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Dennis Arias Chávez «Desde las primeras líneas de mis cuentos pretendo no darle espacio al azar: construyo el porqué de las cosas.»

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«Somos una familia que ha decidido desaparecer. Nadie lo sabe pero no descartamos que existan sospechas. Quizá hemos dado razones para ello; sin embargo, no estamos en condición de darle explicaciones a nadie. Somos libres de hacer lo que queramos dentro de nuestra casa, y aunque sabemos que los vecinos nos observan, nada impedirá que cumplamos nuestro objetivo», así empieza «Reunión familiar», el primer cuento de Ciudad Lineal (La travesía Editora, 2013), publicación que marca el debut narrativo de Dennis Arias Chávez.

A pesar de lo truculento e insólito que, de saque, nos anticipa el narrador, es una historia que podemos calificar de realista. Este relato viene a ser el punto de partida para empezar a indagar sobre lo fantástico. El personaje, antes de «desaparecer» pinta  —escribe un mensaje rotundo y procaz— en las paredes de los vecinos. ¿No es quizá, de una manera oculta, una muestra del deseo del escritor de dejar un mensaje, algo escrito, antes de irse?

Entonces le pregunto al autor qué desea hacer antes de lo que algún día nos ocurrirá a todos: desaparecer.

—Creo que todos tenemos la necesidad de generar mensajes, ya sean ocultos o visibles, durante nuestra vida. Como personas tenemos propósitos claros, algunos aparentemente más simples como ser felices, otros más complejos como trascender. La literatura está llena de símbolos, estos símbolos van tomando formas y sentidos en la mente de los lectores. El escritor empieza con una idea, le da forma, la pule, junta sus piezas (las palabras) y las une. Esa idea crece como una semilla con un único fin: quedarse en la mente de los lectores, y es ahí cuando viene el punto de quiebre. El mensaje del escritor desaparece para quedar solo el mensaje que el lector halle en su obra. Ahora, bien, soy un tipo simple: solo busco dejar una historia que pueda ser contada, que entretenga, que intrigue, que alegre. Es complejo, porque no todo alegra, entretiene e intriga en esta vida.

Tanto en «Parches» como en «Vita Merlini» hay un vínculo: la mascota. Mascotas extravagantes como un cerdo alimentado de una manera muy singular o Abuelo que, según nos cuentan, vendría a ser el hijo del mismísimo demonio. Mascotas que ocultan lo maléfico. Acá ya introducimos a un ámbito preñado de fantasía. ¿Cómo marcas el límite entre lo posible y lo imposible?

—La diferencia radica en el grado de verosimilitud de los hechos. «Parches» es una historia fantástica, pero real, es posible, en nuestro mundo las perversiones existen y no es difícil darse una extravagancia de ese tipo. Además, en «Parches» el horror del personaje es sobre lo extraño del lugar y de los criadores. Sin embargo, para los criadores, no hay terror, solo naturalidad, normalidad. Si este cuento nos genera estertores es porque siempre queremos ser normales, lo anormal se nos ha impuesto. «Vita Merlini», por su parte, escapa de toda razón. Abuelo es la imagen de Merlín, mago que fue creado como correlato del Rey Arturo ante la necesidad de un pueblo por encontrar su identidad (Gran Bretaña). Juego con ello, entonces ¿Abuelo resulta siendo fantasía pura, desprovista de cualquier atisbo de lógica? Pues sí.

En el cuento titulado «Redada» los animales siguen teniendo un notorio protagonismo: ahora se trata de ovejas hablantinas pero, sobre todo, violentas. Acá ya exploras la violencia que azotó a nuestro país. ¿Acaso no es «Redada» una historia surrealista que pretende hablar de los años de la violencia política donde el fanatismo animalizó a muchos peruanos («programados para matar» como las ovejas de la historia)?

—Si tuviéramos que elegir como depredador a algún animal de este ancho mundo, es obvio que no elegiríamos a las ovejas, ya sabes, por toda la tradición religiosa y moral que las rodea. Ahora, por supuesto, es esa vuelta de tuerca la que me gusta de ese cuento, uno de mis favoritos, sin duda. Al leer la primera parte, las primera líneas de los cuentos del libro te darás cuenta que no dejo mucho al azar, construyo el porqué de las cosas, así la trama sea porque a alguien se le dio la gana de desaparecer por simple hartazgo («Reunión familiar», mi primer cuento). Viví los últimos años del senderismo y, claro, en esta historia tomo algunas impresiones de mi vida en Huancavelica.

¿Tienes alguna fijación con los «Paraguas»? ¿Te gusta escribir microrrelatos?

—Escribo microficción, mucha microficción. La mayoría de estos cuentos empezaron siendo historias de 100, 50 y hasta de 20 palabras. Es curioso, el microcuento que mencionas lo escribí un febrero, al llegar a la oficina todo mojado porque no tenía un dichoso paraguas.

Mientras leía «Muñeca rota» no dejaba de pensar en Amy Winehouse. ¿Ese fue el punto de partida para contaminar una realidad real con tu poderosa imaginación?

—Definitivamente, sí. «Muñeca rota», un cuento borgeano en su manejo, resulta para mí un homenaje antinatural, pues no hay reivindicación en la historia, solo una alegoría al poder del arte. Creo que así le habría gustado a Amy que se contara su historia. En todo caso, si a alguien le incomoda, entonces lamento tomarme esta atribución.

¿Te obsesiona quizá la mitología que tiñe la vida y la «muerte» de ciertos artistas como Elvis y Jim Morrison? Acá hallo un vínculo: la muerte como ensayo o teatro, una mentira, y la puesta en escena de la muerte en tu primer relato, «Reunión familiar».

—Es difícil hablar de la muerte, y más si te la tomas en serio. Es más fácil hablar de la muerte por medio de la literatura, porque, aunque ésta (la muerte) sea terrible, las personas que se acerquen a ella a través de un cuento o una novela, la asumirán solo como una ficción. Pienso que la muerte, el sexo, el miedo, la traición, deberían enfocarse o tomarse al puro estilo de Woody Allen: riéndonos de estos temas y también de nosotros mismos.

¿Crees que la muerte puede ser un instrumento definitivo de emancipación para ciertos seres humanos?

—Sin duda, es una opción valedera, pero también es la más difícil de aceptar. Créeme, que, parafraseando a Camus, la moral no nos deja ser libres.

En «El manuscrito» narras otro hecho insólito con un final no menos sorpresivo. ¿Qué hay detrás de este cuento que, sin duda, también es un homenaje?

—Mi fijación y la de mis contemporáneos por mitificar la obra del buen Roberto Bolaño. Lo leí en la universidad, lo leí en España. La última novela que leí de él fue Los sinsabores del verdadero policía, la cual me pareció ponderable en todos los sentidos. «El manuscrito» es un cuento testimonial ya que transmite lo que sentí cuando regresé al Perú y no conseguía trabajo.

En «Apuntes para una telenovela mexicana» hay una tácita ironía sobre los manidos melodramas. ¿Qué te movió a escribir esta historia?

—Mira, he visto muchas telenovelas mexicanas (lamentablemente era lo único que llegaba a Huancavelica por entonces) y no podemos negar su influencia en nuestro medio (sino preguntémosle a Thalía). Ahora, claro, las telenovelas de los 50, con las cubanas como referente preclaro, pasando por las venezolanas, las colombianas y, por supuesto, en otra categoría, qué duda cabe, las brasileñas. Todas ellas nos han regalado joyitas nada desestimables. El maniqueísmo latente en las telenovelas mexicanas me resulta divertido. Es un hecho que la vida matrimonial tiene mucho de melodrama.

En «Búsqueda» insistes con el tema amoroso. Esa historia también se puede leer como una carta de amor con un arranque espléndido. La vida es volver a empezar. ¿Escribir es, en muchos casos, desempolvar emociones y recuerdos?

—Escribir es viajar y dejarlo todo por la travesía. Soy un neófito en poesía y si la estudié fue solo para aprobar los cursos. Sin embargo, todo escritor es sensible y la prosa también resulta siendo también un ejercicio poético en el que se entremezclan técnica y canto. «Búsqueda» es precisamente eso: la búsqueda de la técnica y el canto. También de la loca manía que tengo de echar mano de lo que queda dentro de mi baúl de los recuerdos.

A partir de «Noche serrana» muchos de tus cuentos van a ser reos de la nocturnidad. La noche como escenario perfecto para mostrar la violencia terrorista, las creencias y mitos andinos. ¿Siempre te ha cautivado la noche? ¿Cuánto ha influido tu infancia en Huancavelica para las historias como «El jala alma»?

—La noche me sabe a agüita de muña, tostado* y un buen cuento de terror en la voz de una de mis tías. De niño pasaba las vacaciones en Moya, un pueblo que queda entre Huancavelica y Huancayo y donde no había ni televisión ni radio. En Huancavelica, mi madre aplacaba el sonido de las balas en las noches de toque de queda con sus cuentos de los hermanos Grimm, en tanto que mi hermana y yo nos cubríamos los rostros con las frazadas Tigre y Tumi (ya no sé si existan aún estas últimas), tratando de olvidar el exterior. El Jala Alma existió, y si tan solo hubiera grabado todo lo que me dijo de este personaje mi finada abuela, tendría para escribir una trilogía.

¿Te interesaría contar más sobre los años de la violencia quizá en una novela?

—Sí, aunque desde un enfoque fantástico que es donde me muevo mejor.

¿Qué autores han sido decisivos para llegar a «Ciudad Lineal»?

—Hay muchos: Julio Ramón Ribeyro, Primo Levi, Jorge Luis Borges, Antonio Tabucchi, Roberto Bolaño, Paul Auster, Woody Allen, Michael Ende… en fin, la lista es inmensa.

Por último, ¿escribir puede llevarnos a perdernos en un enorme y monstruoso laberinto?

—Claro que sí, aunque estoy convencido de que el hilo de Ariadna es la disciplina.

 

*Nota del entrevistador: “tostado” simplemente, o “maíz tostado”, es lo que en Lima se conoce como “canchita”, que acompaña platos típicos como el ceviche. Entre los arequipeños mayores de treinta años (y los serranos, en general) todavía se le llama “tostado”.

 

Reunión familiar

Por Dennis Arias Chávez

 

Somos una familia que ha decidido desaparecer. Nadie lo sabe pero no descartamos que existan sospechas. Quizá hemos dado razones para ello; sin embargo, no estamos en condición de darle explicaciones a nadie. Somos libres de hacer lo que queramos dentro de nuestra casa, y aunque sabemos que los vecinos nos observan, nada impedirá que cumplamos nuestro objetivo.

No tenemos aún claro como lo haremos, carecemos de originalidad, así que nos hemos impuesto la tarea de buscar ideas sobre sacrificios efectivos, de esos que no persiguen la leyenda elegíaca, sino más bien, la contundencia de lo pragmático. Mi hermano mayor nos comparaba con aquellos obsesos entusiastas que quieren bajar de peso pero que no saben cómo hacerlo. Mi madre, más delicada y romántica que el resto, nos comparaba con una pieza de Beckett; pero su idea del absurdo nos hacía reír.

Somos cuatro y vivimos en la calle Cortaderas.

Como en cualquier hogar, en el nuestro existían también los deberes, aunque en estos últimos días habíamos perdido el entusiasmo por hacerlos. Mi madre apenas si cocinaba y mi padre gastaba sus últimos minutos en beber y en ver la televisión. Solo mi hermano mayor estaba empeñado en regar los geranios del jardín y en mantener el patio libre de hojas y polvo. Yo le ayudaba con la segunda planta. Sacudía los cojines de nuestros muebles, tendía las camas y limpiaba los pasadizos. Mis padres no hablaban mucho, el abandono ya es parte de ellos. Contar lo que hacemos es apenas una manera de llenar los vacíos de nuestra existencia. Ya no hay carcajadas ni reclamos, tampoco mandatos ni planes para el futuro, la sensación de estar haciendo las cosas por simple inercia se apodera de nosotros, y solo cuando alguien nombra nuestro trágico plan, sonrisas tímidas llegan acompañadas de entusiasmo. Hace poco vimos a un vecino decidirse a construir una piscina. Empezó cavando un inmenso hoyo, de seis metros por ocho, en el patio de su casa. Vimos también como desenterraba huesos de lo que parecían animales y fue cuando se nos ocurrió enterrarnos vivos. Era una opción macabra pero a la vez efectiva. Solo quedaba la cuestión de saber quién sería el que diera las últimas lampadas. Mi madre fue la primera en negarse, aducía que aunque le entusiasmaba ser la última en concretar el plan, le aterraba la idea de ser poseía por el instinto maternal. Mi padre solo quería recostare y sentir como la tierra lo sofocaba. Mi hermano mayor no estaba dispuesto a dejar de lado el placer de sentir el golpe de la tierra sobre su cuerpo, así que la responsabilidad recayó sobre mí. Ideé un plan ingenioso que consistía en construir una especie de trampa hecha con maderas que al ser activada por una palanca liberaría una gran cantidad de tierra mezclada con cal. En el fondo me importaba muy poco ser el último, lo único que valía la pena era saber que nuestro fin se concretaría, nada más que eso.

Nuestra casa no tenía un patio inmenso como las otras de Cortaderas. No era tan grande ni vistosa, pero sí poseía una inmensa sala cubierta de adoquines de vidrio que dejan traslucir la claridad del día. Esa sería nuestra tumba. Para llegar a la puerta que daba a la calle se tenía que atravesar una inmensa cochera llena de cachivaches, lo que impediría que cualquiera viera nuestras acciones. «Empezamos este fin de semana», ordenó mi padre. Nos procuramos de lampas y carretillas que compramos en la avenida Mariscal castilla. Yo iba con mi padre. Mi madre y hermano, en tanto, se dedicaron a desocupar la sala al ritmo de las canciones de Inti Illimani y Quilapayun. Por cuenta de mi padre corría los bufets de pollo a la brasa y anticuchos; yo dibujé los planos de mi trampa final, discutía con mi hermano sobre su diseño y sobre la calidad de los materiales. Recuerdo las ideas de mi padre, muy comprensible él supo ofrecerse a cargar la trampa con la tierra y cal. Adustamente me dio un abrazo al final de nuestra charla y del brazo me llevó a la cocina donde mi madre se entretenía soltando las costuras del vestido que usaría para el entierro.

Empezamos a romper las losetas de la sala un viernes en la noche, después de las caparinas. Y aunque tratamos de pasar desapercibos, nunca faltaron los curiosos. Dejamos que sospechasen, después de todo, a lo más que podrían llegar era a pensar que estábamos remodelando algún espacio de la casa. El primero en querer saber de nuestras actividades fue la bodeguera. Vino una tarde a preguntar si estábamos tumbando alguna pared porque, si era así, ella conocía a un buen albañil. Me sorprendió la tranquilidad con que mi madre le aceptó el número telefónico del hombre. Con el trascurrir de los días se acercaron más vecinos: la coja de la esquina, la anciana que regaba de manera obsesiva su jardín, el taxista que alguna vez me llevó al hospital por un problema con la

vesícula. .Todos querían meter sus narices en nuestra casa. El lunes dejamos la excavación y mi padre se fue a hacer sus labores (el hecho de morir no significaba que uno tenga que dejar de cumplir sus obligaciones). Tenía su propio centro de fotocopiado en un centro comercial. Mi madre continuaba deshaciendo su vestido y mi hermano en ordenar su habitación. Yo era el único que seguía trabajando en la trampa. Durante la cena nos divertíamos con las historias de cómo mi madre conoció a mi padre. Afuera, los vecinos seguían obsesionados por saber que pasaba adentro, sobre todo cuando vieron acumularse excesivo polvo en nuestro pórtico. Entre el rumor y el frío de la noche, nuestra tumba empezó a tomar forma. Una semana después acabamos con la fosa: tres metros de profundidad  y lo suficientemente amplia como para toda la familia. Dos días después la trampa también quedó lista.

Llegados a este punto, no pudimos evitar que la gente se diera cuenta de lo que estábamos haciendo. Algunos impertinentes amenazaron con denunciarnos ante la municipalidad por el exceso de ruido que hacíamos y por el polvo que, supuestamente, llegaba hasta sus habitaciones. Todo era completamente falso, lo que buscaban era molestarnos, pero o que no sabían era que cada reclamo suyo era como una brisa reveladora que nos convencía aún más de dejar este mundo. Un conato de violencia se formó alrededor de nuestra casa cuando un estúpido quiso meterse para ver de qué tamaño era la construcción. Mi padre tuvo que sacarlo a patadas de la cochera, amenazando con llamar a la policía y denunciarlos a todos por intentar robarnos (si vieran los rostros de indignación que teníamos). Solo así pudimos calmarlos. Al día siguiente vinieron dos policías en momentos en que desayunábamos. Mi hermano fue quien los atendió. Hablaban con bastante calma y aunque en un inicio trataron de amenazarnos con elevar el asunto a una denuncia, pronto se vieron convencidos después de que mi hermano les pusiera un billete de doscientos soles entre las hojas de su agenda. «Trabajamos en algo pequeño, jefe, que poco o nada afectara a la constitucionalidad del país». Algunos vecinos oteaban desde sus ventanas, derrotados. Todo lo que podía hacer un billete de doscientos soles.

Nuestra última noche cenamos un cordero a la olla. Jamás el cordero me supo más delicioso que esa noche y más refrescante y dulce la coca cola. Un viento fresco entraba a la casa esparciendo un olor a tierra húmeda. Después de cenar instalamos con mi padre la trampa. Mezclamos con cal la tierra y cargamos la rejilla con ella. Comprobé que la palanca que soltaría la carga no estuviera trabada y luego subí a mi habitación. Los vecinos empezaron a apagar sus luces. Después de una oración en familia nos fuimos a nuestras camas, pero yo no podía dormir, la rabia que tenía me ascendía por el pecho hasta la garganta. Quería venganza. La luna bañaba las fachadas de las casas dándoles un tono fantasmal. Fui hasta la cochera, tomé dos tarros de pintura y me arrebujé con una frazada muy cerca de la ventana. Esperé a que cayera la madrugada para pintar en la paredes de las casas «Púdranse, hijos de puta». Luego de mi travesura regresé triunfal a la cama, más tranquilo y dispuesto a disfrutar de mis últimas horas de sueño. En el silencio que siguió, la luna se vio opacada por unas espesas nubes y la oscuridad llegó con su pesado manto. Unas horas después mi padre nos despertaba. Ya vestidos con nuestras mejores ropas nos dirigimos a la que sería nuestra tumba. Días antes habíamos decidido ingerir somníferos para ahogar el instinto de supervivencia que de seguro afloraría durante el rito. El hoyo húmedo como si de unas fauces se tratará nos tentaba. Primero vino mi madre, se recostó serena sobre el suelo y cerró los ojos. La vimos tan tranquila, como un ángel dispuesto a sacrificar su vida por todos los hombres de la tierra. Esperamos unos minutos hasta que los medicamentos hicieron efecto y luego empezamos a cubrirla. Mi padre sería el siguiente. Ya la claridad del amanecer se filtraba por nuestras ventanas. Debía darme prisa. Mi hermano se despidió de mí con un fuerte estrechón de manos y saltó a las fauces. Lo cubrí con alegría. Un gritó me alertó. ¿Se habrían dado cuenta ya de mi venganza? Tragué rápidamente el resto de pastillas que quedaban y me acosté, tiré de la palanca y la tierra cayó pesada sobre mi cara. La desesperación se apoderó de mí, empecé a agitarme y a abrir la boca. Sentí el sabor ferroso de la tierra en mi garganta, en mis pulmones y en mis ojos. Pasaron algunos minutos antes de que las pastillas me calmaran. En los últimos segundos que me quedaba rogué a Dios porque los vecinos no derribasen la puerta antes de que el aliento se me vaya. Soñé con animales y casas. También con los vecinos que de seguro estarían rabiosos al ver sus paredes decoradas con mi obra. Quedó el recuerdo de mi última cena, de mi última conversación con mi padre. Soñé con mi familia entera y con la puerta de la cochera que no había asegurado tras volver de mi fechoría.

 

 

 

 

 

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