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El poeta de la calle

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Corría el invierno de 1862 en Lima y una muchedumbre se reunía agitada para atisbar el cadáver de un hombre de 63 años. Con la ropa raída y sucia, en el umbral de una mísera habitación, Ángel Fernando de Quirós yacía liberado, por fin, de sus tormentos terrenales.

 ¿Quién era Quirós? Un personaje real de la vieja Lima del siglo XIX cuyo habitáculo cerca a Los Descalzos solo contenía libros rotos, un cajón, un candelero y una sábana deshilachada. Así, entre penumbras y miserias vivió este insospechado vate.

Era un poeta callejero, desaliñado y trajinado, sombrío como esta tres veces coronada villa. Se le veía con sus pliegos, solitario, trazando letras a sus versos en cualquier plaza, entre los empedrados jirones o frente al Rímac mumurador.

En otros lares, el poeta callejero hubiera sido un laureado de las letras, pero Quirós no era de estirpe rancia ni de círculos amicales, su eje era apenas el solitario café de Bodegones.

Peor, sus poemas, cuenta Ricardo Palma, dieron para la sátira y la burla de los afamados bohemios limeños. No obstante, ninguno de ellos tuvo la inspiración y la avidez de su talento. Incluso, fue Palma uno de sus más velados críticos. Desde luego Quirós se defendió y castigó las ofensas con versos de buen calibre. Incomprendido en su tiempo, ignorado como los páramos, solo tuvo por esperanza una gloria por venir que no llegó. Ángel Fernando de Quirós abandonó el mundo entre brumas, sin legado ni memoria, sin familia ni patrimonio, sin la herencia de la escuela y el renombre.

No dejaremos al buen Quirós sin presentación oficial, aquí algunos de sus versos:

“Quise ser el primero en este mundo/ Describir de los cielos la excelencia/ y bajar como un rayo hasta el profundo:/incienso arrancar por mi alta ciencia/ y hoy en miseria espantosa me hundo/ y sufro de muchachos la insolencia”.

El poeta expresa su desolación frente a la crítica burda e injusta. En su obra “Delirios de un loco” hilvana versos que denotan la precariedad de su existencia:

“No aumentes, noche, mi dolor y espanto,/ no me destrones con fiereza impía/¿A qué la imagen de la patria mía/ y de otro el perennal encanto?/¿Por qué no cubres con tu negro manto/las raras dichas que obtener creía/ y te deleitas en herirme hoy día/ llevando al colmo mi pesar y llanto?/¿Por qué no cortas de mi vida el hilo/ y me sepultas en tu horrendo seno/ antes que muera de la espada al filo?/ Pues a toda hora sin descanso peno,/sin esperanzas de dichoso asilo,/tragando a mares infernal veneno”.

Reivindicamos la  pluma de un poeta de la vieja Lima del XIX, de un vate que partió a las sombras sin ver la luz. Quirós fue un marginal sin las marquesinas de los grandes, porque en el Perú hay que tener un nombre antes de ganarse un nombre. Lástima que su poco ilustrada estampa reluzca apenas entre las de otros que solo sirven para alimentar el folklore de la ciudad: Micaela Villegas o Pedro Cordero y Velarde (que se creyó el sueño de la Presidencia hasta la locura). Pero Quirós fue un poeta y no una curiosidad histórica.

Quirós pudo tener las tribunas repletas de Palma y la fama por delante de Pardo y Aliaga o acaso la celebridad al canto de Manuel Ascencio Segura o la de José Joaquín de Olmedo, pero no tuvo los recursos ni los astros ni la familia ni los amigos ni el sendero propicio para montarse en el primer escalón. Lima lo vio morir entre llovizna y grisura, al pie de la altiva cumbre del Rímac y de su emblemática cruz.

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