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ENSAYO DE SOL / Homenaje a Josemári Recalde
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6 años agoon
Aún tenemos la imagen de Josemári en ropa de colegio, con la chompa amarrada a la cintura, buscando eso que buscan los poetas y que nadie sabe qué es. Quizás por eso mismo, caminamos muchas noches por el Cercado de Lima, Jesús María, Pueblo Libre, Barranco, Magdalena y san Miguel (ahí en ese parque Media Luna donde nos encontrábamos con otros conocidos de Neón). Una madrugada nos perdimos por La Victoria, dando vueltas por la plaza Manco Cápac, entre las callecitas Francia y Renova. Y otro día estuvimos en Markahuasi con los poemas mojados en los bolsillos leyéndole a los Apus y a los roqueros que solo querían un poco de bulla. A pesar de todo, fueron buenos tiempos. Sus locuras y su sonrisa todavía nos acompaña. Siempre recuerdo su «Habla Rodolfo y no dejes de hacerlo». Fue una promesa. Y aquí estamos.
Acercamiento al sol de medianoche y Libro de Sol / Rodolfo Ybarra
Yo sé de ese lugar amarillo
Donde estamos los dos
Y unas estrellas grises dispersas por el suelo
Yo sé de ese lugar
No vengas
La calle llora
El Naufragio
Mascariento yo yazgo en un rincón de la azotea
“Este Naufragio La Noche” (Inédito J. R.)
ADVERTENCIA: El presente trabajo se escribe bajo el influjo directo de compensar no sólo los aires oportuno-circunstanciales en torno a la poesía de uno de los poetas peruanos de la “generación de los noventas”, desaparecido en un incendio; sino de mostrar cómo el texto poético se engendra en la vida, moviendo la posibilidad de reemplazarla a la vez que ilumina el derrotero real (ejemplificación práctica) de un sentido al vacío o llenura existencial que “vivió” y se “alimentó” de la solar producción poemática. Este texto no tendría sentido sino escarbara en los textos-símbolos dejados por el poeta Josemári Recalde, donde no sólo el sol rige el mapeo en la construcción de ese interior que salta a la luz, paradójicamente, por el final escandaloso del cuerpo cremado, donde el bonzo humano nos otorga más que señales de humo para revisar/interpretar la base escritural dejada como vestigio y/o revisar e interpretar también porque a un poeta, el creador real en el sentido griego, sólo se le da importancia cuando, en este caso su muerte, está asociado a hechos en que la condición humana se pone en tela de juicio. Josemári Recalde escribió poesía y nunca se imaginó que su nombre llenaría titulares a 20 puntos en los periódicos mucho menos que uno de los periodistas de mayor rating en la televisión se “condolería” con su “final trágico y que demuestra hasta donde estamos llegando, que un poeta tiene que acabar su vida en el fuego”. Creo sinceramente que la poesía es un acto solitario y de minorías. El presente trabajo está hecho para rescatar la luminosidad solar de esa vida sin olvidar que, más que un amigo, Josemári fue un poeta solitario, con todas las contradicciones de un ser humano, que caminó junto a nosotros y que, alguna vez cuando quiso editar unos textos, las puertas se le cerraron. Los pocos textos que le sobreviven en ediciones de revistas y el mismo Libro del Sol son producto sensible de los amigos que valoraron siempre su producción poética. Este texto-ensayo se inscribe bajo esta última idea.
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En el Cuzco existe un lugar llamado ‘Tres Cruces’ situado en el distrito de Paucartambo en el que el sol, reflejado en un cerro, se muestra a la altura de nuestros pies únicamente un día al año entre el 13 y 15 de julio, como reconciliación y como horizontalidad con el hombre al cual rige y gobierna desde las alturas, el cosmos, el éter donde dicen que no existe más que el vacío; cojámonos de esta imagen para acercarnos, hojear con manos y precaución de incendiario o de bombero Fahrenheit al Libro del Sol, libro único de Josemári Recalde muerto el 20 de diciembre del año 2000 en circunstancias y con evidencias que hacen suponer un suicidio cuando no un ‘accidente’ previsto para el solsticio de invierno, solis statio, que hace referencia a la aparente detención del sol fecha en que la llegada de la nueva estación implica también para algunas culturas un tipo de sacrificio o inmolación.
El sol, dios solar romano, equivalente al Helios griego, no es sólo la imagen simbólica del Libro del sol —nótese la cubierta roja—. Se dice que el color de la llama cuando arde un objeto depende de la composición del combustible; así, los compuestos de sodio transmiten a la llama un color amarillo; los de cobre un color verde, los de calcio, elemento de los huesos, un color rojo, (no olvidemos que el segundo apellido de Josemári es justamente Rojas), color rojo “lucífero” parecido al de la extinción celestial tal y como se anota: “Coincidirán Sol y Luna en el color / a esta hora en que vemos su cortejo.” (el resaltado en corridas en nuestro) versos que se muestran como una previación estructurada a la adoración milenaria al sol, adoración trascendental y que envuelve a la vida más allá del propio texto, sumándose también a todo lo dicho la imagen o figura icónica del sol entristecido entre unas nubes que lo abarcan y envuelven desde arriba, imagen que adorna la tapa del libro extraída seguramente a un dibujo de Guamán Poma de Ayala. Es también la misma poesía que se enciende al primer contacto con el aire o con los ojos del que lee, del que siente la erosión y el ardor del sol en los ojos sin párpados: “Ahora/ se ha petrificado la luz,/ la luz se arregla y repite,/ se teje y se trenza; danza alrededor del corazón,/ la luz nos inunda/ hasta el agua; nos puebla/ a borbotones/ con su canción vibrante,/ viene a raudales,/ la luz/ danza del sol.”
Para entender/explicar a Josemári Recalde hay que entender/explicar qué significó para él la sol-edad, el astro regente casi eterno, el humo mágico del heliocentrismo, la ruptura del mito de la creación, los rayos del sol que cada tarde muere con el sunset para resucitar al día siguiente en el otro mundo que lo espera para darse luz; entendamos y expliquemos no sin antes hurgar en el contenedor de toda nuestra filosofía occidental en el que de seguro hallaremos muy poco, no así si elegimos a ese otro mundo oriental en el que el uso del fuego o su aplicación como elemento nos lleve a terrenos erizados o chamusqueados por la descomposición, terrenos pisados o mal pisados desde que Empédocles introdujera la llamada doctrina de los cuatro elementos: tierra, aire, agua y fuego y que sería determinante en algunos aspectos para el pensamiento de Platón, Aristóteles, los estoicos y muchos filósofos medievales y renacentistas.
Desde tiempos antiguos, el sol ha sido siempre una gran incógnita, llegándose a una sobredimensión tanto en el Imperio Incaico como en el azteca, en nombre del cual incluso se hacía sacrificios humanos, sobredimensión que tomaría la dimensión real en el mundo occidental, esta especie de deuda de la vida con el sol, cuando Copérnico propuso la teoría heliocéntrica en su obra Revolutionibus Orbium Celestium en el año 1543, con el que se puso fin al periodo en que la Tierra era considerada como centro del universo. Copérnico dijo “Contra la opinión de los matemáticos e incluso contra el sentido común, me permito atribuir movimiento giratorio a la Tierra”. Con Copérnico se fundó la astronomía moderna. La concepción heliocéntrica fue aceptada y demostrada por Galileo Galilei, otro estudioso del sol que con su Historia y demostraciones relativas a las manchas solares y a sus accidentes puso al astro incandescente en el centro de todo. Históricamente no podemos dejar de lado que Roma, el máximo poder político de la antigüedad y la creadora del sentido de la historia, entronizó la hierofanía solar, que en el Imperio dominó netamente a veces en íntima relación con Mitra, dios indoiranio de la luz, el calor y la fecundidad, especie de genio de la religión mazdea, custodio del cumplimiento de los pactos y dador de bienes innumerables. Una fuerza heroica y generosa, creadora y dirigente, este es el núcleo del simbolismo solar, que puede llegar a constituir una religión completa por sí misma, como lo prueba la “herejía” de Ikhunatón, en la XVIII dinastía egipcia, y cuyos himnos al sol son, aparte de su valor lírico profundo, teorías de la actividad benefactora del astro rey, situemos aquí los cantos dedicados al sol en el imperio incaico y la fiesta del Inti Raimi o fiesta del sol con la que se iniciaba las épocas dedicadas a los cultivos y a la dación de la vida, y anotemos el siguiente verso de Josemári “el Sol,/ ha perlado dorado de paciencia/ mis cabellos de refulgencias hipnotizadas/ al compás de los cantos de las cuculíes.”
Nos interesa para este caso resaltar al sol como sucesor directo e hijo del cielo que todo lo ve y por ende todo lo sabe. El ojo acucioso incandescente y escudriñador del propio texto, los reinados del texto, el texto pretexto, el texto que nos convoca. En Grecia, Helio es el ojo de Zeus (como Urano). En la India, Surya es el ojo de Varuna. En Egipto es el ojo de Ra. En Persia el sol es el ojo de Ahura Mazda. En el Islam es el ojo de Alá (ojo y vista que en estos últimos tiempos Occidente no ha podido mantener en la mirada y ha tenido que hacer uso de la irracionalidad para apagar el incendio que ellos mismos han provocado, el incendio del oro negro). No podemos escapar al ojo del sol que se clava en la cera de la razón para derretir y licuefactar nuestra comprensión. Nótese que el sol siempre será el héroe por oposición al padre que es el cielo, aunque pocas veces se identifique con él. Por ello, el arma del cielo es la red estelar, tachonada de estrellas a la cual hay que sumarle el poder de ligar; y el arma del héroe es la espada (asimilada y forjada en el fuego). También por esta causa los héroes son exaltados al rango solar e incluso identificados con el sol, de ahí el honor que significa, para nuestras culturas, alcanzar una Orden del Sol, es decir una orden de heroicidad; y no me estoy refiriendo a la huachafa ‘orden del sol’ que entrega el gobierno peruano.
En los siguientes párrafos trataremos de mostrar rasgos diferenciados de lo que podría haber significado el sol, el Helios para nuestro amigo Josemári Recalde, esperamos no fallar en la interpretación (del Helios padre y de Faeton hijo [1]) aunque es sabido que toda hermenéutica es solo una probabilidad de verdad o en todo caso la verdad no deja de ser una ilusión óptica donde es preciso ver el oasis para no perecer de sed en el desierto canicular. Cualquiera es factible de equívoco más aún si el terreno que “se pisa” es el del orden poemático, terreno pantanoso, estéril donde las alimañas sobran y saltan de la sartén al fuego si no nos percatamos del uso de la razón, o aunque algunos lo rechacen, la intuición, ese tercer ojo del exégeta Lombsang Rampa que nos mira desde la tapa de un libro.
El Libro del sol abre o amanece con una dedicatoria al padre en el que se adelanta “el sol de medianoche” como cuota inicial a algo que no se podrá pagar aunque se pueda resucitar para volver al barro y al soplo de una creación sin dios o como diría Beckett en Molloy, parafraseando a san Agustín, “qué hacía dios antes de la creación”, sería necesario agregar la pregunta de Paul Valéry ¿Qué hace Dios aparte de crear?, ¿está realmente Dios en todas partes? (esta última pregunta es nuestra) podríamos aquí renegar de dios pero Josemári no los impide con su “A Dios Padre” “A Cristo…” a quien denomina “Sol de justicia” nótese esta superposición y adjetivización encubierta del sol como emblema axiomático o es que existe un “sol de injusticia” (¡el sol negro de los nazis?). Sigamos anotando más versos “Gracias, Señor, por esta enorme vida,/ Por todo el inmenso amor gracias Señor./ Un día,/ En esta misma Tierra,/ Todo amanecerá, Señor,/ Gracias Señor./ Entonces/ Escurriremos nuestros rostros./ Nuestros cuerpos se dibujarán de vibraciones;/ Misericordiosísimo Señor que te llegas aun al siglo;/ Estupendo Señor esplendoroso/ Volveremos a ser en Ti/ Llenos de gracia/ En tu gracia.” Con “el sol de medianoche” Josemári nos muestra el símbolo que corresponde a la significación positiva y superior de las tinieblas. Este “sol de medianoche” sólo se ve en los polos y por ello se relaciona con el simbolismo polar y con las regiones hiperbóreas o septentrionales en que se sitúa el origen de la tradición primordial. Anotemos que región hiperbórea fuera de significar una ‘región’ del norte, es también una ‘región’ mitológica donde debería existir la eterna juventud. La lectura “dermial” y exhaustiva de esta palabra puede correr el riesgo de caer en la filosofía del caracol y darnos pistas o caminos falsos. Mejor sigamos viendo como gira el sol de medianoche sobre nuestras cabezas.
En la película Los amantes del círculo polar, el director Julio Medem alude a la imagen del sol de medianoche como un desencuentro entre los amantes, un falso motivo de unión que no podrá realizarse. El sol (Helios, Oto en la película) persigue en círculo a la luna (Selene o Ana), la cual está en otro punto del cosmos mirando desde lejos al astro amado, al esposo, la paternidad que se asemeja al círculo, el desencuentro de dos seres arrastrados por la inercia, mientras la luna muere, mengua, se fracciona y queda sola o solo en la inmensidad del espacio, “solo en la noche espacial” como diría Ernesto Cardenal. Creo que aquí está el punto de partida con el padre, con un padre al cual no hay nada que reprocharle y tan sólo la dedicatoria del libro podrá saldar las deudas contraídas en una vida que respira el humo negro, el hollín de la poesía, a pesar de que la imagen del padre que se despide dándole un beso en la mejilla siempre ha de estar en sus recuerdos: “A mi padre, Josemaría, el grande amante de los doce ángulos, el sol de medianoche y el silencio, estos soles envío, que un parhelio habrán de formar con el de tu corazón”.
Parhelio, por cierto, fenómeno luminoso que consiste en las apariciones simultáneas de varias imágenes del sol reflejadas en las nubes y en su mayoría dispuestas simétricamente sobre un halo. Este fenómeno trasladado al libro nos entrega los poemas incandescentes o nubosos en que el fenómeno del sol se repite tautológicamente para acusarnos que no es solo la luz la que impacta nuestros sentidos sino también la obscuridad, la sombra de la luz o sombra del sol, tal y como lo señala Platón en La República, y tal y como se muestra en el Libro del Sol especialmente en los poemas “Antemediodía”, pág. 9, “En crepúsculo pisado yago”, pág. 20, “Esta voz seca corriendo por los túneles de sus ojos”, pág.25, “Hombre lluvia”, pág. 43, “oración”, pág. 49, “Compostela”, pág. 52 y el mismo “Sermonem at mortus”, pág. 55, poema conocido por todos los amigos y en el que se avisa del incendio del cuerpo. La tea humana que ahora nos convoca, porque, en este miserable país mezquino y necrofílico, hay que morirse primero para lamentarnos luego de la pérdida y de lo ‘grande’ o ‘magnífica’ que fue la persona en vida. No nos olvidemos que Josemári Recalde casi no aparece en las antologías necesarias e incluso y, paradójicamente, él mismo ayudó a corregir la antología de González Vigíl (Poesía Peruana Siglo XX. Ediciones Copé. Petroperú), quien simplemente lo excluyó.
La dejadez, el descuido o desgano de Josemári es parte de su personalidad, (el uso del verbo “es” en presente será siempre la mejor forma de mantener viva la memoria de Josemári) quienes lo visitamos y compartimos algunos espacios de una no-vida entendemos que Josemári ‘vivía’ como un desterrado buscando siempre un lugar, un espacio físico donde ser, los sacos de poemas que lo acompañarían en su última búsqueda son o fueron los testigos silenciosos de que la producción poética importaba más que el texto édito y esencial para algunos, y notamos en el Libro del Sol justamente también ese descuido, es significativo la cantidad de errores de corrección que nos pueden entregar contradictoriamente una falsa imagen de una persona que se desempeñaba como corrector de estilo e incluso la edición —tardía y casual— del Libro del Sol es un trueque por un trabajo de corrección a la revista Flecha en el azul, trabajo encomendado por Luis Fernando Chueca [2]. Leamos el poema “Pre-Banisteriopsis”: “Aprender a usar el punto y coma./ Aprender a consultar las fragancias./ Aprender a no más maltratar el alma espiritual./ Aprender a indiferenciar los colores y a dialogar con las aves y los árboles./ Aprender a diferenciar a Chopin de Bach y a Amadeus de Vivaldi./ Aprender a caminar de una manera sencilla, como lo hacen los/ ómnibus por la Vía expresa, como lo hacen los perros./ Aprender a palpar.” Podemos asegurar que hay una real modestia dentro de la personalidad de Josemári que lo llevaría al punto del descuido, la modestia se trastoca en timidez y esta en descuido, en no hacer o des-hacer, en desgano. Y es justamente ese descuido en su persona lo que incita a pensar, a algunos, que de repente la muerte por fuego no haya sido un suicidio sino un descuido. Quisiera anotar que el análisis del forense arrojó “muerte por asfixia” y no por quemaduras: “¡El cuerpo vuelve a ser luz! / Vuelve a anegarse en una nada./ / Y las manos serán las manos del amor./ Y los pies, los pies del camino hacia la vida. No quisiéramos entrar en detalles sobre su muerte, porque se tendría que entrar por la fuerza en la casa de las ambigüedades donde priman las suposiciones donde nada es real o está en proceso de serlo y donde la imagen icónica (la iconificación innecesaria) se vería reforzada con vacuos argumentos. Mi personalidad no me lo permite, pero aún así respeto toda señal, idea o razonamiento que ayude a construir o reconstruir a un poeta que por cierto, no necesita de ayudas maniqueas o extraliterarias, porque sus poemas no requieren de muletillas o sacabrillos que le hemos colocado a los poetas muertos para que refuljan más allá de su propia obra édita. Mejor profundicemos en la radiación solar, esas manchas solares fenomenológicas que nos dejó Josemári como una prueba de continuidad porque aún cuando el sol , nuestro sol, sea una estrella agónica con cinco mil millones de años de antigüedad , es más el valor interpretativo extraído de lo físico lo que perdurará hasta el día en que la ciencia pueda explicar realmente los mitos, las creencias ancestrales, las supersticiones, los ritos y toda esa extraciencia que ha sostenido al sol en el cielo de lo inasible estos cientos de años de pensamiento humano, estos cientos de años de decadencia racionalista.
Josemári entendió que la realización del sol no está solo en los seres a los cuales otorga vida en la naturaleza sino, también las cenizas que lo componen, como el ave fénix, todo el proceso de la circularidad de la existencia humana: nacer, crecer, reproducirse, aprenderse, morirse, cremarse para volver al éter, a la nada que sostiene a la existencia; y es que la cremación no es un invento para ahorrar espacios en los cementerios, es también un rito, un exorcismo sobre la inutilidad de la vida sino se preserva ese interior poemático, esa religiosidad, espiritualidad, alma o espíritu que no es el cuerpo sino que se suma al cuerpo prestado para realizar la vida: “A mi hijo, Josemaría, bautizado ‘Barímpico’ a elección de sus padrinos shipibos”. Y que “Significa ‘el esplendoroso sol que se levanta’” tal y como explica el propio Josemári sabedor de que la vida y la suya y la de cualquier otro poeta en particular, es sólo una experiencia terrible para emplear términos que cuadrarían mejor en la boca de Shopenhauer. Experiencia terrible no por lo horroroso o por lo gore, término que hiciera famoso a Gordon Lewis padre de las películas gore, sino terrible por el acto de creación sobre el vacío; poematizar sobre una realidad o un interior que cuestiona la existencia pero que se vale de ella para alcanzar otra realidad donde mutar o ser feliz en ese Mundo Feliz que Aldous Huxley previó dentro de márgenes coercitivas, y porque a fin de cuentas la felicidad no existe o sólo puede ser una experiencia pasajera a la cual debemos coger como al ave en forma de águila que come del hígado de Prometeo o como a la roca de Sísifo, sabiendo que ese peso nos llevará a la ilusión o al fondo del paraíso o al erebo donde no existe nada y donde de seguro se encuentra la poesía, la poiesis o actividad de creación, palabra muy parecida a cremación y por cierto de origen latino estas dos: creatio y crematio, creación y cremación, unidas para entregarnos el efecto de una vida que no se extingue sino que circula, que no se volatiliza sino que agarra corpus en el papel, en el libro, que no se queda atrapada en las redes de la existencia física, sino que busca una no-explicación, una inmanencia y que fue lo que encontró Josemári en sus experiencias de ayahuasca (“Y cubrámonos de rojo nuestras almas, como rojas te hará ver las cosas cierta planta mágica.”) y en sus experiencias que integran al libro como si hablara con un espíritu, alma (o fantasma, para occidentalizar la explicación) y que equivocadamente Estuardo Núñez no lecturó en su proemio mostrando sólo el lado formal o sea “Una poesía del mediodía, sin sombras ni resquebrajaduras, sin límites de tiempo, pero con todas las audacias de quien maneja el idioma con sabiduría y delicadeza, sabor a selva, etc”. Creo que si Josemári se equivocó en algo fue en encomendar a Estuardo Núñez como su presentador oficial, quizá por la cercanía de este con José María Eguren (a quien le hizo una reconocida biografía), aún así es notoria la lejanía entre Josemári y Núñez, intuyo que por presiones también formales, porque el texto ameritaba un presentador iniciado, más diestro bajo Las órdenes del sol, o por lo menos alguien que entendiera mejor al sol de medianoche que no se pone y que gira sobre las cabezas polares coronándolas de su fuego abrasador. Para finiquitar este punto anotemos que Estuardo Núñez, uno de los anunciados, no llegó a ir, por uno u otro motivo, a la presentación del Libro del sol.
Volviendo al ojo del sol, (ojo luminoso y tuerto) no podemos dejar de lado la interpretación ocultista que le otorga el arcano decimonónico del Tarot [3] y que aparte de simbolizar la doble acción calórica y luminosa del sol muestra al sol, astro de fijeza inmutable y relacionado a la purificación a pruebas, a causa de que estas no tienen otra finalidad sino tornar transparentes las opacas cortezas de los sentidos, para la comprensión de las verdades superiores. Pero este arcano en sentido negativo puede significar idealismo, incompatibilidad con la realidad que son prácticamente las virtudes de todo escritor entregado al “fuego” de la poesía.
El sol, arcano decimonónico del Tarot nos revela también la dualidad de sujeciones con las que pudo escribir Josemári el Libro del Sol para purificarse y para mostrarnos con su no-suicidio la incompatibilidad con la realidad entendida esta última como idealismo puro. Apurémonos en apuntar algunos nombres, ‘sujetos idealistas’, con los que se identifica el poeta y que aparecen en el texto, aparte de los padrinos shipibos o “chamanes”[4]: el conocido y mágico José María Eguren, “Luisito” Hernández, diminutivo de parentesco, aún cuando en Josemári devenga simplemente en conocimiento poético o sujeto poético conocido por el texto que se frecuenta. También aparecen Keats, otro semiadaptado y uno de los líricos de la poesía Inglesa: Lamia, Isabella, Hyperion, A una Urna Griega, Endymion, etc. Otro sería el belga Mäeterlinck, premio Nobel 1911 (“Recuerdo también las luces de Mäterlinck/ y de los cuentos rusos,/ ¡la luz que vislumbramos en la infancia!/ de niña Primavera, luz de esperanza.”), a los cuales hay que agregar algunos nombres como el de Antonio Cisneros de quien Josemári descree a través de una imagen y que por extensión se le asigna a la interpretación general del texto y a la persona a quien elude: “Ahora quisiera asimilar las riquezas del esplendor; ¡De este esplendor¡ / pese a que en Lima/ hayan talado los bosques hace tres siglos,/ según dice Cisneros,/ cosa que en realidad yo no creo”.
Otro apunte necesario, aunque no indispensable, sería el de los lugares comunes en el que “aparentemente” se realiza el texto como parte del expresionismo que se pierde y que se encuentra en algunos momentos en la poesía de Josemári. Estos serían Comas, Villa el Salvador, San Juan de Lurigancho, San Isidro, Lince, el fundo Pando, Lima, ciudad de los reyes, Miraflores, Magdalena del Mar, su ciudad natal; y otros más del ‘otro lado’ como Yarinacocha, Selva peruana, Valencia, Santiago (Santiago de Compostela), etc. Lugares que por cierto guardan una cualidad canicular a la observancia del poeta, la mirada que incendia, la mirada que se pierde en los rayos solares o en el vapor que brota de la memoria: “En Santiago/ Se experimenta/ El arreciar callado de los tiempos por sobre el cuerpo/ Siempre en un mar de deleitables aires/ Siempre acariciados de David en su arpa./ Subliminalmente ángeles recorren/ de su confianza el orbe/ De la luz que aquí tiene su piedra angular/ El renacer de todos los idiomas,/ El borbotear del espíritu/ En su alada audiencia del todo de la vida”. No podemos decir que la poemática de Josemári sea expresionista, pero que sí se presta a algunos alcances palpables en la realidad concreta para decir lo interno, lo interior donde la noche no alcanza al sol que no se oculta y que permanece radiante en su mediodía.
Continuando, en el Rig Veda el sol es ambivalente; de un lado es “resplandeciente” y de otro, “negro” o invisible, siendo entonces asociado a animales etónico-funerarios como el caballo y la serpiente. La alquimia recogió esta imagen del Sol niger para simbolizar la “primera materia”, el inconsciente en su estado inferior y no elaborado. Es decir, el sol se halla entonces en el nadir, en la profundidad de la que debe, con esfuerzo y sufrimiento, ascender al cenit. Este ascenso es definitivo, pues no se trata del curso diario, sino que éste se toma como imagen, es simbolizado por la transmutación en oro de la primera materia, que pasa por los estadios blanco y rojo, como el sol en su curso. Por su indudable interés y sentido adicional, que delata la intensidad del sentimiento solar, recordaremos que Tácito y Estrabón hablaban del “ruido” hecho por el sol al nacer en Oriente y al hundirse en las aguas de Occidente. El ruido de trombón casi imperceptible que dejó Josemari en cada uno de sus poemas, los textos música que no vieron la luz ni alcanzaron los decibelios del oído formal de la crítica o de los editores, los textos-cenizas que retornaron a la tierra, a ese lugar de la inconsciencia donde todo se conserva. No obstante, la desaparición brusca del cuerpo o del texto cremado nos trae también la desaparición del sol tras el horizonte y que se podría relacionar con la muerte violenta de los héroes pero no en el sentido emersoniano de la antipatía, sino en el del embanderado por una justicia superior, como Sansón, Heracles, Sigfrido, etc, La desaparición “heroiciada” por los amigos también de nuestro poeta del sol. Hay una anécdota que escribe Hildebrando Pérez Grande en la revista Voces [5], en el que cuenta cómo Josemári aparece con un cono de helados de repuesto para el hijo de Hildebrando que había accidentalmente dejado caer el suyo. Acaso no fue Josemári para el niño, el verdadero héroe de los cuentos de hadas. Nada es casual en esta vida y toda casuística está marcada por lo causal, por los hilos que tejen las vidas, esos hilos amarillos con el que Josemári tejió su propio estro poético. Anotemos estos versículos del Apocalipsis sobre “el Jinete del caballo blanco” en el que un ángel parado en el sol clama al dios desde el mismo fuego: “Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea./ Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas ; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo./ Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: El Verbo De Dios./ Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos./ De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro, y él pisa el lagar de vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso./ Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: Rey de Reyes y Señor de Señores./ Y vi a un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios…”
Para redondear nuestro entendimiento/explicación del rapsoda Josemári, trataremos de revisar algunos textos desperdigados en revistas, fanzines, etc., aprovechando la compilación que prepara Luis Fernando Chueca en torno a un poemario inédito dedicado al mago Merlín. Es posible que haya textos en manos de amigos o de terceros, apelaremos quizá a los más conocidos, textos que aparecieron en Dédalo, Motivos, Polvo Enamorado, Idéele, Vórtice, Hipocampo de Oro y el Fanzine-revista Ácido que dirigí con Carlos Rengifo a fines de 2000. Quiero adelantar que en toda su poesía está presente el tema del sol, el desgarro o la soledad, pero siempre hay una presencia de entrega, de búsqueda, de remoción de los sentimientos; y también una apertura al vacío, tema que quizá en los últimos años de su vida se vio acentuado. Lamentablemente no se cuenta con sus últimos textos, los pocos que leí gracias a su confianza me causaron un extraño sentimiento de incomprensión y solidaridad. No obstante que no se puede ser solidario con lo que no se entiende, tal vez porque la poesía establece parentescos, arterias o venas que crecen y se profundizan en la carne, estableciendo lazos intrínsecos incluso más vitales que los sanguíneos.
El primer poema editado por Josemári Recalde probablemente sea, salvo otra indicación, “Viaje” (1992), texto dedicado a Jorge del Pozo también poeta, (internado en un nosocomio local de rehabilitación por problemas con drogas). Josemári por su propia vida de huidas constantes siempre encontraba en el riesgo “del que no tiene nada que perder” a sus “hermanos de viaje”, sus compañeros de destino.
El texto “Viaje” corregido varias veces antes de su publicación por indicación de Willy Gómez —director en ese entonces de la revista Polvo Enamorado—, guarda algunas claves de su trabajo poético que sería auspicioso para el siguiente ensayo descifrar: “pero la noche fue un viaje, un camino amarillo y sin/ espinas, un largo camino amarillo para ser transitado/ con fruición, un sendero rodeado de árboles exóticos y de altas hierbas índicas,/ un largo y no muy ancho camino bajo el sol,/ camino de misterio sacado de antiguos libros lustrosos”. La noche como un camino amarillo nos devuelve el significado de la felicidad, el pase o trasvase de la obscuridad a la luz donde los vasos comunicantes nos traen la certeza de que algo relacionado a la felicidad o la misma felicidad será llevada a buen puerto (eso debería ser “el ideal”), pero inmediatamente aparece el sol asociado a lo oculto, al misterio que en este caso procede de los libros (“antiguos libros lustrosos”) o de la cultura popular, cuando no de su propia interpretación de lo que para él era el sol.
Se cuenta que Vulcano, dios del fuego en la mitología romana, debía vivir fuera de la ciudad, en el campo de Marte ya que su don destructor de todas las obras hechas por la mano del hombre hacía peligrar la vida y la realización de todo lo que ello implica, dicen que el hombre debía efectuar una fiesta llamada Vulcanalias o Mulcíber, Mitis o Quietus, para detener su don destructor; quizá en estas fiestas se hacía sacrificios humanos que luego arderían al sol y con ello toda deuda quedaba saldada. El hombre podía cosechar la tierra y el Sol-Vulcano podría arder sin dañar al hombre. No sería forzado pensar que el acercamiento-solsticio de Josemári al sol haya sido más que un acto de inmolación solitaria, también un acto de verdadera conmiseración humana hacia la vida, un acto de real heroicidad[6]. De todas formas, es imposible para quienes lo conocimos pensar que Josemári haya sido un sicofante.
Es necesario rastrear otros textos de Josemári si queremos ver más allá de las hojas de una arborescencia y llegar a la raíz, al lado oculto, las sombras que proyectaba en la pared el corpus de Josemári Recalde.
En diciembre de 1993 se organizó un Foro de Poesía con 24 poetas en la Alianza Francesa de Miraflores en la que participó Josemári, por esos días el mismo Josemári me alcanzó el poema “Este Naufragio La Noche”. Algunos versos nos sirven de epígrafe al siguiente trabajo. Entrego el texto completo como un testimonio de la soledad, el desapego a la vida y la distancia con este mundo anodino que está detrás de la ventana, en la “azotea de ese viejo edificio” o de otros edificios, casas, casonas, quintas, habitáculos donde vivió Josemári: “Este Naufrafio la noche/ En la azotea de ese viejo edificio/ No vengas/ Por la calle inclinada/ Las paredes lloran/ El mar/ Por los pliegues de esa piel detenida/ Con mi máscara/ Puedo salir a buscarte/ Oye lo que me dice el guardacaballos/ Mi mensaje de muerte se lleva// Yo sé de ese lugar amarillo/ Donde estamos los dos/ Y unas estrellas grises dispersas por el suelo/ Yo sé de ese lugar/ No vengas/ La calle llora/ El naufragio/ Mascariento yo yazgo en ese rincón de la azotea// (Escribo flaco y sin proyectos)/ No vengas/ La noche su hocico pega a mi ventana/ Sé que el mar/ es una piel muy suave/ Así la calle guarda un lugar para ti/ Un lado al que los frenos no han llegado/ Una sombra oscura/ Para qué pedirte que vengas// Y cubras todo de tu velocidad/ Me he quitado la máscara/ El muladar espera de mí una orden/ Ninguna es/ La única es esta constante espera/ huida de las arbitrariedades del tiempo/ Este sonado concierto que no cae de tu nombre y yo quisiera// Hay un sopor amargo/ Ninguna es la manera/ (No vengas) ”.
Es necesario resaltar “lo que dice el guardacaballos/ Mi mensaje de muerte se lleva”, porque desde esa época (hace diez años) Josemári estaba solo a pesar de su familia, la mamá, las tías abuelas, a pesar de sus escasos amigos, a pesar de la universidad, el trabajo en el periódico o la caricia de una compañía. Creemos que este texto “Este Naufragio La Noche”, náufrago entre otros de sus textos, es uno de los más significativos en los poemas testimoniales del joven de 20 años que empuñaba el bolígrafo hiriéndose en el vientre, como Mishima y su Pabellón de Oro, dañándose, porque era mejor sentir el dolor del vacío, la propia herida que el reconocer que era el hermano, el padre, el familiar cercano, el mal amigo quien asestaba el estilete sin remordimientos (otra vez la idea del ‘héroe’ que flota en el desierto [7]), y porque él se reconoce y reconoce al verdugo, al ser amado, lo inanimado que vendrá por el ánimo de la vida que se sufre: “Hay un sopor amargo/ Ninguna es la manera/ (No vengas)”. Esta última negativa entre paréntesis aparentemente impositiva no es más que una prerrogativa, unas palabras de desamor, un balbuceo inerte a alguien que no sabe –o no entiende; o no quiere entender— nada sobre el amor ficticio y la verdad ficticia, porque el poeta flaco y sin proyectos escribe casi como una catarsis, como una forma de desahogo, de sentirse bien purgándose, sacando de adentro la astilla clavada en el corazón.
En la revista Vortice, Nro. 4 de junio de 1997, Josemári edita cuatro textos bajo el título “Sin todas estas palabras” en los que una vez más nos muestra su desgarro mostrándonos contradictoriamente la “belleza” del ser humano y su (in)justicia ciega: “Es maravilloso/ todo lo que el hombre puede hacer/ Es maravillosa/ su mirada, su caricia,/ su cerebro celeste.// Para mañana,/ cuando salgamos sin ropas/ de nuestros viejos hogares,/ él nos vendrá a juzgar,/ y no otro dios.” Si comparamos este texto con los textos de su casi adolescencia encontramos que su camino está marcado, y la línea de Gauss que señala la trayectoria hacía casi evidente un colapso de funestas consecuencias. Son conocidas las anécdotas de Josemári anunciando su suicidio, una, quizá la de mayor resonancia, fue cuando le dijo a Pocho Ríos (abogado, juez y amigo de Josemári desde fines de los ochentas) que quería matarse, entonces Pocho apeló a la religiosidad de Josemári para que en nombre de ese Cristo perseverara sobre la vida. No quisiéramos que este hecho “anecdótico” se tomara como premisa a lo ocurrido el 20 de diciembre del 2000, pero es necesario apuntarlo para entender/explicar su poesía, cualquier otro intento por llevar la explicación al terreno de lo no-explicativo será extraliterario.
Josemári pertenece, no por las características de su muerte, sino por su experiencia de vida, a esa generación de los noventa que fue empujada a la tragedia, al rictus doloroso del vacío, la realidad caótica los convirtió en ángeles o simplemente fueron ángeles y nacieron ángeles “en un mundo de pícaros y pazguatos” como anota Luis Alberto Sanchez al referirse a Eguren en el prólogo a la Obra Poética Completa de este (edit. Milla Batres). “Los suicidados de la sociedad” (Artaud dixit) tuvieron como única razón de vida a la misma poesía. Es notoria la ligazón de los poetas muertos del noventa con la marginalidad o la vida lumpenesca. La generación de los noventa es una generación trágica marcada por el dolor, y no hay experiencia individual, sino sumas de experiencias que hablan más que estas líneas.
Carlos Oliva, encerrado varias veces en las mazmorras, y muerto en un confuso accidente de tránsito al igual que Juan Vega atropellado en la avenida Emancipación luego de haberse despedido de una reunión en “Las Rejas” de Quilca, dándole un beso a cada uno de sus amigos y con el que nos veíamos para ver cine en la puerta del BCR. Elí Martín, empujado sospechosamente a la muerte rápida, peor, segura, de la decadencia física. Tomás Ruíz, que se llevó un libro mío para editarlo (ahora perdido) y, al decir de muchos, también se dejó morir. Josemári no es la excepción a la regla, de la regla, a la realidad embriagadora del vacío del yo que no puede vencer la miseria y al desgarro, ese yo que en hebreo es Ani y que “casualmente” contiene las mismas letras que la nada es decir Ain, anagrama cabalístico de suma importancia para entender a la generación de los noventa, y en ella a Josemári Recalde.
Incluyamos también a todos esos amigos de los noventas, artistas todos, que fallecieron víctimas de esta sociedad que asesina a sus creadores: “El polaco” muerto también en un accidente de tránsito, “El cachinero” muerto al caerle una herramienta de construcción en una zanja donde laboraba como peón. “Kilowatt”, quien se fue a morir a la Argentina, porque esta realidad ya había superado su capacidad de soporte. Quisiera incluir a dos personas ‘mayores’ que un poco significaron parte de los estandartes que movieron a un sector de los poetas de los noventas: El actor Hudson Valdivia (con cuya hija Luby “estudié” periodismo) y Grover Gambarini, muertos en acción, abandonados a la soledad que enfrentaban todos los días con un vaso de aguardiente en la mano, y que propulsaron los recitales-concierto en “Las Rejas” de Lima en el año de 1991 en el que, de seguro, Josemári leyó u ‘oralizó’ sus primeros poemas. Es de resaltar que la urbe, el mundo de los carros, motores, fierros retorcidos y los semáforos, mató en estos años también a Francisco Carrillo y a Luis Fernando Vidal ambos profesores. Al que hay que agregar a Julio Chiroque Paico el de Los Gallos Vigilantes muerto bajo las ruedas de un tren en el altiplano.
Finalmente, en Yachay directorio de webs peruanas en internet aparecían dos textos de Josemári fechados el 15 de diciembre de 2000, o sea cinco días antes del incendio en la casa de Jesús María (Jirón Huascar 1844 Dpto. Nro. 13). Estos poemas prácticamente de despedida, empiezan proféticamente con palabras directas, cuyo brillo no ha de ser las de un mediodía de verano sino las del crepúsculo (crepusculum), pero no la que precede a la salida del sol, sino la que corresponde a la puesta del sol: “hacia el momento sin final/ hacia la unidad múltiple”. Mejor apuntamos los dos textos para intentar delucidar su intensión: I “hacia el momento sin final,/ hacia la unidad múltiple,/ hacia la multiplicidad una,/ hacia la higiene/ del ser sobre las ostras del mar,/ del ser sobre los moluscos,/ desde un sol bannista/ al crepúsculo/ extasiador/ de advenimientos”. II “Qué escribir con lápiz/ Qué refugio hallar/ para la sed imbécil/ de aprehenderlo todo/ de no ser no una sanguijuelilla,/ sino de diferenciarse,/ cuando la identidad,/ justement,/ proviene de la vida,/ proviene del contacto/ cultural,/ interracial/ y escrito,/ depende de los lápices alegres/ Que desleir sofismas/ y vanidades/ Al arquetipo vamos”. En el poema II aparentemente se habla de identidad, pero de una identidad construida con la vida forjada en la búsqueda y la constancia alejando sofismas en un viaje al arquetipo, la ejemplaridad de un modelo de vida que necesita demostrarse en la práctica y cuyo señuelo ha sido lanzado al mar de la esperanza o mejor cuyo señuelo va directo a las llamas del sol, donde la “higiene” es producto de una de las formas como los antiguos conocían la limpieza de la carne y del espíritu. No sabemos exactamente si este poema fue escrito antes o después de la edición del “Libro del Sol”, en todo caso guarda, como todos sus poemas, una estrecha relación con la (su) vida.
Rubén Millones, en la contratapa del Libro del Sol, dice: “Así, los momentos de dolor serán también instantes estéticamente aprovechables.” No creo que el dolor sea un pretexto más para escribir, el dolor corresponde a la existencia como el sol a su incandescencia. En el dolor y la vida hay una imagen hipostática. La vida rezuma su quejido, la escritura no se regodea con el dolor, la escritura es dolor en Josemári. No dolor del que se escribe, sino dolor que escribe. Hay que rescatar —y aquí sí coincido con Millones— a José María Eguren, “minuciosamente admirado por Josemári” e incluso la contracción de su nombre, resaltemos que su padre y su hijo se llaman Josemaría, esa alternación entre Josemáris y Josemarías es una tradición que venía desde sus abuelos y que Josemári Recalde quería conservar. Es necesario apuntar la admiración del poeta del sol por Eguren manifestado en varias conversas durante infinitas noches caminando por Lima y del que nuestro autor bebió sólo lo necesario. En Eguren hay algunos poemas que sería menester traerlos para ayudar a interpretar el tema que nos ocupa: “Las candelas” y “Las Niñas de luz” (La Canción de las Figuras, 1912). “El dios de la Centella” y “El dolor de la noche” (Sombra, 1916). Títulos en los que arde el mismo material inflamable que atizó ciertos poemas de Josemári. Hay un indicio del fuego luminoso que por ratos parece deslumbrar de misticismo a Josemári. Leamos “El Centinela de Fuego”, poema inédito de Eguren incluido en la edición de 1974 de Milla Batres: “En la lejana penumbra,/ un centinela de fuego,/ mira con ojos altivos/ el campo abierto.// Despavoridos se agitan/ los hombres de monte y vega,/ si alguna tarde columbran/ al centinela.// Por la pampilla nevada,/ trotan aullantes los lobos;/ van hacia él; lo circundan/ tristes y roncos.” Arriesgando parte del sentido de este ensayo, podríamos decir que este poema guarda estrecha vinculación con los textos de Josemári donde se entremezclan las “radiaciones solares”, el entorno de angustia y el desgarro aquí simbolizado por los lobos tristes y roncos. Leamos también, un fragmento de la prosa “La Lámpara de la tarde” en la que Eguren, alejándose de sus Simbólicas, nos habla de ese dolor reconocido en Josemári, pero no heredado. El dolor no se hereda, se identifica, se reconoce, el dolor es la sangre que circula en las venas del creador. Sin dolor no hay más que panaceas que reemplazan a la vida en su camino nadaísta (en el sentido existencial) de marasmo: “El escepticismo, la inutilidad de las cosas; pensar, no pensar, todo es sufrir. Cada luz es nueva sombra, y un nuevo engaño cada amor”.
Ni la contratapa del libro, escrita por Millones, ni el proemio, escrito por Nuñez (este menos), aciertan con la vida estropioza y llena de altibajos (cuando no de la angustiosa calma del guerrero que espera la confrontación final), y decimos vida porque para Josemári la vida debió ser también la escritura; y no sólo son los “registros, estilos, calcos, alteraciones, manipulaciones, etc.” Ni tampoco su religiosidad cristiana “que desborda sus propios límites”. Aunque si es cierto que la purificación es uno de los tópicos con el que el Libro del Sol irradia sus poemas. Víctor Coral en “Algunos símbolos en Libro del Sol” (Flecha en el Azul) señala que “al asediar poemarios como Libro del Sol (…) los niveles de exégesis se confunden o desvían, y el lector termina envuelto en imprecisiones conceptuales que echan a perder la utilidad del acercamiento”. Hay que anotar también los riesgos que se corren al afilar o agudizar los espéculos, sobre todo cuando se trata de una poesía en que el subjetivismo lucha espacios de realización “plena” a la realidad objetiva. La poesía es el mejor caldo de cultivo para una variedad increíble de interpretaciones creo que la temática indagatoria al Libro del Sol no se agota aquí, ni mucho menos, porque la realización hermenéutica tiene sus propios mecanismos sobre todo cuando esta se ciñe a una ética y a una estética donde la honestidad y la búsqueda coinciden en la coordenada de la hybris y la “objetividad” del texto. Y más aún cuando el libro en cuestión se muestra como una imagen calidoscópica reflectando luces cuya procedencia es menester —para el siguiente trabajo— averiguar.
No podemos acabar esta intervención sin afirmar que la poesía de Josemári sería —como se ha estado avisando en todo este trabajo— una poesía de fuego, una poesía de salamandra mitológica que asiste a una cremación avisada, un acto heroico y solitario y un acto de transición puesto que para los antiguos alquimistas la salamandra puede vivir en el fuego, y la salamandra única y solitaria es también fuego. “La eternidad se gesta en el Viejo Mundo./ Uno es desde siempre transeúnte”. Para Eliade, atravesar el fuego es símbolo de trascender la condición humana. Igualmente Paracelso establecía la igualdad del fuego y de la vida, ambos para realizarse necesitan consumir vidas ajenas. Acaso Josemári no quiso ser el egoísta que es cada uno de nosotros y prefirió estar al margen de la vida misma. Vida, vidas, ¿Cuál es el sentido de las relaciones humanas? Las vidas que se rozan, las vidas que tienen que vivirse con un sentido real aún cuando el camino sea el fin. Nótese que Josemári no fue gregario, a las justas tuvo unos cuantos amigos y quizá sus más grandes amistades no hayan sido poetas sino personas comunes marcadas por la desesperación como fueron la chilena Ruth, en cuya casa de surquillo vivimos algunas semanas, el payador Jochi radicado ahora en Santiago y a quien invitó al Cuzco en unas vacaciones pagadas, u Omar Flores quien pudo rescatar del fuego y del agua de los bomberos algunas fotos del amigo abras(z)ado por el sol, el amigo que ha renacido de sus cenizas y a quien le devolvemos esta luz de encendedor, esta luz que alumbrará sobre la tumba del poeta y de todos los poetas llenos de verdad y, porque sólo la verdad puede derrotar todas las tinieblas de la mentira, el marasmo y la desidia de la crítica, la historia de los vencedores y la modorra intelectual que plaga de vicios este mundo, en tanto que este mundo sólo necesita del sol y de todas las reacciones químicas que suceden en esta vida que se vive, esta vida que también tendrá que entregarse al sol o a otro dios fiscalizador de las penas y amarguras fiscalizador de las alegrías o aciertos, fiscalizador también de lo que pudo haber escrito un poeta con el talento de Josemári Recalde. Sol invictus, Sol salutis, Sol iustitiae.
Quizá esta pequeña travesía por las brasas ardientes de la poesía crepuscular de Josemári nos haya desviado por ciertos caminos o vericuetos del texto. Siempre habrá otra oportunidad para resarcirnos cuando de poesía y vida se trata. Mientras tanto, como en las ceremonias sobre el fuego en las Islas Fiji, sigamos caminando sin quemarnos, sigamos leyendo a los poetas no con la distancia, sino con la identificación plena de la vida más aún cuando esta ha sido siempre parte de esa realidad a la que llamamos “cotidiana”, pero que para cada uno se descubre como diferente.
Josemári Recalde, amigo, descansa en paz.
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- «Debido al movimiento solar se pensaba que Helios viajaba por el cielo en un resplandeciente carro tirado por cuatro caballos. A él mismo se le imaginaba como un glorioso joven, con una corona de rayos sobre la cabeza, adornada por largos bucles. Con la diosa del mara, Climene, tuvo un hijo, Faeton (el luminoso) el cual pereció en su intento de dirigir un día el carro del sol, en lugar de su padre. Sobre la isla Trinaquia pacen sus rebaños de vacas y ovejas inviolables y blancas como la leche. La flor que siempre esta vuelta hacia el sol, el heliotropo, era Clitia, su enamorada convertida en flor». Hermann Steuding. Mitología, 1958.
- «Casi un año antes, fines del 99, tal vez verano de 2000, surgió la posibilidad de la publicación: había en Ceapaz la necesidad de corregir un texto y le propuse a Josemári que se encargara. El pago no sería en efectivo, sino con la edición de un pequeño volumen de poesía (que reclamaba ya hace tiempo la forma de un libro), en una tirada que permitiera un buen número de ejemplares para él y otro tanto para repartir con la revista Flecha en el azul. Creo que sin demasiado entusiasmo, Josemári aceptó. Tiempo después, quizá hacia julio o agosto, el libro seguía sin existir. Josemári no se llegaba a decidir: «No puedo distanciarme de mis textos para escoger cuáles valen la pena», me dijo más de una vez, y me pidió que hiciera la selección. Pero sí tenía muy claro que quería que el libro fuera una muestra de su poesía; sin desequilibrios que magnificaran los textos desgarrados, que privilegiaran los recorridos por su Lima o que mostraran una excesiva religiosidad. Todo ello, claro, debía estar presente; así como su esencial experiencia con la amazonía y sus rituales.» Luis Fernando Chueca. Revista Flecha en el azul, Nro. 14 año 2001.
- No es la pretensión de este trabajo tener como soporte a los «artilugios», «ciencias ocultas», o seudociencias, sino abarcar en cuanto se pueda los temas e influencias de conceptos con las que pudo contar Josemári Recalde. Quisiera anotar, aprovechando la coyuntura temática, que Carlos Valencia ha escrito La Numerología en el Poeta Josemári Recalde (Lima 1973-2000) (hoja suelta), lo incluyo aquí como un aporte a la reunión de textos y trabajos –los pocos que se han escrito sobre el autor del Libro del sol: «Josemári Recalde Rojas, falleció de múltiples quemaduras de un incendio que el mismo provocó, el 20 de diciembre del 2000 (solsticio de verano). Esto fue escrito en el último verso «por eso incendio mi cuerpo» de su poemario Libro del Sol, Ed. CEAPAZ, Lima 2000. Sobre estas coincidencias hay que hacer una investigación mayor, por ejemplo con los poemas publicados por Josemári en revistas de la Universidad Católica, pero sin duda se completarán con el transcurso del tiempo. Todo es cuestión de tiempo. El Número Trece: Josemári vivía en el jr. Huascar 1844 Dpto Nro. 13 en Jesús María. Se presentó en los Viernes Literarios de Juan Benavente en Quilca en el programa Nro. 313 (véase volante de la programación del 7 de julio de 2000). El poeta Carlos Bayona le dedica un poema «Prolongación del Misterio» en la página Nro. 13, en la antología del Taller de Poesía de la UNMSM, ed. De la unmsm y el Proyecto ed. «El Mantaro» Año III, Nro. 3 de enero 2002 (…) Josemári se suicida el 20 de diciembre de 2000, esto también es conocido, pero saben cuántos días habían transcurrido desde el inicio del 2000…¡habían transcurrido 355 días!, y la suma de los dígitos es la siguiente: 3 + 5 + 5 = 13. El Número 29: Presentó su poemario Libro del Sol un 29 de noviembre de 2000 en el Centro Cultural de España, uno de los presentadores fue el poeta José Pancorvo. En el poemario existen 29 poemas intitulados, aunque carece de índice. La palabra SOL está mencionada 27 veces y la palabra SOLES, dos veces que juntos suman 29 veces. En la primera y única presentación de Josemári Recalde en Viernes Literarios, al finalizar el recital dijo a Juan Benavente, -«ahora ya puedo morir tranquilo», (7-7-00). (…)» Carlos Valencia (20-12-02).
- A propósito guardo algunos libros sobre la poesía de la selva dejados por Josemári en algunos lugares donde habitó, por ejemplo y curiosamente «La Antología de Poesía Lírica Aguaruna» cuya traducción está hecha por José María Guallart Martínez S.J. y del que se puede extraer los siguientes versos: «De mí Anciano el espíritu/ alzándose me habló/ alzándose me habló:/ ¿Acaso has de morir?/ ¡Que así no sea!/ Así me ha dicho,/ así me ha dicho./ De aquí, de aquí/ sin daño he de escapar./ ¿Acaso has de morir? ¡Que así no sea!/ Así me habló, así me habló/ Naufragar no podré.»
- «En los últimos años lo vi, en más de una oportunidad, cruzar territorio comanche, siempre con la mirada cordial y el gesto amistoso. En más de una ocasión coincidimos, accidentalmente, en una tradicional heladería de Magdalena: aquella que está situada milagrosamente entre el Fuerte Apache y la Huaca de Sanmiguelito. Los dos íbamos a apagar fuegos fatuos (los míos por lo menos). Allí intentábamos aliviar nuestros incendios personales. Mientras él bajaba del olimpo con una pequeña manchita, yo subía con mi tribu. Cierta tarde recalé con mis hijos a la mencionada heladería de la calle Libertad. En medio de la fiesta familiar, al más pequeño de mis hijos se le cayó el mundo al suelo. Quiero decir: el cono de helados que tanto anhelaba. Antes de que me percatara de este terrible accidente que dejara paralizado a Diego, mi último mohicano, como un ángel caído del cielo, como un auténtico mago de ensueños o uno de esos héroes que pueblan las revistas infantiles, apareció Josemári con otro cono de helados que, obviamente, le devolvió la vida a mi hijo. Desde entonces Josemári se convirtió en una suerte de personaje inolvidable en nuestras vidas.» Hildebrando Pérez Grande. Revista Voces, Rev. Cultural de Lima Enero-Febrero 2001, año II, Nro. 6 (p.26, 27).
- «El culto del héroe ha sido necesario no sólo por la existencia de las guerras, sino a causa de las virtudes que el heroísmo comporta y que, siendo advertidas seguramente desde los tiempos prehistóricos, hubo necesidad de exaltar, resaltar y recordar. La magia, el aparato, el esplendor del mismo vestuario guerrero de los antiguos así lo proclaman, como la coronación de los vencedores equiparados a reyes. La relación entre la <>, es decir, entre la lucha contra los enemigos exteriores y materiales, y el combate contra los enemigos interiores y espirituales, determinó automáticamente la misma relación entre el héroe de una y de otra guerra. Todas las cualidades heroicas corresponden analógicamente a las virtudes precisas para triunfar del caos y de la atracción de las tinieblas. De ahí que el sol se asimilara en muchos mitos al héroe por excelencia. Por esta causa, en las monedas aparece Alejandro el Grande con los cuernos de Júpiter Ammón, es decir, identificado con el sol pujante de la primavera, bajo el signo de Aries. Por ello dice Jung que el más egregio de los símbolos de la libido (y pudo decir espíritu) es la figura humana como héroe, objeto de mitos, leyendas y relatos tradicionales. Y también que en el destino del héroe coinciden lo histórico y lo simbólico. El héroe tiene como fin primordial vencerse a sí mismo; por eso en las leyendas germánicas los héroes suelen tener ojos de serpiente. En el mito de Cécrope, el héroe es mitad hombre y mitad serpiente. La cristianización del héroe lo convierte en caballero, bajo la advocación de los santos guerreros, como san Jorge y san Miguel arcángel». Juan-Eduardo Cirlot. Diccionario de Símbolos. Edit. Labor (1994).
- «Se puede morir por Atenas o por Roma, y se puede morir además por el hermano o por el amigo; más hermoso es morir por el adversario, si tiene razón; mucho más por una idea, si es justa; y es sublime vivir desgraciadamente, si la existencia es útil para cualquier otro, excepto para sí mismo». Juan Bovio. El Genio. Editorial TOR, 1943.
Publicado en Revista Digital Remolinos, Revista de Creación Literaria y Actualidad Cultural. Año II, Número 20, Feb-Mar 2007, Edición Mensual.