Al llegar al cementerio, la fila de autos colapsa y empieza a avanzar lentamente. Álvaro abre las ventanas, pero el calor lo sigue sofocando. No ha almorzado, y eso lo malhumora. Decide dar media vuelta para buscar otro sitio donde estacionar. Llega al parqueo numero uno. Detiene el carro, cierra las lunas y toma su saco. Se topa con un empleado del lugar. “¿San Rafael?”, le pregunta. El tipo apunta su dedo a una distancia infinita anunciándole una larga caminata.
Camina lento, tomándose más tiempo del que necesita, distraído por el paisaje sosegado que a esas horas de la tarde se instala entre árboles, tumbas y flores. Un negocio hermoso a la vista, pero un negocio al fin y al cabo, piensa. Se detiene bajo unos ficus, donde un viento compasivo lo cura. El silencio borda la hermosura, lo acompaña. No hay deudos visitando las tumbas, tal vez porque es lunes, y todo el mundo tiene mucho por hacer antes de morirse.
Al llegar, se percata de la multitud congregada alrededor de la fosa. Un cura eleva unas oraciones finales, mientras el ataúd va adentrándose en la fosa. Unos niños juegan a cierta distancia, sus padres se acercan para pedirles compostura. Álvaro avanza un poco más, pero está decidido a no hacerse parte del gentío. Al igual que en la misa, va a quedarse fuera de todo eso, lejos. Es mejor así.
Los familiares cercanos se dirigen a la fosa para echar unas cuantas flores. Ahí está Natalia. Lleva un vestido moderado, pero acorde al verano, usa algunas alhajas modestas y unos lentes oscuros, enormes, que tapan sus ojos rasgados. La ve acercarse al ataúd, sollozando. Un tipo de pelo entrecano le habla al oído. Ella asiente y echa las flores.
El bebé acerca torpemente hacia su madre y la toma de la mano. Natalia lo levanta en brazos, le regala una sonrisa forzada y lo recuesta en su pecho. Al ver esa imagen, Álvaro siente una extraña sensación en sus sienes, aprieta los labios, resopla, empieza a hacer un sonido extraño con su boca. Se frota las manos. Unos niños se acercan a él, jugando a la pega. Álvaro trata de espantarlos. Ve que una mujer se acerca a reprenderlos, es Viviana, la prima de Natalia.
-Hola –dice ella, fingiendo sorpresa-. Qué bueno que hayas venido.
-Como no voy a venir –responde Álvaro, haciendo el ademán de querer acercarse al gentío.
-Bueno, ha pasado tiempo.
-Sí.
La gente empieza a desfilar para saludar a los deudos. Natalia está al medio, con su hijo en brazos, soportando los rostros contritos, los besos pesarosos de gente que no conoce.
-Ven –dice Viviana, extiendo su brazo delgado, de dedos huesudos y uñas esmaltadas.
-No –se disculpa Álvaro-. Yo… no soy bueno para esas cosas. Ve tú. Yo iré después.
Viviana coge a los dos niños de la mano y se mete a la cola. Por ratos voltea a mirarlo. Álvaro puede sentir la mirada azucarada. Teme que ella aún esté enamorada de él.
La gente termina de saludar y se dirige a paso presuroso al bus que han contratado para traerlos hasta el cementerio. Otros regresan a sus autos, abren las puertas y bajan las ventanas para refrescar el interior de sus vehículos antes de partir. Miran sus relojes, hablan por teléfono: de pronto todos están presurosos por irse. Álvaro sabe que es inevitable. La muerte cruza la cerca; la vida continúa de este lado.
Vuelve su atención hacia Natalia. Ya no tiene a su hijo en brazos. Está de pie frente a la tumba, abrazada a Viviana. Álvaro rememora los primeros días de amistad, en el 99. Ambas han perdido la lozanía, pero no la belleza. Él, en cambio, engrosado y con principios de calvicie, se siente una vergüenza.
Le cuesta dar el primer paso, pero luego, conforme se va acercando, siente un impulso que le obliga a acelerar. Se planta delante de ellas. Ve que unos familiares quedan a cierta distancia, sin saber si acercarse o no a ellos.
-Hola, Natalia.
Las dos mujeres se separan. Viviana retrocede unos pasos, sin dejar de mirarlo, luego se marcha en silencio con los familiares rezagados. Natalia acomoda sus lentes oscuros con una mano, y con la otra seca sus mejillas.
-Hola –responde ella con una voz apagada, ronca. Sus labios son dos pequeñas protuberancias resecas.
-Siento mucho lo de Fernando.
-Ya. Gracias.
El ruido de los autos encendiéndose distrae por un momento su atención.
-Ha sido algo inesperado. Tan rápido.
Natalia se queda callada. Álvaro, nota el rostro incomodo, la impaciencia. Trata de buscar las palabras precisas para despedirse:
-Mira, si hay algo que necesites…
-Creo que fui clara en su momento, Álvaro.
-Lo sé, pero ahora que no está Fernando…
-Creo que fui clara.
Una bocina empieza a sonar con insistencia. “Natalia, Natalia”, se oye en el fondo. Álvaro voltea. Un auto la espera con la puerta abierta. Viviana lleva al bebé de Natalia en sus faldas. Hay otras personas dentro del vehículo, que Álvaro no reconoce. Sabe que es mejor marcharse, pero la imagen del bebé en las faldas de Viviana parece obligarlo a un comentario.
-Tu hijo está grande –dice, sin convicción. Natalia parece advertirlo.
-Gracias por venir, Álvaro. Cuídate.
Él intenta abrazarla, pero ella echa a andar con prisa, dejándolo con los manos extendidas, como rezando un padrenuestro. Álvaro muerde sus labios, mientras la ve marcharse, caminando sobre el césped con sus pies delicados, blancos, guarnecidos por unas sandalias de tiras, que a pesar del momento, consiguen estimularlo. El auto se marcha. Luego, todo el lugar queda vacío.
Mira la lápida. Le parece increíble. No había pasado ni un mes desde que a Fernando le habían cortado la pierna por un tumor en la rodilla. Luego detectaron algo extraño en sus pulmones. Vino la quimio, las medicinas. Toda la historia terminaba en esa losa fría sobre un montón de tierra. Pobre Fernando, piensa. Siente un temblor al imaginar la muerte a esa edad. Pobre Fernando.
Camina de regreso, a paso vencido, con la decepción en el rostro. Todas sus buenas intenciones se quedaron en la puerta de su boca. Natalia no le dio chance para nada más. Sus palabras, duras, habían cortado su esperanza desde el inicio. Álvaro había sentido el desprecio en muchas ocasiones, pero nunca el odio.
Hace una mueca, vuelve a jugar con sus labios. No se percata del Torii por el que cruza, cuando su celular empieza a vibrar. Mira la pantalla: es Viviana.
–Vamos a estar en el departamento de Surco. Por si te interesa.
-¿Viviana?
–Claro que te interesa.
Álvaro recuerda la vez que besó a Viviana. Habían ido con Fernando, Natalia y otros amigos a una fiesta en Primavera Park & Plaza. Todos habían tomado más de la cuenta. Más que el beso, Álvaro recuerda las ganas que tenía de llevarla a otro lado. Se siente aliviado de que todo haya quedado en ganas.
-Gracias –responde-. Estoy en camino.
–Ah, Álvaro.
-¿Qué?
–Te odio.
Álvaro escucha una risita sardónica antes de colgar. Él también sonríe, apura el paso. Llega al estacionamiento con la camisa mojada y la frente cubierta de sudor. Al abrir la puerta siente el aire caliente, el interior convertido en un horno. A pesar de su agitación decide subir al auto. Se quita el saco, afloja unos botones de su camisa y lo echa a andar. Ya no repara en el cascabeleo del chasis cuando llega a la carretera y supera los cien kilómetros por hora.
Se detiene en un grifo para comprar una botella de vino, que descorchará sólo en caso Natalia acceda a recibirlo en casa. Compra también unos Chiclets, agua mineral helada, un enrollado de carne, para tapar el hueco del almuerzo perdido. Mira las cajetillas de cigarros en el mostrador y se siente realizado. Ya no fuma. Dejó de hacerlo con mucho esfuerzo, a pesar de todos los kilos que fueron lloviéndole encima. Estaba harto de no poder subir las escaleras de su casa sin jadear. De no poder tener sexo sin exponerse a morir de taquicardia. Se había convertido en un anciano de treinta y dos años. Pero lo había dejado a tiempo. Al menos él no estaba bajo tierra, como Fernando.
Luego de media hora, llega a su destino. Cuadra el automóvil al lado del parque, cerca al departamento. Decide no llevar la botella de vino.
A pesar del tiempo transcurrido, Álvaro nota que todo sigue igual en esa calle que recorrió en su juventud, salvo algunos negocios recientes que le ha dado más vida a la calzada y uno que otro jardín ausente. Cruza la pista y se queda de pie frente a las enormes puertas de vidrio del edificio. Aprieta el botón del intercomunicador, con el mismo temor con que lo hizo la primera vez, hace diez años. Aún recuerda esa noche, el papelito escrito con letra temblorosa: “Departamento 201”. Aquella vez, Natalia asomó a la ventana con una sonrisa cálida, con voz alegre. “¡Hola, Álvaro! Te has demorado”, le dijo. Luego escuchó sus pasos, bajando las escaleras, saliendo a su encuentro, dándole un beso húmedo en la mejilla. Aquella noche recorrieron Larcomar, tomando fotos para un trabajo que Natalia tenía que presentar en la universidad. Recuerda sobre todo la última foto, que le tomaron a una pareja de novios que estaba acurrucada en la banca, bajo una luz tenue, con el mar de fondo y la cruz del morro de Chorrillos brillando en el cielo.
-¿Qué quieres?
Álvaro levanta la mirada. Natalia está acodada en su ventana.
-Yo. Eh….
El cerrojo eléctrico de la puerta se activa. Natalia se sorprende. Álvaro intuye a la culpable, empuja la puerta y sube por las escaleras. Encuentra a Natalia en la entrada, con las manos en la cintura, la mirada gacha. Álvaro detiene su ascenso impetuoso. Dentro del departamento se oyen voces, huele a comida recién preparada, también a licor. Viviana aparece al fondo de todo, le guiña un ojo.
-Álvaro –dice Natalia sin mirarlo-. ¿Qué haces acá?
-Quería verte. Estar contigo en estos momentos.
Natalia sacude la cabeza. Se detiene en un silencio prolongado. Unas miradas curiosas asoman por la entrada.
-Como quieras –le dice, antes de dar media vuelta -.Pasa.
Entran al departamento. Álvaro saluda escuetamente a los familiares. Unos están sentados en la sala, otros en el comedor. Las cosas no han cambiado mucho. Las paredes aún siguen pintadas de amarillo, adornadas con pinturas falsas. En las mesas se mantienen las velas de colores y los adornos chinos. En la esquina, a lado de la enorme ventana, está el bar, con los licores exóticos que la madre de Natalia siempre coleccionaba. Álvaro nota la botella de calvados. No puede evitar recordar el cumpleaños de Fernando, el bochorno, la botella vacía girando, todos en círculo. Mario ganó esa ronda, Natalia tenía que recibir el castigo. “Dile algo a Álvaro, que lo sonroje”, decidió Mario. La gente ríe, aplaude, aprovecha en servirse unos tragos.
-¿Quieres algo de tomar? –le pregunta Viviana, que sale a su encuentro guiñándole un ojo.
-Creo que una copa de calvados estará bien.
Álvaro sonríe, disimula, pero sus ojos persiguen a Natalia con angustia. La ve cargar a su hijo, desaparecer por el corredor, rumbo a las habitaciones. Recuerda que eran dos piezas, Natalia dormía en una, Su madre en la otra. Eso hasta el día del matrimonio, luego del cual se mudó con Fernando a una casa en La Molina. Álvaro no llegó a pisar su nueva casa. Sólo vio algunas fotos en internet: el patio amplio, la terraza, Natalia con tres meses de embarazo.
La señora Patty lo llama desde la cocina. Álvaro se acerca, la saluda con una sonrisa tímida, que ella desestima. “Hijito. Después de tanto”, le dice la señora Patty. “¿No quieres que te sirva alguito?”.
Muere de hambre, pero se rehúsa amablemente. No quiere distraerse. Natalia no sale de habitación. Tal vez no salga nunca, piensa. Hasta que yo me vaya.
-¿Sigue enojada contigo? –dice la señora Patty.
-¿Enojada conmigo? ¿Por qué tendría que estarlo?
-Le he preguntado si vendrías, y fue como si la insultara.
-Serán ideas suyas, Señora.
-Yo conozco a mi hija, Alvarito.
-Es por lo de Fernando. La ha afectado demasiado.
-Sí, pobre chico. Me dio pena verlo en el hospital. No quedaba nada de él.
-El cáncer fue demoledor.
-Sí, que pena por tu amigo. Ustedes han sido los chicos más lindos que conocí.
-Gracias.
-Se llevaban tan bien…
-Gracias.
Álvaro se disculpa y sale de la cocina. Piensa en servirse otra copa de calvados, pero la figura de Natalia apareciendo en la sala lo detiene. No carga al bebé. Tal vez lo ha dejado dormido, en la habitación. La ve saludar a sus tíos, conversar con sus primas, sonreír brevemente. Álvaro no quita su vista de encima, esperando que en algún momento ella voltee a mirarlo. Pero el tiempo pasa sin que ella se desentienda de sus familiares. Álvaro se anima por otra copa. Aún puede recordar los libros de poemas amontonados sobre la mesa del comedor, mientras Natalia le traía la guitarra y le pedía que tocara ‘La Catedral’. Álvaro acariciaba las cuerdas con esmero, como si fuera un gran concierto en una noche calma, frente a miles de personas. Luego venía el aplauso solitario de su única admiradora, diciéndole que era lo más hermoso que había oído en su vida. En ocasiones, Álvaro todavía podía arpegiar las cuerdas y recordar aquella melodía. Pero la destreza había desaparecido con esos años fugaces, al igual que la guitarra.
La tarde siguió su curso, y los familiares empezaron a despedirse poco a poco, devolviéndole a la sala la calma habitual de los viejos años. Álvaro, sin darse cuenta, terminó en la cocina, ayudando a la señora Patty a fregar los platos, conversando del trabajo, la eterna soltería y Fernando. Sobre todo de Fernando.
-Hubiera sido lindo que se gradúen juntos –dice la señora Patty.
-¿Creería que no me he graduado aún?
-Hijo: Ponte las pilas, mira que ya no tienes veinte años.
-Estoy en eso, señora –mintió-. No se preocupe.
Viviana entra a la cocina a despedirse. Álvaro soporta el abrazo cariñoso, el beso prolongado. Es lo mínimo que puede hacer, después de todo. Antes de retirarse, Viviana mueve los labios lentamente, mientras golpea su pecho con el dedo índice, para luego apuntar hacía Álvaro. Yo te odio. Te-o-dio.
La casa ha quedado vacía.
Natalia cruza la sala. La señora Patty la detiene.
-¿Hija?
-Me voy a dormir mamá. Estoy cansada.
-Pero, Alvarito. Ha venido a verte.
-Si, Álvaro, gracias por todo. Cuídate.
Álvaro no sabe que decir. Por un momento pensó en traer la botella de vino que había comprado, pero la huída de Natalia lo obliga a desistir. Termina de enjuagar los platos. Los seca con cuidado. “Estuvo delicioso”, cree oír. “Ha sido la mejor cena de mi vida”. Los pasos de Natalia reviven en la cocina, forcejeando con una botella de vino. Aquella vez, habían comprado pollo a la brasa, y resolvían un crucigrama mientras él le contaba sobre Neruda y Benedetti.
-Anda-. Le dice la señora Patty trayéndolo de vuelta a la realidad. Anda despídete de esa malcriada.
Fernando deja los platos secos en la alacena. La señora Patty lo toma del hombro, acaricia su mejilla.
-Sabes que nada de lo que te ha dicho es cierto.
Álvaro asiente, pesaroso. La señora Patty se le acerca un poco más y le susurra al oído.
Ella aún no se olvida de ti.
Álvaro asiente. Camina por el corredor, posando sus manos sobre la fría pared, intentando probar un poco del invierno que le espera detrás de la puerta. Otra vez llega a su mente el recuerdo del cumpleaños, la botella borracha, Natalia cumpliendo su castigo, acercándose a él mientras todos los demás aguardan el resultado.
“Quiero que me hagas tuya”, le susurra. Álvaro siente el hervor naciendo en su estómago, manando como un geiser hasta su rostro, quemando sus orejas. Mario queda sorprendido: “huevón, ¡huevón! ¡Estás hecho un tomate!”, grita. Él no escucha, sólo atina a buscar a Natalia, que está sentada en el mueble, mirándolo fijamente.
-¿Natalia? –dice Álvaro, abriendo la puerta mientras da dos golpecitos tímidos.
Está echada de lado, de espaldas a él. No se ha quitado el vestido. Álvaro recorre su silueta divina, sus piernas delgadas, sus pies desnudos. La gran ventana tiene las cortinas cerradas, apenas dejándole espacio a un hilillo de luz que se filtra temeroso, pero no llega a aliviar la penumbra de la habitación. Natalia está despierta, pero no voltea a verlo. No lo hará. En la esquina, el bebé duerme en su cuna.
-¿Natalia?
Álvaro piensa en sentarse en la cama, tomarle el hombro, acariciar sus mejillas, darle el beso que nunca pudo. Natalia corta sus intenciones con una voz ronca y llorosa.
-Vete, por favor. Déjame sola.
Escucha el sollozo, es un llanto valiente, digno. Apenas si puede notar la sacudida del llanto, el estremecimiento en el cuerpo de Natalia. Álvaro se queda de pie, respirando el perfume, viendo las blancas pantorrillas, el vestido negro delineando las curvas. Sabe que no hay lugar para ambos en la habitación.
-Siento mucho todo lo que hice, Nati.
-Vete.
Abre la puerta. Antes de irse le echa un vistazo a la habitación, de aire cansado, al bebé, a Natalia.
-Todo lo que no hice, también –añade. Luego cruza el umbral.
-Adiós, Álvaro
-Adiós, Natalia.
Mientras conduce a casa, el adiós de Natalia lo golpea. Siente cólera, pena, un helor que recorre su espalda. Se detiene en un semáforo en rojo. De repente, la humedad de la noche le trae a la memoria las luces de Miraflores, la gente sentada en el café Haití, conversando de nada. Natalia está frente a él con un pisco sour en la mano. Lleva un vestido negro, unas sandalias de tiras. Álvaro ha pedido una copa de coñac.
-Gracias por venir –dice ella-. Necesitaba conversar contigo.
No había forma de huir de ella, de olvidarse de ella.
-Me voy a casar con Fernando.
Álvaro siente la saliva espesa en su garganta, sus amígdalas convirtiéndose en piedra. Natalia pone el parte sobre la mesa. Es un parte sencillo, con una invitación doble a la fiesta en el Jockey Club.
-Por si quieres ir con alguna chica –añade. Álvaro toma el parte, lo examina rápidamente, tratando de fingir alegría.
-Te felicito. Es una gran noticia.
No hay más palabras. Luego de pagar la cuenta deciden caminar por el parque Kennedy, lentamente, como si así pudieran detener el paso de la noche. En una esquina los pintores de obra fácil guardan sus lienzos mientras la gente va desbocando en la calle de las Pizzas. De repente, Álvaro siente que Natalia se aferra a su brazo, apoya la cabeza en su hombro, detiene el paso.
-Sólo que contigo, me siento como en las nubes…
Los cláxones furiosos estallan y lo devuelven a la realidad. El semáforo ha cambiado a verde. Un policía toca su pito con violencia y le apunta con su dedo índice, pidiéndole que avance. Álvaro reacciona, pone primera, acelera. Se arrepiente de no haber descorchado la botella de vino que compró para Natalia. No le vendría mal un trago ahora.
Quiere llorar. Nunca lo ha hecho. Nunca. Pero siente unas ganas desesperadas de llorar, gritar, de estrellarse contra todos los vehículos que se amontonan en el óvalo Higuereta. Detiene el auto y abre la maletera, incapaz de contener sus lágrimas que empañan la calle, que empozan el recuerdo de Natalia. Toma la botella de vino y la tira lo más lejos que puede. La ve tocar el asfalto, hacerse añicos, mientras el líquido rojizo se esparce como sangre, como si fuera su sangre. Un gran punto final para su falta de osadía, para su dubitación, para olvidar ese beso que debió darle aquella noche.
Se recuesta en el automóvil. Siente unas lágrimas rodando por sus mejillas. Ríe y llora. Piensa en Fernando, en los tiempos en que su amistad era a prueba de balas.
“Mira, Álvaro. Sé que no es lo correcto, pero eres mi mejor amigo. Necesito que ayudes a mi enamorada, Natalia, ¿Qué no recuerdas su nombre? Bueno, necesito que la ayudes con unas fotos para la universidad”, la voz de Fernando resuena en su cabeza como si el tiempo se hubiera paralizado. “Es el único favor que te pido. Mira que tú eres mi pata.”
Álvaro limpia sus ojos y sube al auto. En su pecho se anida el frenético galope de su corazón. Recuerda su mano temblorosa apuntando la dirección en Surco, Departamento 201.
“Quizá vaya hoy en la noche, Fernando. O tal vez mañana”, recuerda. “Tal vez mañana”.