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El rostro del martirio: La Pasión de Juana de Arco (1928)

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La pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer (Copenhague, 1889 – 1968), es una película silente de rostros, gestos y detalles, recogidos en abundantes primeros planos, junto a otros encuadres y angulaciones, detenidos en la profunda expresividad de sus personajes. El director danés condensa en una jornada, la historia del proceso a Juana de Arco (interpretada por Maria Falconetti) por una corte eclesiástica en 1431, acusada de herejía durante la guerra que sostenían Francia e Inglaterra, la llamada guerra de los Cien Años. Este juicio, en donde Juana de Arco responde al interrogatorio (y tortura) de sus captores, clérigos que apoyaban los intereses ingleses, sirve al director para mostrar el conflicto entre la fe de la joven y el poder de la iglesia, como una fisura al monopolio de los interpretes o intermediarios oficiales del dios cristiano.

Los primeros planos de la heroína, su rostro ocupando toda la pantalla, señala el éxtasis en que se encuentra, un estado de gracia, que la conecta con el papel que el altísimo le ha encomendado (la expulsión de los ingleses de las tierras francesas). El rostro –el principal personaje del filme-, desnudo de atavíos cosméticos, resalta su naturalidad, la fragilidad de su situación frente a quienes la juzgan, su sufrimiento, y a la vez, su fuerza de convicción, que parece sacarla, como elevarla, del contexto en que se encuentra y dotarla de un halo de misterio, de una verdad que ninguno llega a comprender y que sin embargo está ahí, en ella misma, manifestándose. (El rostro de Juana se abstrae de su contexto espacio-temporal, se diría siguiendo el tema de la “imagen afección” que tanto se ha desarrollado a partir de Deleuze).

Pero el movimiento de cámara contrapone esos primeros planos con otros, aunque no  siempre son acercamientos, planos medios y generales de los religiosos que la interrogan. Cuando esos otros rostros envejecidos llenos de surcos y marcas, contrastan con la lozanía de la joven y con sus rasgos delicados, se nos aparecen grotescos, con sus orejas y narices agrandadas, perfiles afilados  y calvicies villanas. En uno de los planos, se ve a dos de los jueces sentados conversando mientras escuchan las deliberaciones; entonces uno de ellos, con un mechón de pelo a cada lado de la cabeza, gira el torso en cierta posición, descubriéndose en su sombra proyectada en la pared posterior, como un obeso y cornudo demonio.

La cámara y los usos de la luz y las sombras, van develando la verdadera “naturaleza” de los personajes antagónicos. Las burlas y agresiones de los guardias sobre Juana cuando ella está en su celda, permite mostrar otro primer plano del rostro tonto de uno de esos soldados; un cura ingresa a la misma celda de la acusada con la intensión de engañarla para que firme una confesión, pero antes, veremos el detalle de su pie sobre el suelo pisando la sombra de los barrotes que forman una cruz, el acto que simbolizaría su falsedad. (En otro tipo de registro, los planos en contrapicados significan la distancia moral que hay con los curas y otros personajes en distintas secuencias, envolviéndolos, a su vez, bajo un aura de incomodidad y sospecha, al desestabilizar la visión, sacándola de su eje horizontal).

La película encadena los planos del rostro afligido de la heroína con el de los clérigos –y otros personajes, como los soldados-, remarcando ese sentido de confrontación, a menudo, como conflicto entre rostros, otras veces mostrando la soledad de la acusada frente al grupo de jueces y subalternos amparados en el poder eclesiástico. Es precisamente el conflicto de la muchacha con sus torturadores el que da realce a todas esas figuras de la mística, de la entrega religiosa (verdadera) frente a la hipocresía y al “desvío” de la iglesia oficial. (En el contexto histórico de la película, la iglesia coludida con los intereses de Inglaterra). El martirio de Juana se exalta oponiéndose a un conjunto de personajes corruptos que utilizan sus instrumentos y mañas para despojarla de lo único que puede darle sentido a su vida, su fe y la coherencia de su compromiso. De cierta manera, esta forma de construcción dramática también reivindica un tipo de práctica cristiana. El vínculo inmediato con dios, sin mediaciones. O la degeneración de estos mediadores oficiales. (La división entre la élite teológica y los creyentes de los medios populares durante el medioevo europeo, produjo la aparición de los místicos, personajes que cuestionaron el monopolio de las interpretaciones legítimas en los temas espirituales por parte de los clérigos, y promovieron una relación personal con la deidad creadora, dirigiendo su atención a la cultura ordinaria y al lenguaje común, acercándose a la problemática del pobre, el niño y el loco).

Aunque Dreyer se desmarca de su referente, el conflicto político territorial, para centrarse en lo estrictamente espiritual, la figura que utiliza hace ecos de su historia, pero convierte la imagen de la joven símbolo en la imagen de la iluminación, de la enviada que “habla”, o más bien predica, a partir de su dolor, de sus ojos completamente abiertos que parecen asistir a algún tipo de visión reveladora, de sus gestos, de sus lágrimas que lloran algo más que sólo el castigo físico o emocional, de sus dudas, de sus equivocaciones cuando es engañada y también de sus rectificaciones con las que sella su condena en la hoguera, de su ejemplo.  Lo reconocerá el joven cura al final (interpretado por Antonin Artaud), y la gente en la plaza, primero distraída hasta que ven a Juana de Arco quemándose y sufriendo, y una seguidilla de planos del cielo, los rostros de la multitud, el fuego, la cruz, aves que vuelan por allí, la misma cara de Juana, traducen una suerte de proceso invisible, del que surge un sentimiento incontenible de piedad, un dolor compartido, que provocará una revuelta que será reprimida por los soldados, mientras termina de calcinarse el cuerpo de la muchacha. 

Aquí la película completa:

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