Opinión

De Aristóteles a Pedro Castillo

Lee la columna de Carlos Alfonso Villanueva.

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El filósofo Aristóteles (384 a.C-322 a.C.) es autor de un libro que reúne reflexiones, ensayos y lecciones sobre la política realizados a lo largo de su vida, de ahí que lleve por título: Política, considerado desde antiguo un tratado clásico de la teoría del Estado. En particular, volver a él, y más específicamente examinar el Libro V, Sobre la inestabilidad de los regímenes políticos resulta enteramente pertinente en esta difícil hora, toda vez que la postura reflexiva y los sólidos conceptos del filósofo, proyectados en el tiempo y el espacio, pueden ayudar a comprender la parte sustantiva en que radica el problema político peruano; y, por consiguiente, contribuir a entender lo que debemos hacer para superarlo con acierto, objetivo más que necesario, vital.

El Estagirita sostiene que no basta un régimen y el Estado cuenten con el mejor cuerpo de leyes para el logro del buen gobierno tanto como salvarlo de las asechanzas; son necesarios otros requisitos que juzga importantes. A estos denomina: Cualidades del hombre de Estado y que es imprescindible poseerlas si lo que el politikon pretende, sobre todo, es ejercer las «magistraturas supremas». ¿A cuáles se refiere en concreto? En primer lugar, que solo se puede ser hombre de Estado quien manifiesta «amor al régimen establecido»; o sea, quien respeta el orden legal. En tal sentido, debe «evitar con el más escrupuloso esmero el atentar contra este ni en poco ni en mucho», porque su encadenamiento solo conduce a la destrucción del sistema político y la anarquía social. Ahora bien, sostener esto no equivale a renunciar al propósito de modificar un determinado corpus normativo en busca de su mejora; sin embargo, es imprescindible hacerlo con versación sobre cada materia para acertar, estar en correspondencia con el contexto social y proceder de forma legal.

En segundo lugar, que esté dotado de capacidad administrativa; y entendamos bien, Aristóteles no se refiere a cualquier nivel de la misma, pues pone énfasis en que debe poseer la «mayor competencia en las tareas de su cargo»; tareas que solo son propias de los mejores, los más capaces. La meritocracia, se infiere, es la consideración para aspirar a participar en la administración de cualquier régimen político. De tal modo, el hombre de Estado no puede ser un inepto; muy por el contrario, requiere, necesariamente, encontrarse y ser reconocido entre los mejores, entendible, porque su ámbito funcional es el de la compleja solución de los problemas de la Rēs pūblica (cosa pública).

En tercer y último lugar —aspecto central en situaciones anómalas como la nuestra—, el hombre de Estado debe poseer y hacer demostración inquebrantable de virtud moral y observancia de la justicia. La justicia es parte integrante de las virtudes (Retórica), y la virtud en conjunto, la capacidad benéfica, cuya función es la vida buena, por lo cual es el bien perfecto (Ética Eudemia).  Aristóteles sostiene que el hombre, en principio, a diferencia de los animales, tiene la capacidad de actuar con moralidad toda vez que está dotado de razón y libertad; posee el hábito de obrar bien, tanto al elegir como actuar, sin necesidad de que lo haga por mandato de la ley, pues actúa en acatamiento de la razón natural, que juzga rectamente distinguiendo en toda circunstancia lo bueno de lo malo. Afirma, por tal razón, que el hombre de Estado debe mostrarse moral en su vida individual y, de manera muy especial, colectiva (pública), al par que su comportamiento en toda circunstancia ha de ser ético. Añade que, si bien la virtud moral se manifiesta en todos los seres, para él, y esto es capital, «el ser que manda debe poseer la virtud moral en toda su perfección», evitando con ello que se anteponga al bien común el particular; dicho de otro modo, que el interés personal prime o desplace al bien común. De ocurrir esto último, se colige, el mandatario quedaría despojado de autoridad, predicamento y la adhesión de los ciudadanos, que ya no lo seguiría porque habría dejado de ser spoudaios (ser valioso, confiable por ser virtuoso y dispuesto a servir). La virtud moral y la política, en conceptos del filósofo griego, no solo están estrechamente unidas, sino que además se condicionan mutuamente.

Para Aristóteles, el hombre de Estado, configurado como «hombre bueno» (u hombre de bien, valioso…), es la más efectiva garantía del objetivo central de la práctica política: la felicidad de los ciudadanos, el bien de la polis, que es traducción política de su pensamiento esencial: el fin supremo de la vida humana es la felicidad, o sea alcanzar la eudemonía. Esta calificación es tan importante para el destino de los pueblos que llega a estampar su famosa frase-concepto: «Un Estado es gobernado mejor por un hombre bueno que por unas leyes buenas». Dicho así, claro está, pero sin dejar de insistir y advertir, que «un digno gobernante es bueno y sabio» a la vez. Con ello, el filósofo pone al hombre de Estado, necesariamente datado de valores morales inquebrantables, como clave de la prosperidad social, y donde no de la desgracia de su sociedad.

Compulsorio

A la luz del pensamiento aristotélico, conocida a actuación pública de Pedro Castillo Terrones se ubica en la antípoda —en un punto diametralmente opuesto— de las indispensables cualidades que tiene que reunir un hombre de Estado, un presidente de la República. No es esta la ocasión de ocuparnos de sus múltiples muestras de ineptitud; pero sí de poner necesariamente en cuestión su moral pública, pues tras las investigaciones realizadas por el Ministerio Público, existe contra él el largo número de 191 elementos de convicción, calificados como graves y fundados, y que lo señalan, nada menos, como jefe de una presunta organización criminal, misma que ha dado lugar a la presentación por parte del citado organismo persecutor del delito de una fundamentada denuncia constitucional, ante el Congreso de la República, ya admitida a trámite por la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales.

Pedro Castillo Terrones, desde los presuntos ilícitos cometidos en la casa del pasaje Sarratea al inicio de su gobierno, como por la participación en ellos de su núcleo familiar, parte de cuyos miembros se encuentran prófugos o se suman como implicados, hasta las declaraciones, delaciones y pruebas aportadas por integrantes del entorno político administrativo más cercano a él, o por las empresarias López y Goray Chong, y las contundentes denuncias públicas y pruebas directamente comprometedoras ofrecidas el día de ayer por Fernández Latorre, ex jefe de la DINI, y el señor Butters, se muestra ante los peruanos como un ciudadano indigno de ejercer la presidencia del Perú. La revelación pública de estos hechos conduce a comprender la insólita fuga de implicados; la agresividad de Castillo y su Ejecutivo contra los poderes públicos encargados de investigar el delito e impartir justicia, y también contra miembros de la Policía Nacional; asimismo, sus constantes ataques a la prensa de investigación no adicta y hasta la inaceptable amenaza pública a los ciudadanos mediante la promoción y exhibición de grupos de cariz paramilitar; y, tras los reveces jurídicos experimentado por su defensa ante las autoridades competentes y las consecuencias derivadas de la colaboración eficaz, su intento ilegal de hacer confianza al objeto cerrar el Congreso y convocar a una asamblea constituyente de corte autoritario en busca de impunidad.

¿Qué hacer?   

Volvamos a Aristóteles. Si tenemos presente con él que el rasgo que mejor define al ciudadano es su participación en comunidad, y que «su tarea es la seguridad de esta», bien se sostiene, por extensión, que en actual problema político, nos compete el cuidado del régimen democrático, y por ello  exigir cívica y patrióticamente al poder legislativo, ante el cual se ventila la controversia, el cumplimiento de sus deberes de control y sanción del presidente de la República para que asuma las consecuencias constitucionales que se desprenden de su reiterada contravención a la moral pública, que supone la naturaleza y su grado de participación en la comisión de actos de corrupción. Y si bien es verdad que la Constitución señala que: «El mandato presidencial es de cinco años» (Art. 112), también lo que el cumplimiento de este periodo está condicionado a la observancia de una conducta moral pública impecable, pues de lo contrario, como ocurre con el presidente Pedro Castillo desde el inicio de su gobierno, se está sujeto a sanción, es decir, el presidente debe ser destituido del cargo: «La Presidencia de la República vaca por: […] 2. Su permanente incapacidad moral o física, declarada por el Congreso» (Art. 113)». Para tal objetivo, se cuenta con la Moción de Orden del Día 4904/2022, que precisamente propone declarar la permanente incapacidad moral del presidente de la República, que debatida en el pleno ha sido aprobada y notificada al mandatario, para que ejerza su defensa, el día de hoy, 7 de diciembre a las 15 horas.

Es esta una medida política excepcional, nada agradable, por cierto, pero absolutamente necesaria. Para su mejor comprensión, una vez más el Estagirita acude en nuestra ayuda a través de la repetida Política, al ocuparse De las cualidades naturales que deben tener los ciudadanos de la República. Sostiene: «Puede decirse sin temor de engañarse que un pueblo debe poseer a la vez inteligencia y valor, para que el legislador pueda conducirle fácilmente por el camino de la virtud». Pues bien, siguiendo este razonamiento, diríamos: inteligencia, para comprender, más allá de los intereses y e incluso errores cometidos, qué es lo que realmente está en juego y en peligro; y eso, con un mandatario y gobierno acorralado legalmente, es el régimen de libertad bajo el cual juramos todos vivir desde 1821, y que hoy compromete el futuro de más de 33 millones de peruanos. Por último, valor, para reaccionar y rectificarse. Esto es, ante la existencia de tan sólidos indicios o bien pruebas incriminatorias, el Congreso de la República reúna los 87 votos necesarios para, dentro del estricto orden constitucional, vacar al presidente Pedro Castillo Terrones, por su manifiesta incapacidad moral para gobernarnos.

 Será este el primer paso de una nueva oportunidad que debemos darnos los peruanos, y ha de ser seguido por una reforma política y electoral serias, el compromiso firme de llegar a un consenso sobre políticas públicas que siente las bases de una sociedad del bienestar, fruto del capital y el trabajo, liquidadora de la exclusión y pobreza; consenso a la vez, que de una la mayor eficacia y trasparencia de la administración general del Estado, favorezca la participación y renovación de los partidos políticos, y, sobre todo, se muestre muy duro con la corrupción que mina y frustra nuestro desarrollo, nos desmoraliza como sociedad y golpea sobre todo a los más pobres. Por sobre nuestras aflicciones, recordemos a Jorge Basadre: «El Perú es un problema, pero también es una posibilidad».

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