Opinión

En memoria de Don Lizardo Salvatierra Paredes, fundador de San Juan de Lurigancho

Lele el artículo de Percy Vílchez Salvatierra

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El 31 de octubre de 1930 nació Lizardo Salvatierra Paredes. Muy joven ingresó a la empresa Backus & Johnston donde laboró por 32 años de 1949 hasta 1991. Allí fue dirigente sindical dado que la política y la defensa de los derechos de los trabajadores fueron parte integrante de su día a día. Tal es así que fue fundador de la Federación Cervecera Cristal.

En ese sentido, como, por sobre todas las cosas, fue aprista desde muy temprano (creció en Cartavio en los años inmediatamente posteriores al Holocausto del Año de la Barbarie y el Apra, entonces, era no solo una organización legendaria sino una promesa y una esperanza para el pueblo en el Norte) y en Lima se hizo dirigente del Partido de la Estrella en San Juan de Lurigancho, distrito grandísimo cuya fundación como tal le debe a sus acciones todo aunque en conjunción con la de otros esforzados vecinos más Ramiro Prialé que auspició las gestiones correspondientes desde su posición fundamental en la escena nacional.

En estos lares, asumió la investidura de Gobernador en los años amargos de la guerra contra la subversión terrorista de la extrema izquierda y fue respetado incluso por aquellos que en esos tiempos no tenían ningún problema con hacer volar a los dirigentes y representantes cuyas acciones atentaban contra los intereses del pueblo o incidían en las innúmeras formas que la corrupción tiene en nuestro país desde antaño dado que siempre sirvió al pueblo y no se sirvió de la política para satisfacer bajezas de ningún tipo.

Amaba al país y le gustaba el futbol. Auspició a un equipo llamado «Once Amigos» y fue socio del Club Sporting Cristal (el #208).

Criollo espléndido y guapo, colorado en verano y rosado en invierno, nunca pálido, escorpio nato, seductor, aunque severo, serio, pero dueño de grandes alegrías. Tenía visos de melancolía que aparecían de vez en cuando dejando en presencia del gran hombre un cierto rastro de poesía y bruma sobre su horizonte de tribuno de la plebe.

He atravesado tantas formas de vida que a veces creo haber avergonzado a mi padre si es que no he estado a la altura de la ética que él exigía a la familia y a todo aquel que apreciaba al menos en apariencia y según la mayoría de reportes (nadie es santo y nadie es pecador al 100%). Sin embargo, he tratado de no incidir en acciones nefastas pues el gran hombre me enseñó que la honestidad es el valor fundamental para ser un hombre de bien, algo que, para él, que conocía a fondo la política, era la virtud más importante y la más escasa en la escena pública y por eso la cultivaba en todas sus formas.

Facilitó todo a sus hijos e incluso a sus nietos a tal punto que jamás tuve un solo apremio hasta su muerte cuando ya tenía trece años. Sin mi abuelo (más propiamente mi padre) andé en el mundo sin rumbo y esa es la grave orfandad que me tocó, pero siempre que he tratado de poner en práctica la bonhomía lo he tenido presente como un genio tutelar, un lar o un penate.

II.

Es muy difícil comprender a las personas que queremos, sobre todo, en nuestro ámbito familiar más estricto.

A veces nunca nos ponemos de acuerdo o no expresamos todo lo que sentimos. A veces es todo lo contrario y eso es una muestra breve de lo que debe ser el infierno.

Varios rinden absoluta admiración al pasado de sus antepasados y son unos pobres diablos en lo personal respecto de sus propios “prestigios”. Otros, se inventan abuelos importantes o buscan vincularse con políticos, luchadores sociales o héroes sin ningún rubor, tan solo para parecer algo más de lo que son y hallar así, por lo menos, indirectamente, un respaldo popular.

A mí, en cambio, no me interesan mis antepasados ni mis familiares cercanos respecto de enaltecer alguna gloria pasada o cualquier cosa por el estilo aunque los quiera a todos de la manera que a cada uno le corresponde y según lo merezcan, más o menos, pero si hubo alguien a quien quise sin reservas fue mi abuelo materno y  no solo porque fue el único que conocía sino porque era un buen hombre, un hombre honesto de verdad que no aceptaba ni el más mínimo favor sin recompensar a quien lo hacía o denegando el gesto si creía que era algo que le comprometiese.

Parecía no deberle nada a nadie y así era en gran medida. Era un caballero a la antigua usanza con códigos de conducta y toda esa onda que solo puede merecernos el mayor de los respetos. En síntesis, un señor cabal y absoluto, muy señor de sí mismo y de sus dominios que eran el alcance de sus propiedades y cargos y, sobre todo, el ámbito perfecto de su palabra férrea y sagrada.

Lo quise una vez y lo sigo queriendo todavía, aun cuando nunca lo comprendí de ninguna forma y aun cuando no he sido el mejor de sus hijos.

En todo caso, mi abuelo murió cuando yo tenía trece años, aunque casi no hablábamos desde que cumplí mi primera decena en esta Tierra. Ya en aquellas épocas, que no podía imaginar que serían las ultimas, mi entendimiento del mundo y mi talante me llevaba a contrariarle hablándole de la revolución y de Mariátegui y a ser muy irreverente cuando el viejo me decía que la verdadera revolución estuvo siempre del lado del APRA, pero no sé si no entendía o no quería decirme, dada mi edad tan temprana o dada mi insolencia, que el mismo pueblo aprista y revolucionario que él conoció, cuando era apenas un chiquillo fascinado por los ecos trágicos que el Año de la Barbarie había impuesto como una pátina sangrienta sobre todo Trujillo y el Norte entero, había sufrido varias veces la negativa de los directivos de la cúpula del partido para no llevar a cabo el incendio jacobino del que solo remedaron La Marsellesa y nada más. Quizás no me consideraba un compañero para tratar esos asuntos, pero la verdad creo que lo debe haber motivado la practicidad de los hombres experimentados que ya han pasado de todo y que han asumido una diversidad de cargos de representación relevantes: secretario de defensa del sindicato de Backus y Johnston, gobernador del distrito de San Juan de Lurigancho, etc.

Además, estas últimas conversaciones se dieron cuando yo había transgredido el umbral de los niños bien educados y me estaba tornando el rebelde impenitente que he sido toda la vida, cosa que el viejo, acostumbrado a la severidad y a la disciplina, personal y hasta partidaria como todo aprista antiguo, veía con los ojos severísimos, pero distantes que tuvo siempre, salvo cuando le cubría las pupilas la tristeza, cosa que ocurría rara vez, pero cuando pasaba era desconcertante puesto que el coloso exhibía, entonces, una grieta en su carácter de acero. Cierta vez, en este sentido, lo sorprendí mirando el horizonte desde la ventana de su estudio y ese debe haber sido mi primer contacto con ciertas manifestaciones que solo la poesía más profunda puede despertar en nuestros sentimientos, un instante muy humano y terrible que uno no puede comprender al primer golpe de vista y que nos lleva a hacernos preguntas y preguntas sin encontrar nunca una respuesta satisfactoria.

Sé que el abuelo tenía muchos motivos para sentir ese desamparo que le cubría a veces. Sabíamos todos que era huérfano de padre desde la edad de cinco años, aunque él nunca haya hecho la menor referencia a su vida pasada, pues él siempre era el hombre del presente y hasta del futuro, siempre estaba lleno de planes y proyectos y llevó a cabo la mayoría de ellos, aunque le faltó tiempo y a alguien que secundase sus ideas pues no tuvo continuidad alguna, al menos no de modo inmediato. En realidad, hablaba muy poco con los de la casa a quienes dominaba solo con detener su vista sobre todos y aun conmigo hablaba poco, aunque hubo un buen tiempo en el que salíamos a todas partes, al sindicato, al local del partido, al hospital, al banco, a la bolsa de valores, a los restaurantes naturistas que frecuentaba siempre para tratar de curarse de sus diversas dolencias, etc.

Era un viejo enorme y fuerte, pero la enfermedad lo fue minando y cuando murió pesaba la mitad de los kilos que había conocido en su plenitud cuando era un tipo robusto como un toro. Paradójicamente, fue, también, un gran aficionado a la tauromaquia. El hombre, así, podía jactarse de su poder físico y moral, un toro y un patriarca.

El viejo era, en todo caso, la imagen del padre y el poder y todas las otras referencias psicológicas que pueden devenir de esta estructura natural y contra su sistema y su forma de entender el mundo me rebelé y perdí y caí y volví a levantarme solo pues ya no había nadie a mi lado y así seguí hasta que empecé a ganar y hasta que aprendí a caer y a seguir levantándome con la frente en alto y sin ningún rastro ni acción que pudiese conducirme a la vergüenza.

El viejo a quien ahora recuerdo y que parecía estar siempre en lo correcto no estuvo conmigo en los momentos definitivos y concluyentes de las vidas que cursé y nunca recibí un consejo ni un alcance suyo además de la imagen viva de su conducta. Por eso es que jamás respeté a nadie que no fuera, verdaderamente, un campeón y una persona genuina y honesta porque él era la medida que yo exigía al mundo entero para poder reconocerle algún valor. (El viejo fue aprista desde la edad de 8 años, es decir, desde el bienaventurado año de 1938 y aun en sus fotos de niño parecía un héroe). Hasta la fecha, pese a mis mil máscaras, no puedo fingir que “respeto” a un estafador o a un corrupto, etc.

Quizás yo haya deambulado casi siempre por rumbos que no eran permeables a la bonhomía, pero así es la vida a veces. A mí, en todo caso, me basta con no haberme corrompido jamás y en ser fuerte, algo que aprendí con el paso de los años porque yo he buscado esa fuerza y he buscado superarme por encima del promedio en todos los niveles.

Bien vistas las cosas, creo que tampoco necesité aquellos consejos que he mencionado pues fui y soy muy soberbio y me he enfrentado a todo lo que lo ha merecido un enfrentamiento, aunque no me hubiera hecho daño evitar algunos conflictos y ser más sereno.

En todo caso, me expuse a todo y dejé que la vida y la muerte me brindaran su sabiduría hasta que me hice un hombre pleno y entendí que mis mejores reflexiones acerca del orden moral no provenían de los miles de libros que leí ni de mis propias especulaciones sino que de alguna manera remota servían al propósito de honrar a mis mayores, pero no he podido enaltecer a ninguno salvo a mi abuelo Lizardo y a mi abuela Agustina pues el resto han sido espejismos y está bien ponerlo por escrito en alguna parte. Todo esto puede ser una impresión falsa provocada por la necesidad de poner en orden al mundo, al propio mundo interno de uno mismo, en mi caso, pero podría ser que no y que fuera una forma de tributo a la raíz y al cable a tierra que todo mortal necesita para estabilizarse.

Mi impresión final es que si no fuera por mis abuelos podría decir que yo he estado solo en el mundo con todo lo que eso conlleva.

Es algo muy curioso todo esto pero así me he sentido hoy cuando se cumplen noventa y tres años del nacimiento de mi abuelo, quien falleció hace casi treinta años y a quien nunca pude llorar sino hasta una cierta noche cuando veía dormir a mi hija pues todo el amor del mundo estuvo pendiente entre mis ojos y el rostro de mi niña dormida y entonces me dí cuenta de cuanto quise salvar a mi abuelo cuando estuvo muy enfermo y ya nadie pudo abrazarlo y decirle lo mucho que lo quisimos. Entendí, sobre todo, cuanto quise llorarlo cuando se fue.

III.

1.

En invierno la niebla cubría el malecón y llegaba hasta la entrada de nuestra casa situada a tres cuadras del río Rímac. El frío era confrontado por el café hirviendo que el viejo se servía en un tazón horrible al que le decía “pocillo” al borde de las cinco de la mañana en bividí y ya perfumado. Ese pocillo, su reloj de dijes de escorpiones, sus guayaberas, sus correas de cuero grueso a la antigua usanza con sus iniciales en la hebilla, sus lentes de carey atigrado, el seguimiento de Radio Cora desde la madrugada y su bello nombre son los elementos más fáciles de reconocer en mi memoria en relación con mi abuelo Lizardo Salvatierra.

2.

El día era aún la noche, pero aquel ya había empezado en la casa, más precisamente, en el departamento que ocupaba mi abuelo. Se levantaba siempre muy temprano y prendía su radio para escuchar las noticias más recientes y las más antiguas canciones. También, le gustaba sintonizar algunas emisoras de A.M. (Radio Cora creo que siempre estuvo en Amplitud Modulada), pero no recuerdo cuales.

3.

Lizardo se iba a trabajar temprano porque entraba a las ocho de la mañana y no regresaba a casa, generalmente, hasta las cinco de la tarde luego de salir de la fábrica a las cuatro. Ocho horas diarias durante treinta y tres años como se hacían antes los hombres duros. Detestaba la impuntualidad, la deshonestidad, la flojera, la “sinvergüencería” y la corrupción a tal punto que hasta el día de su muerte me parecía imposible imaginarlo haciendo alguna acción que no se ajustase a su estricto sentido de la ética aunque sin duda debió haber cometido algunas ligeras excepciones puesto que cuando no tenía el rostro duro de gran señor que resuelve todos los problemas sin decir una sola palabra fuera de lugar parecía un niño travieso y eso lo hacía plenamente humano. Lo vi así dos o tres veces en el curso de los trece años que viví con él y aún brillan en mis pupilas sus ojos alegres y su rostro colorado, hermoso como el sol. Por lo demás, siempre parecía ser muy serio, aunque a veces la tristeza le embargaba y ocultaba raudamente su dureza habitual. En relación a esa seriedad sabemos que es la mejor manera de ocultar o de refrenar a un pícaro. En relación a esa tristeza súbita que le tocaba debe ser que había en él algo de poeta y no sé qué otras penas recónditas que fui conociendo poco a poco.

4.

Cuando lo conocí, es decir cuando recuerdo haberlo conocido era grande y fuerte como un toro. Cuando partió era la mitad de corpulento y era ya un hombre debilitado por la enfermedad y creo que por la incomprensión de sus seres queridos. Quizás no tanto como El Rey Lear, pero casi. Tal vez el destino de todos los individuos fuertes sea ser incomprendidos por los seres que aman. Quizás haya sido la falta de comunicación. El viejo hablaba muy poco y generalmente lo que él decía se acataba y se cumplía sin ningún tipo de objeción y sin embargo, ah, sin embargo.

5.

Siempre me pareció un hombre poderoso y de alguna manera lo fue. Fue sindicalista en Backus & Johnston, varias veces fue delegado y ostentó el ejercicio de diversas secretarias. Sobre todo, la importante Secretaría de Defensa en una época cuando los sindicatos tenían mucho poder. De él, por supuesto, proviene todo lo que aprendí a reconocer como bueno en un político y todo lo que de malo he aprendido a repudiar y a combatir.

6.

Era, simplemente, fuerte, severo y digno como creo yo que fueron los antiguos romanos devotos de la república. Sin duda, había en él algo tan antiguo como ellos.

7.

Paseábamos mucho juntos cuando era yo muy pequeño y el hombre me parecía un coloso. A todo lugar donde llegábamos, la gente lo saludaba con respeto. Lo admiraba entonces y lo admiro ahora, aunque generalmente no lo comprendía.

Una vez, por ejemplo, paseábamos solos por la zona de los bancos de Zárate, aunque vivíamos entonces como a doce cuadras exactas de dicho lugar. Le pedí casi caprichosamente que me comprara un helado grande, no recuerdo si un sándwich o una copa D’Onofrio, pero uno de los más caros que había entonces. Me dijo que no porque nos estaban esperando en la casa para almorzar y porque a mis hermanos seguro, también, les debía haber provocado comer un helado aquel mediodía. Hasta ahora recuerdo la bronca que tuve.

En ese momento, padecí de un injustificado berrinche interior que no llegué a exteriorizar, por supuesto, porque ante el viejo era imposible contrariarlo o hacer una pataleta, su sola mirada te abstenía de tener cualquier arranque así de ridículo.

Desde que me dijo que no hasta que me dijo que iba a comprar un peziduri para comer todos juntos en la casa no deben haber transcurrido ni siquiera un par de segundos, pero a mí me pareció un lapso tan extenso que dio lugar a todo lo que acabo de describir. Sin duda, pese a sus buenos esfuerzos y su noble ejemplo yo era un niño más o menos engreído y no alcanzaba a darme cuenta de la grandeza de ese acto. De hecho, por mucho tiempo, pesó en mí más ese gesto suyo de negarme ese helado personal antes que entender la necesidad de compartir con la familia. Así, nos enseñaba como debían ser las cosas, pero no todos advertimos esas formas casi indirectas con las que nos transmitía su sabiduría.

8.

Fue gobernador de San Juan de Lurigancho y, en ese periodo, cierta vez que fuimos a la feria de Chacarilla de Otero, el carnicero habitual que frecuentaba la familia no quiso cobrarle una cantidad descomunal de carne que acababa de elegir. El viejo le agradeció con sus maneras bellas y cortantes de gran señor y pagó como si nada. Y así podría enumerar dos mil anécdotas más.

Recordar esa escena y pensar en la clase de políticos que existen en este momento me provoca escupir el rostro de esos canallas que serían capaces de venderse hasta por unos mendrugos. Como escribió Hemingway en “París era una fiesta”, hay seres que traslucen su trascendencia como un caballo fino su pureza de sangre y otros que traslucen su falta de dignidad como chancros ulcerosos. 

El viejo era fino, pero no como un caballo pura sangre sino como un toro de lidia. Por supuesto, era aficionado a la tauromaquia, al box y a todos esos entretenimientos de antes que ahora escandalizan la moral de los progres.

Durante su gestión, a veces, era citado a altas horas de la noche a dialogar en los barrios más alejados del distrito y en estricto cumplimiento de sus funciones y, sobre todo, atendiendo siempre al bienestar de la ciudadanía iba siempre, sin miedo, y dialogaba con todos, absolutamente con todos y todos lo respetaban. Entendí así que cuando una persona actúa rectamente sin dañar a los demás puede enfrentar y dialogar hasta con los seres más intransigentes sin riesgo.

Fue aprista y honesto y sirvió al pueblo entendiendo el viejo lema de “primero, el pueblo” y al parecer lo respetaron hasta los terroristas de la extrema izquierda porque cierta vez que en la puerta de nuestra casa fue dejado un coche extraño no duró ni media hora en ser trasladado hasta la esquina donde explotaría al cabo de un rato y donde no representaba ningún atentado contra la autoridad.

9.

La leyenda familiar nos indicaba que había quedado huérfano de padre a los cinco años. Su madre hermosa, aunque humilde debió abandonar su pueblo natal debido a las tentaciones peligrosas que despertaba la joven viuda en un entorno sin protección ni defensa alguna para ella. Y así, luego de atravesar durante varios días el camino de Santiago de Chuco hacia la costa, el niño y su madre, no al revés, llegaron a Cartavio.

Era la mitad de la década del treinta y los sembríos inmensos de caña de azúcar como un océano esmeralda pese a su belleza vespertina no podían acallar los influjos revolucionarios y el holocausto sufrido por el pueblo aprista hace apenas un lustro ni el fuego infernal de la zafra podía silenciar los lamentos y los gritos revolucionarios de oposición ante la muerte o, mejor dicho, el genocidio realizado durante el infame “año de la barbarie”.

Ser aprista, entonces, era ser revolucionario. Era ser, sin duda, muy valiente. Y, así, Lizardo, no sé bien cómo hasta la fecha, fue aprista desde los ocho años. Corrobora este recuerdo el hecho de haber visto en mi niñez un carné de tapas rojas y papel amarillo en el que constaba el año 1938 como su marca de afiliación. Al principio me sorprendía que un menor de edad formase parte de una organización política clandestina y proscrita, pero luego entendí que el niño trabajaba en los campos de caña desde los cinco años recogiendo los restos que los tractores no podían recoger y, también, que eso solo podía suceder en Cartavio, la cuna de la revolución y elogio y gloria perenne del aprismo más rancio y duro de La Libertad.

10.

Llegó a Lima en su juventud luego de haber intentado el camino del espíritu al haber estudiado para ser pastor en un seminario metodista. Dicen que al principio caminaba desde el Rímac hasta Chorrillos en busca de trabajo y se oficiaba en todo lo que podía. Constructor o albañil, pescador, eventual administrador de negocios informales y otro centenar de oficios hasta que ingresó a la fábrica de cerveza en la que trabajó durante 33 años.

11.

Siempre tuvo dinero pues era un varón precavido y además de las acciones que Backus otorgaba a sus trabajadores sabía invertir en la Bolsa de Valores respecto de otras empresas. Así construyó hasta dos casas grandes. Sin embargo, una vez cuando era muy muchacho caminando por los Barrios Altos lo asaltaron unos palomillas. Él se defendió, pero lo superaron en número y por medio de la amenaza de navajas le sustrajeron el sueldo que recién había cobrado. Según nos contaron, como a muchas otras personas del barrio, un faite de la zona reprendió a los rateros de esa ocasión casi de inmediato e hizo que le devolvieran el dinero y le dijo que si iba caminar por ciertos caminos mejor debía llevar a la mano un filo o una navaja. Lizardo nunca requirió dicho filo, pero nunca más nadie lo asaltó. Al cabo del tiempo su apariencia física fue tan imponente que muy pocos se hubiesen atrevido a llegar hasta él.

No dijo nunca quién era ese faite de los Barrios Altos que lo ayudó cuando era todavía tan jovencito. Quizás no supo cómo reconocerlo luego o simplemente no le interesaba vincularse con nadie que formase parte de los bajos fondos. Siempre hemos creído que era Tatán.

12.

Fue uno de los fundadores principales de Zárate y uno de los principales impulsores de la formación del distrito de San Juan de Lurigancho.

13.

Fue cargador del Señor de los Milagros y devoto de la Virgen de la Puerta de Otuzco.

14.

Fue socio del Club de Leones de Zárate y del Club San Fernando de Campoy

15.

Fue aficionado a los toros y al box.

16.

Fue hincha y socio del Club Sporting Cristal.

17.

Fue criollo y amigo de todos los artistas famosos del criollismo de los años sesentas y setentas entre ellos Rafael Amaranto. Escribir el recuento de sus denodadas jornadas jaraneras daría un tono demasiado festivo a este recuerdo y homenaje, pero es válido apuntarlo como contrapunto pues pese a su legendaria seriedad tuvo, también, un lado más o menos bohemio.

18.

Fue aprista toda su vida y murió siendo aprista el 25 de noviembre de 1995.

19.

Tuvo una hija, un hijo y varios nietos. A veces, pese a que ha transcurrido tanto tiempo desde su partida tenemos ganas de que esté con nosotros y que estemos todos juntos de nuevo como antes.

20.

Lizardo Salvatierra más que mi abuelo fue mi padre y hoy, 31 de octubre, cumpliría noventa y tres años. Que sirvan estas palabras para hacer saber al mundo y a mí mismo que lo amé toda la vida, aunque no recuerdo habérselo dicho ni una vez.

21.

Mi padre era prudente al hablar y yo hablaba todo el tiempo sin reserva alguna. Espero que haya tenido siempre presente, en medio de su silencio habitual y mi barullo permanente, lo mucho que lo quería y admiraba… lo mucho que lo quiero, que lo admiro y que lo extraño.

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