Quién no recuerda a Cronwell Jara con su eterno chaleco verde beige, sus lentes de enormes espejuelos y su boina crema leyendo sus anotaciones sobre el cuento en el último piso de una vieja casona, en la misma avenida Nicolás de Piérola. El escritor, sabio y perspicaz, entre estatuas y cuadros antiguos, esperaba que lleguen sus alumnos al taller de escritura creativa de la Universidad Villarreal.
Yo estaba de curioso, justo acompañando a una amiga que deseaba matricularse a unos. Cronwell le dijo a mi amiga que los talleres empezaban la siguiente semana. Luego, por esos días, visitando a Jorge Roncal, el autor de Discurso de las intenciones puras me obsequió un ejemplar del primer poemario de Jara: Manifiesto del ocioso.
Poemario de lenguaje fresco y visceral, que leí con interés y anotando algunos versos donde, desde una mirada corrosiva, se cuestiona líricamente a los filósofos en pos de una conducta no tan razonablemente laboral; poesía que se jugaba su franqueza con versos holgados y sentidos, con una mirada pícara e insolente; luego, recuerdo, encontré las palabras de Cronwell en la solapa del libro Matacabros de Sergio Galarza, donde expresaba el carácter sociológicos del narrador peruano.
De Galarza ya me había leído varios de sus libros: La soledad en los aviones, Todas las mujeres son galgos…y la novela Paseador de perros, la primera de Sergio en ESPAÑA; volviendo a Jara, para el número 5 de la revista TAJO , le rendimos un homenaje con una entrevista larga escrita por Miguel Urbizagástegui. De esta entrevista, rescato este fragmento:
«La poesía es un deslumbramiento que te viene desde lo hondo de ti y que te hace observar el mundo con mucha intensidad, con mucho misterio. Tú con los ojos de la poesía descubres que la vida es intensa, es ferozmente, terriblemente hermosa» (revista Tajo, página 14, 2012)
Finalmente, recuerdo el homenaje que recibió la obra de Cronwell Jara en el 2019 al ganar el Premio Casa de la Literatura. Ahora, recién en estos gélidos días de invierno, mientras el presidente del país abre nuevamente las vías públicas de acceso y los hospitales son cuna y sopa de toda clase de cepas virales, y un día de hospitalización en el Perú equivale en el mejor de los casos a tres mil quinientos soles mensuales, pude conocer su trabajo más celebrado: Montacerdos.
Y un poemario, en tapa dura, edición de lujo, con dibujos orientales, llamado Colina de los Helechos. Ambos libros, que los leí de un tirón, y que los disfruté en diferentes tonos y sabores mentales, me dejaron ver el adn literario, la sensibilidad de Jara que solo había degustado en los versos antes mencionados.
Primero el Montacerdos, que es una historia sobre la pobreza narrada desde una desmesurada imaginación, con acertados matices sonoros, con monólogos y prosa libre; es un logro en cuanto nos muestra la miseria desde una mirada niña, capaz de habitar el Infierno; y es también un libro crítico con la realidad, con la situación que atraviesa el ser humano en el estado de miseria absoluta, donde no queda otra opción que comer ratas para no morir de hambre; logra también crear personajes entrañables como el cerdito Celedunio, mamá Griselda y Yococo.
Su prosa tiene mucho de Rulfo, como de Ribeyro y Congrains, aunque también mucho de la propia realidad geográfica del autor, que se manifiesta desde una mirada de múltiples matices y colores locales, como también de espacios que colindan con lo surrealista o los viajes líricos de los personajes habitando una realidad que de tan violenta macabro:
«Quise flotar. Cerré los ojos para ser una paloma y como no pude, lloré. Me fui a ver cómo eran los polluelos. Son cabezones, pelados y temblorosos, feos como Yococo; por eso yo quería a los polluelos de las palomas.»
Al contrario, Colina de los Helechos, es un conjunto de 15 poemas influenciados en el canto del Oriente. Para los que gozan de la poesía oriental por su calidad y simpleza, sentirán que los versos de Jara se embalsaman de su ritmo y hechizo. Si el poeta oriental antiguamente vagaba buscando el hechizo de instante, o bebía a solas antes de las batallas mirando la luna, o como Wang Wei dibujaba pentagramas que definan la ciencia del vacío, en los versos tratados por Jara encontramos registros que acercan esas fuerzas a su poética. En los títulos como «Li Tai Po recoge una vieja espada», observamos ya el acercamiento con la tradición oriental. Ahora escuchemos la voz del poema:
«Qué me importa la gloria de antiguos soldados
una tempestad de langostas más delicada es
que el Gran Dragón devastando en tierra lejana.
A la cristalina espada opongo la línea de un verso;
inútilmente el filo del metal osaría abrir en dos la montaña.
pero mi corazón unir sí puede dos mundos
con un puente de crisantemos.»
En estos versos, cuando atomizado sentir, se goza de la música irreverente y delicada de Jara; a diferencia de su antiguo poemario Manifiesto de Ocio, en Colina de los Helechos vemos una ruta más cercana a la delicadeza de porcelana de la poesía china; estado grácil que solo puede uno asumir con un necesario camino de agudizamiento de sentidos. Entonces, el poema sigue y nos canta:
«Una palabra bien dicha deslumbra como perla.
Más hermosa es que gota de sangre en la punta de flechas.
Tú que oyes la voz del Emperador y su lengua es de fuego,
la sustentan desolación y muerte y oscuros rumores
del tropel de tan locos ejércitos.»
Aquí, se hace el debido elogio al arte de la escritura, la solidez de «una perla», la hermosura de un lenguaje perfectamente ubicado es tan «deslumbrante como una perla». En este tono, continúa este conjunto de poemas, donde se observan elogios antes de la guerra, cantos sobre la celebración de paisajes y estados de embriaguez.
Pensando en su prosa y en su poética creo encontrar una unidad en relación al sentido del lenguaje, su expresión y énfasis; en ambas circunstancias, el trabajo de Cronwell Jara conserva un delicado panorama de matices y detalles, en sus adjetivos y colores, que nos inundan de libélulas titilantes los ojos. Es decir, como toda literatura que aún importa, se trata de lenguajes vivos con capacidad de tocarnos y abrirnos nuevos paisajes. Lo mejor de Jara se encuentra en el detalle: travieso, natural, explícito:
«(…) mocos que subían y bajaban con hélices mariposeando en las narices.» (Montacerdos, página 41)
Donde lo significativo es su capacidad de traducir los insignificantes detalles con un lenguaje que palpita. Este decir suave, acompasado y musical también lo siento en grandes prositas, que por cierto también probaron poesía, como O. Reynoso. Y también vemos:
«Pues, sin casa, cómo vivir. Dónde ocultarse». (Montacerdos, página 33)
Donde se siente su agudeza y maestría de detalles. Alguien como Daniel Alarcón, por ejemplo, en su libro Guerra a la luz de las velas, cuando dibuja una habitación explica que las camas de madera se sostienen con dos o tres ladrillos.
Esos dos o tres ladrillos, que es un simple detalle pinta una escena entera: un cuarto de una cama mísera. Igual es Jara. O Ribeyro. Aunque a contracorriente de Alarcón o Ribeyro, Cronwell busca un realismo distinto; el realismo propio de una mente desmesurada. El ambiente donde se desarrollan las historias es el mismo: la periferia de la Urbe, aunque Jara es más festivo y quimérico.
Un registro de lo mínimo. Y un registro muy vivo de lo mínimo. Un lenguaje propio, algo muy caro de conseguir y que lo separa de tantos prosistas. Al menos en Montacerdos, el registro es de un voltaje creativamente visceral. En ese sentido, la prosa de Jara, como los orientales encontrando el cosmos en una hoja que cae o un amanecer y la plasticidad de los espacios urbanos, nos invita a saborear sus detalles y texturas. Lo que quiero decir es que la imaginación de Jara es poderosa y logra encendernos.
Ahora, ¿Jara es un poeta que hace cuentos? o ¿un cuentista que hace poemas? Lejos de las limitantes clasificaciones, (y recordando que C. J. también hace novelas) veremos que nos encontramos frente a un artista que se pasea entre los géneros encontrando sus propios y exclusivos motivos para dibujar su universo creativo.