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El Fin: Canciones del segundo piso (2000)

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En la secuencia inicial de Canciones del Segundo Piso (2000), del sueco Roy Andersson (Gotemburgo, 1943), el dueño de una compañía, desde su cámara de bronceado, le comunica a un ejecutivo de su confianza, que cerrará la empresa, dejando en la calle a los trabajadores, los nuevos tiempos así lo exigen, le explica, y le aconseja a su vez, que haga algo diferente con su vida, ya nada queda en el presente para ellos y hay que aprovechar que aún se tiene dinero. Pasmado por el discurso del empresario, el desconcierto del ejecutivo anticipa el clima general de la película. Una crisis que parece ir más allá del sistema capitalista y que toma la apariencia de “fin del mundo”, muestra a numerosos personajes transitando entre el caos, el egoísmo, la violencia y la total apatía, en un país no determinado, que guarda sin embargo muchas semejanzas con la sociedad del propio director.   

El relato que se organiza por fragmentos yuxtapuestos, como segmentos autónomos, casi como sketches teatrales, es construido de forma coral, no detalla demasiado las circunstancias que rodean a sus personajes y ellos mismos no repiten secuencias sucesivas. (Aunque la excepción la constituye el dueño de la mueblería, quien lentamente en la película va teniendo mayor  protagonismo).

El contexto de la crisis –que suma a lo económico y social, una congestión vehicular que paraliza la ciudad- es el espacio en que las acciones adquieren sentido –o sinsentido. El fin de todo, es el que moviliza los intereses –para conservarlos o dejarlos-, hace que algunos evalúen la vida y los afectos, e incluso puede llevar a otro a hablar con los muertos –aunque no siempre logre entenderlos. 

Las secuencias filmadas en plano fijo, remarcan el sentido de artificio. Actores acartonados o poco expresivos, a ratos también son excesivamente gestuales. La exageración de un registro a otro parece remarcar también el sentido de farsa; el humor y el absurdo -en su acepción literaria como introducción de elementos extraños que trastocan el orden cotidiano-, relajan la “seriedad” que un tema como este podría convocar y emocionar, evitando que el espectador se involucre –demasiado- en los dramas particulares, eludiendo así alguna clase de identificación. Esta suerte de distanciamiento (a lo Brecht), deja lugar para la reflexión, permitiendo mirar el agotamiento de ciertos sistemas sociales (capitalistas), examinar los comportamientos socialmente aceptados –a través de versiones grotescas-, y plantearse, si cabe, algunas preguntas sobre la colectividad a la que hace referencia, su propio país, y la memoria del mismo con respecto a fenómenos históricos como la Segunda Guerra Mundial o el nazismo. (En una especie de casa de retiro, un anciano ex militar, de más de cien años, es homenajeado por una comitiva de estado. Cuando la comitiva le pide al viejo unas palabras, este, emocionado, les dice que saluden a Goering de su parte).

En los segmentos, las acciones que aparecen con nitidez en la profundidad del campo, no siempre acompañan o comentan lo que va ocurriendo cercano a la lente. Esas imágenes surgen con relativa independencia, nos jalan, suscitan nuestra atención, informan o sorprenden, reorganizando el sentido de toda la secuencia. En una palabra: afectan. (Detrás de las explicaciones del vendedor a los inspectores de la aseguradora, están las ventanas que dan a la calle. Allí pueden verse las filas de hombres y mujeres  que avanzan ordenadamente, golpeando  con una soga – ¿o látigo?- la espalda del que está adelante).

Desde secuencias minimalistas (un hombre llorando en la cocina por haber perdido el empleo, es contemplado desde la puerta por su esposa), hasta otras barrocas (al borde de un precipicio, funcionarios gubernamentales y empresarios, frente a autoridades de la iglesia cristiana, observan la ceremonia de sacrificio de una niña que será arrojada), Andersson presta mucha atención a la composición del plano y a la escenografía. Las funciones de lo que se encuentra “atrás” –con o sin acción- o alrededor, los simbolismos marcados en la combinación de cuerpos y objetos, los colores fríos que prevalecen y la disposición de los actores casi estáticos, refuerza la idea de un orden y emparente el trabajo del director con lo pictórico, como los frescos religiosos, en donde las ideologías confesionales eran mostradas en complejas escenas alegóricas. (Lo cual también encontramos en pintores surrealistas, aun con sus imágenes oníricas de distorsiones y formas  desfiguradas).

La cinta de Andersson, armada con la ironía y el absurdo, aborda una cantidad de asuntos difíciles de resumir: la crisis del capitalismo (tardío), el individualismo de la sociedad consumista, la religión, la culpa, el racismo de las sociedades europeas, la historia de esas sociedades, la anuencia con determinadas herencias, entre lo más evidente. El tema central, la crisis financiera, activa  estas problemáticas y sus insuficientes respuestas sociales, la falta casi total de alternativas. De ahí, resulta sintomático que el autor haga de las manifestaciones religiosas o esotéricas uno de sus blancos, por la hipocresía con que unas clases privilegiadas buscan en su apelación a lo divino salvar el pellejo. Así, en una reunión de funcionarios –gobierno, empresa- se propone el usar una bola de cristal, en otro momento se sacrifica una persona, o se hace una última juerga en tono de despedida. Pero la falsedad de las creencias también toca al ciudadano de a pie que ve derrumbados sus marcos de entendimiento, por lo que empieza a sentir una culpa que no llega a explicar, un malestar, una dolencia sin razón evidente. Entonces las manifestaciones más desesperadas se vuelven opciones y surgen ideas de negocios disparatados, como vender cruces, para intentar lucrar con la esperanza. Pero todo fracasa y la película también muestra esas actitudes indiferentes de personas que nunca se habían preocupado por sus convivientes o aquellas que prefieren seguir como si nada. En el medio, la violencia aparece como parte del paisaje: un inmigrante es golpeado en la calle a vista y paciencia de los que pasan y nadie hace o dice algo, y no sabemos si el director quiere reseñar aquello como parte de una normalidad europea o como si fuera una reacción derechista frente al desempleo y la crisis económica. Andersson quiere exponer a un ser humano degradado, deslucido, miserable. (La intencionada “fealdad”  de sus personajes es parte de ello).

“Amadas las personas que se sientan”, es el verso del poema “Traspié entre dos estrellas” de Vallejo, la cita que abre la película. La poesía, a pesar de todo, interviene para recordarles la humanidad, o por lo menos sus valores más rescatables, a unos cuantos personajes, aun cuando los poetas sean encerrados y dados por locos en el país que Andersson imagina, y los familiares se desesperen durante las visitas al hospital al ver que su hijo, que “enfermó porque la poesía se le metió a la cabeza”, no habla y permanece quieto, como ausente. Porque hay algo en los versos que enajena, pero también algo que permite encontrar una nueva manera de afrontar la vida, con sus riesgos, los que sanciona el sistema y los de la inestabilidad psíquica. De ahí que muy pocos lo entiendan, porque al parecer encerrarse en el statu quo es, en teoría, más “seguro” y “gratificante”. Andersson establece ese contrapunto moral entre el individualismo posesivo de las sociedades capitalistas y unas opciones, todavía no del todo claras, pero sí más solidarias, y se intuye, más justas. (Será el taxista, menospreciado por su familia, el que al descubrirse recitando el poema vallejiano, influenciado por su hermano confinado, parezca adquirir una nueva conciencia).

Pero la poesía, y su representante, el poeta, no reivindicarán a la sociedad planteada por Andersson. El humor cáustico de la película descubre el deterioro de una sociedad cuando a esta ya no la sostiene el motor económico que manejan los poderosos -por eso la película empieza con el cierre y los despidos en una empresa-, que en contextos de “prosperidad” les permite desplazar y encubrir problemas constitutivos del orden social. (A pesar de que suponemos que el referente del director ha sido la sociedad sueca, tan alabada por sus sistemas de bienestar). Estos problemas de “origen” –histórico-, serían también causa de que los muertos persigan a los vivos tratando de encontrar una respuesta a sus decesos, o asesinatos según el caso. Pero los vivos, envueltos en sus propios dramas y miserias, rehúyen de ellos, les gritan porque dicen no entenderlos, y hasta les temen, porque les recordaría el pasado ignominioso que los ha llevado al presente.   

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