace largo tiempo vista como previsible. Pero con La transmigración ha conjurado también la hipotética objeción de que el desaire hacia la literatura tradicional podía implicar impericia artística para ejecutarla. Queda clarísimo que Herrera sabe narrar un relato de argumento y picos de suspense y lo hace con ocurrencias y personajes memorables. La transmigración, sin más, porta una galería de nuevos tipos humanos de primer para el género de primer orden, entre los que destacan el Ñandertal, un matón melancólico, y la enfermera Vicky, suerte de forense del equipo, cada uno de los merecería sendos análisis. En esta circunstancias, también cabe preguntar ¿cuál es la siguiente novedad de Herrera?
Visto su trabajo anterior, puede muy bien ampliar sus límites invadiendo, bajo sus reglas, el convencionalismo de la novela latinoamericana, de logros y rasgos bien reconocibles y, por ello mismo, dispuestas para su reformulación en clave herreriana. Y puede también volver a su proyecto de inventar nuevos procedimientos para nuevas y singulares maneras de narrar. Y también pueda ser que opte por un punto intermedio, que, en su caso, dista visiblemente de la moderación. Así, si el género policial sucumbió ante Herrera, y con la novela latinoamericana, pensándola como género, puede ocurrir otro tanto, parece un tentación irresistible imbuirla del lenguaje de la “migra”, que permea todos sus trabajos, y que concibió para innovar el arte literario hispanohablante en los Estados Unidos.