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El doble y su influencia: Monsieur Klein (1976) de Joseph Losey

Lee la columna de Rodolfo Acevedo.

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En la primera secuencia de Monsieur Klein (1976) –de Joseph Losey[1]-, el protagonista –el del título- discute sobre el precio de una pintura, un cuadro de un artista neerlandés, con otro hombre que se encuentra a punto de viajar. Necesita el dinero, le dice, y con urgencia, algo que para ambos resulta obvio. La cámara irá desplazándose, mostrando el cuadro y luego los objetos presentes en todo el piso del protagonista. Cierto lujo y gusto vanguardista denotan lo bien que le va al comerciante de arte. De la transacción, al inicio, solo escuchamos sus voces. Poco después vemos a los sujetos, configurados en sus posiciones sociales: el comerciante, muy cómodo en su bata –lo espera su amante en el dormitorio, algo inquieta-, y por otro lado el hombre del cuadro, un judío que intenta conseguir dinero lo más rápido posible para poder salir del país. Hay desesperación, pero no se le nota en la voz, se ve en sus gestos. Están en 1942, en la Francia ocupada por los alemanes.

Como es de esperarse, las negociaciones irán mal para el hombre que huye, y muy bien para el comerciante. Este último incluso reprenderá juguetonamente al vendedor, advirtiéndole lo vulnerable de su situación, admitiendo que no va a dejar de aprovecharse. El hombre acepta su derrota y recibe un pago muy por debajo del valor del cuadro, entonces se marcha y el comerciante Klein vuelve con su amante. A la mañana siguiente, Robert Klein, limpio y listo para empezar el día, encuentra al abrir su puerta, un ejemplar del periódico judío con su nombre impreso en la etiqueta de suscripción. Se preocupa, o parece, pero luego sonríe, debe haber un error. Aún no se da cuenta, pero a partir de ese momento surgirá el problema del doble.

La confusión de identidades es la premisa sobre la cual se construye la película de Losey. El protagonista va en la búsqueda de ese otro señor Klein, intentando conocer todo sobre esa persona, qué pensaba, dónde vivía y con quienes. Al mismo tiempo, el marchante moviliza sus recursos, amistades y al único familiar que le queda, para conseguir unos documentos -partidas de nacimiento-, que aparentemente lo salvarían de la equivocación cometida por las autoridades. Un clima kafkiano –podría decirse-, envuelve las acciones que refieren a los procedimientos legales para probar la identidad, la persecución policiaca, el espacio laberíntico de la ciudad por donde transita Klein en su indagación.

El otro escapa de la mirada, siendo siempre una silueta, una figura lejana y poco precisa. El espectador solo escuchará su voz, una vez, en una secuencia en donde el protagonista acuerda con él para verse –conocerse. Pero el momento del encuentro será interrumpido por la policía que detendrá al personaje evasivo. Klein se les quedará viendo, escondido, desde la calle de enfrente. Tampoco en ese plano veremos su rostro.

En la búsqueda del otro Klein, el comerciante irá adentrándose en la vida de su doble. Llegando incluso a reemplazarlo como sospechoso para las autoridades. El marchante es parte de un sector que no ve ningún problema en la ocupación nazi; de aquellos a los que la falta de derechos, el antisemitismo, los crímenes y abusos del poder, no parece importarles, siempre que sus negocios no sean afectados. Es más, las actividades del comerciante de arte encuentran en la ocupación toda una oportunidad para incrementar sus riquezas. (Un tema tratado ya en la obra de Brecht, con quien Losey trabajó en su juventud). Es por ello, que los esfuerzos iniciales del protagonista se encaminan a diferenciarlo, reafirmar su condición, su identidad, o la que él cree que posee. El proceso que la película muestra, enfrenta primero a un Klein con su otro, su “enemigo”, su doble aparentemente opuesto: un judío, comunista –se deja entrever-, un miembro de la resistencia francesa. Pero poco a poco, el asedio de la policía, la incautación de sus bienes, el trato con las personas que conocieron a ese otro Klein, parece cambiarlo. Lo que no va a implicar una transformación de la personalidad. Tampoco es la fusión de dos individuos; es más un efecto de impregnación, causado, quizás, por un acercamiento muy profundo a la vida del otro –en una situación que los emparenta. (La secuencia del pastor alemán que lo sigue como si lo reconociera, como si le resultara familiar, es sintomática al respecto. El mismo perro aparece en una fotografía antigua con el doble).   

Esta especie de influencia que ejerce el otro y sus circunstancias sobre Klein, no es tratada por Losey como el dispositivo que permitirá una nueva conciencia. Es el proceso que permite romper con una idea de confort personal que no se ocupa de los demás. Al mismo tiempo relaciona al protagonista con una realidad que le era distante, la de los aparatos de persecución y despojo, colaboracionistas y nazis. Así vemos como Klein ya no puede disfrutar como antes de sus fiestas y diversiones. (Y curiosamente tampoco lo hace su amante). Y la pérdida de sus bienes va alejándolo del mundo en que vivía. Sus propias amistades parecen tener relaciones ambiguas con él, parecen no reconocerlo. Como en el despertar de un sueño, confuso, algo desorientado, Robert Klein perseguirá a todos los que conocieron a esa persona, a ese otro, pero nadie le dirá algo concluyente: ¿Dónde está? ¿Qué hace? Y al final ya no le quedará nada más que esa obsesión por averiguar quién es. Una obsesión que lo llevará a subir al tren que se dirige a los campos de concentración en Alemania, justo en el momento en que su abogado le grita desde el andén que los documentos que confirman su identidad han llegado. Él no lo escucha. Asumido en una nueva identificación, su suerte estará echada.


[1] Joseph Losey: La Crosse Wisconsin, 1909 – Londres, 1984.

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