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CUENTO: SIEMPRE HABRÁ OTRA OPORTUNIDAD

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SIEMPRE HABRÁ OTRA OPORTUNIDAD

Por Luis Humberto Moreno Córdova


Lima brilla como una joya falsa bajo la noche absoluta de verano. En las calles, las guirnaldas y las luces de colores parecen cobrar vida propia sobre la fachada de las tiendas y de algunos hogares que han sobrevivido al crecimiento de la zona comercial de san Isidro. Parado casi a la mitad de la calle, en medio de dos grandes tiendas, un hombre vestido de Papá Noel agita su campana y espanta a los niños con un “jo,jo,jo” grosero y aguardientoso. La gente corre, corre, se desespera, colapsa sobre sus pasos aprovechando las ofertas generosas y los remates de locura que los invitan a pasar sus tarjetas de crédito sin misericordia, abultando sus cuentas bancarias, destruyendo sus ahorros.

Es navidad. La ciudad colapsa entre desbordes, celos y prisas. Hay gritos, malestares, incomodidad; gente que aplasta gente en las colas de las cajas, gente que tritura gente en las colas de taxis. Los vehículos maniobran con fiereza, cruzan insultos, lastiman a familiares ausentes. Los niños lloran, desesperados por la turba incontrolada. La gente compra, gasta, despilfarra, con la pulsión de un adicto, con la desesperación de un moribundo.

Todo por el amor y paz fabricado en la TV.

Julio sale del banco y mira su billetera con complacencia.

Su felicidad solía ser efímera: se daba siempre los día 15 y en el fin de cada mes. Duraba poco: apenas unas cervezas y unas cuantas deudas saldadas. Luego llegaba el vacío, las tiendas inmensas y la frustración de no tener nada. Aún así, nunca perdía el aliento: Siempre habría un día 15 y otro fin de mes.

Sin embargo, mientras recorre las tiendas, su sonrisa se va borrando del rostro y se convierte en una mueca de preocupación. Su mirada se pierde entre miles de carteles con precios imposibles de aceptar. Las colas son tan grandes que no quiere arriesgarse a la vergüenza de que sus dos tarjetas de crédito reboten por falta de saldo.

Sus hijos están cansados de recibir juguetes envueltos en cajas sin color, pasados de moda, con quiñes y maltratos hechos por el verdadero dueño. Julio piensa en Ricardo, que ya tiene doce años. No puede olvidar la navidad anterior, cuando lo vio relegado de su grupo de amigos, mirando su juguete gastado, mientras los otros niños de la cuadra intercambiaban sus regalos relucientes y se entretenían mirando las cajas recién abiertas, donde se mostraban otros juguetes de la misma colección. Lo recordó apoyado en la pared, mirando con lástima el viejo muñeco de colores opacos. No quería decepcionarlo.

Alonso, su otro hijo, acababa de superar la edad de la conformidad. Era probable que esta navidad notara las diferencias entres su regalos y los regalos de otros chicos.

Los precios. Maldita sea. Los precios.

Cruza un par de tiendas abarrotadas de gente, esquiva a un mendigo y a un niño que le ofrece chicles. Siente que se ha equivocado de lugar. Piensa tomar un carro e ir a otro sitio, pero el tráfico violento, lo desanima.

Ve que una pareja se dirige hacía un taxi, llevan una enorme caja con un muñeco Max Steel. Están discutiendo. Lo nota por la violencia con que la mujer mueve sus labios. El hombre trata de serenarla, le pone una mano en el hombro, pero ella se zafa bruscamente. Julio los ve subir al auto. La mujer mira hacia la ventana mientras el hombre acomoda las cosas compradas. “Feliz navidad”, murmura.

Piensa en su esposa. A pesar de los años inclementes, todavía encuentra en ella la belleza de la adolescencia. Es de piel canela, cabello negro, caderas anchas y pechos prominentes. Tiene el vientre abultado, pero mantiene la espalda arqueada y un buen trasero. Ella se encarga de las cosas en casa y cuida a los niños. Es una buena esposa, piensa. Pero hace mucho que ya no quiere tener sexo con él. Al principio, poco después que naciera Alonso, ella se excusaba fingiendo malestar y dolores producto de alguna lesión por el día a día. “Estaba limpiando, y sentí un tirón en la espalda, Julio”, le decía. “El calor de la cocina, luego el frio de refrigerador me han dejado doliendo los brazos”.

Eso fue al principio. Luego simplemente dijo que no quería hacer ruido para no despertar a los niños. “Ricardito ya se da cuenta de las cosas”, le decía. Finalmente, sus excusas se redujeron a un rotundo “no”.

Julio había engrosado con el paso de los años. Si alguna vez tuvo un cariz, lo enterró bajo una enorme panza y un cansancio eterno. De su quijada nacía un colgajo grasoso que le tapaba todo el cuello. Sabía que su apariencia no era la misma que la de doce años atrás. Las chicas habían dejado de coquetearle hace mucho. Tenía que conformarse con el llamado de mujeres mayores y fofas que no despertaban en él ningún interés. Aún podía sentir la comezón entre sus piernas cuando veía un buen culo, unas buenas tetas. Pero debía conformarse sólo con verlo. Su magullado sueldo le hubiera impedido pagar por sexo. Aunque casi nunca se le había cruzado por la cabeza irse de putas. A pesar de todo, aún amaba a su esposa.

Debería comprarle algo, pensó Julio.

Su esposa y sus dos hijos. Las calles colapsadas, la gente echando a volar sus billetes. Los altavoces de las tiendas asordando con las promociones infinitas.

Un tipo se queda mirándolo a la distancia. Julio no ve de lejos, pero nunca ha querido usar lentes. Piensa que son huevadas, mariconadas. Ve que el tipo se acerca con paso decidido. Julio aprieta el puño. Ya lo tiene en frente. Se detiene. Cree reconocerlo.

-¿Pablo?

Pablo echa una risotada y lo toma por los hombros. “Hola compadre, a los años, qué ha sido de tu vida”, se dicen mutuamente mientras estrechan sus manos de todas las maneras posibles. Julio no entra en pormenores. Todos en la familia están bien, los niños están creciendo.

-¿Y cómo está Carlita? –pregunta Pablo.

Julio recordó los tiempos del colegio, cuando que Pablo moría por su esposa.

-Mi señora está bien, Pablito, ahí pues con los ajetreos de la navidad.

Pablo asiente sin dejar de sonreír. Tiene el rostro redondo, el cabello corto, hirsuto. Sus ojos son dos rayones oblicuos y su nariz parece un rocoto. Julio piensa que es un tipo muy feo. Carla jamás se hubiera fijado en ti, piensa.

Sus ojos se posan en el escaparate de una tienda y puede ver su reflejo junto al de Pablo. Ve una figura gorda, deforme, conversando con un amigo de la infancia. Incluso Pablo tiene mejor contextura que él.

-Que bueno hermano, que bueno. ¿Y qué haciendo por aquí?

Julio le cuenta sobre los regalos, la ilusión de que sea algo bueno.

-Puta, ya estoy cansado de reglarle a mis hijos cosas robadas o bambas, huevón –dice-. Es una cojudez.

Pablo asiente. Luego abre sus dos ojos como si quisiera sacarlos de su rostro.

-Mira. Justo un amigo mío ha puesto su tienda cerca a mi casa, y ha traído un montón de cosas bien mostras, Julito. Juguetes igualitos a los que venden por acá, pero los precios, ¡regalados!

Un taxi se detiene al lado de los dos amigos, El conductor toca el claxon repetidas veces, luego empieza a gritarles “¿taxi?”, “¿taxi?”

-¿Me has visto estirarte la mano conchatumadre? –le grita Julio. El taxista lo manda a la mierda, Julio corre y alcanza a meterle una patada en la puerta. El taxi para, el conductor hace el ademán de querer bajar.

-¡Baja pues, conchatumadre! –vuelve a gritarle Julio. El vigilante de una tienda se acerca y toca su pito. El taxi se marcha. Pablo abraza a Julio y lo lleva a un lado:

-Puta que rochoso eres, huevón. No se te ha ido lo fosforito, ¿no?

-Me llega al pincho cuando ésos mierdas hacen eso –dice Julio, mientras resopla y se acomoda la camisa. Un botón se le ha aflojado. La gordura azota su vergüenza.

Pablo lo jala y lo hace caminar un par de cuadras, cruzan un puente de la vía expresa. Debajo de ellos, los carros parecen ladrillos, atascados entre semáforos e imprudencias.

-El tráfico es una mierda, ¿no? –dice Pablo, con su enorme sonrisa. Julio sigue resoplando.

Luego de unas cuadras, la gente parece desaparecer y la tranquilidad regresa a las calles. Hay poca luz, pero las veredas están despejadas y a lo lejos se pueden ver los grandes edificios de bancos y financieras. Julio escucha música y voces alegres. El olor a cigarro y cerveza parece despertarlo. Entran al bar y se ubican en una mesa pegada al enorme vidrio que da a la calle. Dos rubias pasan a lo lejos con unas bolsas enormes estampadas con el logo de la tienda donde hicieron sus compras.

-Mira esas mamacitas –dice Pablo, mientras levanta la mano haciendo una señal de victoria que el mozo interpreta de inmediato-, que ricas son las chibolas por aquí, ¿no?

Julio mira a las chicas: son rubias, altas, parecen salidas de un catálogo de moda. Su look es fresco. Usan colores gastados, pero sabe que la ropa es nueva. Carla no se vería igual con esas prendas. Una lástima.

-Se pongan lo que se pongan siempre se ven bien, ¿no? –prosigue Pablo. Julio ya no las mira.

-¿Y cómo está tu señora, ah?

Pablo ríe. A Julio le perturba ver esa sonrisa enorme, insultante. Es una sonrisa petrificada, una sonrisa de payaso pobre.

-Asu, Julito, ya te me pusiste moralista. Mi señora está bien…

Julio levanta las cejas. No puede quitar su mirada de ese rostro redondo y feo.

-¡Está bien fea! –termina de decir Pablo, y estalla en una carcajada que parece querer destruir los vidrios del bar. Julio mira a todos lados y finge una sonrisa que no convence a nadie.

El mozo deja dos cervezas. Pablo sirve en ambos vasos. Prende un cigarro. Julio también prende uno.

-¡Salud pues! Por la buena amistad.

Chocan los vasos. Pablo hace un alto antes de tomarse la cerveza.

-Vamos Julio, no te preocupes. Mañana vamos donde mi pata. Yo le diré incluso que te dé lo que quieras a plazos. Para que le pagues hasta Marzo, incluso. Ya cambia la cara, huevón. Vas a ver que tu familia te va a adorar después que le des esos regalos.

Julio medita, pierde su mirada sobre la meza. Luego mueve la cabeza hacía un lado y levanta su vaso.

-Salud, pues, carajo.

Ambos ríen. La conversación empieza a fluir lentamente, con los recuerdos de la infancia, la vez que se vistieron para bailar como el grupo Garibaldi en la fiesta del barrio. Las grandes borracheras, los viejos amigos. Julio recuerda la vez que se bebieron los whiskys del papá del negro Coco, que había guardado para el día en que éste entrara a la universidad. Luego los habían llenado con té. Y nunca imaginaron que después de años, cuando Coco ingresó, su viejo aún tenía las botellas ahí, con el té cortado por los años. Pablo recordó aquella fiesta en la que Gallardo, el más rufián del barrio, se tiró a la beata Mechita, una chica que vivía entre el colegio y la natación, y que una vez fueron a ver a un concurso. “Qué rica esa huevona con su ropa de baño, ¿no?”, “bien guardadito se lo tenía. Luego Gallardo la había convencido de ir y la había emborrachado.

-Ya tienen tres hijos, Julito. Imagínate –le dice Pablo-. Esa huevona ahora vende menú por la zona donde trabaja mi mujer.

Las cervezas empiezan a multiplicarse. Le piden al mozo que les traiga una caja vacía para llevar la cuenta. Los vasos chocan, chocan, todas las veces posibles. Pablo elogia a Carla y Julio se siente orgulloso. Se ponen de acuerdo para ir a la playa en el verano. Pablo le cuenta que tiene un negocio de venta de cebiche en una playa del sur. “Cuando gustes, Julito, cuando gustes”. Julio prende los cigarros y los apaga mientras su voz se acompaña de una estela blanca, interminable. Las risas invitan a un nuevo brindis.

-Como jugando ya vamos una caja, Pablito –dice Julio con un acento cansado, adormecido por el alcohol.

-Por ser fiestas deberíamos brindar con algo más acorde a este reencuentro, Julito –dice Pablo mientras levanta la mano para llamar al mozo.

-Que sean unos whiskys –dice Julio, con rostro confiado. Sus ojos parecen perderse en su rostro, como dos pequeños botoncitos negros-. Un etiqueta negra como en la jato de Coco.

Piden dos vasos de Whisky.

-Puta la verdad, etiqueta negra es otra cosa, Julito –le dice Pablo.

Julio toma del vaso, intenta saborear. Luego desiste, nunca ha notado la diferencia entre un whisky y otro. Todos saben amargo, todos saben fuerte, todos necesitan mucho hielo.

-Esto es otra cosa –dice Julio, a pesar de todo, y se acaba el vaso de un trago.

Piden unos boleros. Julio reconoce en Pablo a un amigo leal, al único que, a pesar de todas las vueltas de la vida, siempre estuvo ahí en los momentos importantes. Pablo levanta el pecho, parece un gallo enardecido, ya agradece a viva voz la deferencia –lo dice literalmente- que Julio siempre ha tenido con él y su familia. Vuelven a chocar los vasos mientras cantan un estribillo de Iván Cruz. Entonces piden más whisky y alaban a sus familias. “Tu hijo es precioso, Julito”, dice Pablo. “Pero tu hijo es bien despierto”, dice Julio. “Imagínate que hasta me ayuda a trabajar, el condenado”, dice Pablo con su gran sonrisa, que a Julio ya no le resulta tan molesta.

Afuera, las calles lucen vacías. Algunos autos pasan e iluminan con miedo el asfalto. Luego todo queda en silencio. Conforme las horas pasan, las mesas de la cantina empiezan a despejarse. Algunos tipos en saco y corbata salen abrazados, con las mejillas coloradas y el cabello alborotado. Un tipo, de pantalón plomo, tiene una mancha húmeda entre sus piernas. Pablo y Julio ríen al verlo y vuelven a brindar. El mozo se acerca y les deja la cuenta. Pablo se ofrece a invitar un par de whiskys, pero el mozo se rehúsa y les dice que ya van a cerrar.

Sacan sus billeteras e intentan dividir la cuenta, pero el sopor de los whiskys y la cerveza no los deja pensar.

-Yo pago –dice Julio- Ya después me parchas.

Se ponen de pie y se dan un fuerte abrazo. Tambaleantes, llegan hasta una esquina y se ceden el lugar para detener el taxi. Julio insiste, y Pablo detiene un taxi azul que le cobra veinte soles por llevarlo hasta su casa.

-Préstame diez luquitas, Julio. Por si las moscas –le dice Pablo con los ojos desbordándose a todos lados. Julio sonríe y saca su billetera.

-Llévate veinte, cholito, por si las moscas –le dice, y le da una palmada en la mejilla.

Pablo entra en la parte trasera del taxi y parece desmoronarse, mueve la mano torpemente a manera de despedida. Luego desaparece. Julio todavía puede ver a lo lejos las luces rojas del taxi frenando ante un semáforo en rojo.

Detiene un taxi, que le cobra quince soles por llevarlo a su casa. Julio sacude su dedo índice y el taxi se aleja. Espera un rato más. La calle está vacía. Ni siquiera aparecen carros. Siente una modorra enorme que lo obliga a apoyarse contra un poste de alumbrado. Dos jóvenes cruzan detrás de él. Julio los oye reírse. “De que te ríes conchatumadre”, piensa decirles, pero siente pereza hasta de hablar.

Un taxi aparece. Julio estira la mano y lo detiene. El taxista le dice que por doce soles lo llevará a casa. Julio sube. Intenta no desmoronarse ni cabecear, aunque siente que el licor lo está derribando.

Mientras se va quedando dormido, sonríe al pensar en la buena borrachera que se ha dado. Ha sido una suerte encontrarse con Pablo, así, de la nada, en plena calle. Se promete a si mismo que la próxima vez que lo encuentre le pedirá su número de teléfono y su dirección, porque esto de encontrarse por la voluntad de Dios no puede pasar entre amigos como él y Pablo.

Las luces se difuminan ante sus ojos. La ciudad brilla como un diamante bajo la noche absoluta de verano.

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