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CUENTO: MI PRIMERA PARTIDA

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La partida había empezado sin querer, como quien mata el rato, luego de rehusarme varias veces.

–Mejor mañana, cuando nos juntemos con los demás –le dije a Gumer, pero él insistió y, sin darme cuenta, ya estábamos ahí, sentados en una banqueta de la plaza Francia.

Yo era joven, tímido, ajeno aún al rugido hambriento de la ciudad. Tenía veinte años. Habían transcurrido dos desde mi llegada a Lima. Me maravillaba el tranvía y las luces de noche, pero había demasiado movimiento. No lograba acostumbrarme.

-Mi reino por un caballo –dijo Gumer, mientras avanzaba su alfil negro, atenazando a mi caballo y amenazando a mi rey con un jaque. Barajé las posibilidades: podía librar a mi rey, pero mi caballo estaba perdido.

Lima también me tenía en jaque, pero yo seguía dándole pelea. Había conseguido un trabajo en el Arzobispado de Lima y fungía también como conserje en un pequeño edificio del Tambo de Belén a cambio de contar con un lugar donde vivir, cortesía de unas monjas que trabajaban conmigo en la sede religiosa. Raulito Saldarriaga, mi vecino del segundo piso, era quien prestaba su casa todos los viernes para nuestras reuniones. Éramos ocho o nueve personas las que nunca faltábamos a la cita. Gumer era el más entusiasta. Fue él quien propuso reemplazar los naipes por el ajedrez.

Debo reconocer que al principio me aburría. Era cansino esperar a que movieran las piezas; el juego era lento, complicado, demasiado analítico y silencioso, a diferencia del barullo que acompañaba a los dados y los naipes. Pero cualquier cosa terminaba siendo mejor que quedarme sólo en mi covacha, extrañando a la familia que había dejado tras las montañas. Gumer, Raulito: todos ellos se habían convertido en mi única compañía; los únicos que me aceptaban porque eran migrantes como yo; porque también habían crecido en el campo. Así que llegaba de mi trabajo en el arzobispado y subía a grandes trancos hasta el segundo piso para jugar con ellos. Finalmente el tablero y las fichas se impusieron.

Gumer había llegado hacía un par de meses, desde Piura. En todas las reuniones mostraba con orgullo su carné de la federación peruana de ajedrez y aseguraba haber logrado unos cuantos trofeos. “Es hora de hacer cosas importantes”, decía, señalando las piezas. Su esposa, Justina, que tenía ocho meses de embarazo, siempre se daba tiempo para visitarnos. Traía cerveza y bocadillos, y se quedaba viendo algunas partidas, en las que Gumer solía partirnos el seso, el orgullo y hasta el alma.

“Con esto te volverás un campeón”, me dijo Gumer un día, mientras caminábamos por el Jirón de la unión: En sus manos tenía una cartilla de ajedrez. “Es tuyo”, Te lo regalo.

Como si eso no fuera suficiente, me prestó un tablero y unas fichas. Decidí intentarlo.

Me encerré en mi covacha para aprender lecciones fundamentales y movidas maestras, aprendí muchas aperturas y movimientos de defensa. No era un prodigio y sin embargo, viernes tras viernes, mi pericia en las partidas iba en franco ascenso y mi gusto por el ajedrez crecía con ello. Ya no era tan fácil derrotarme. Ya podía darles lucha.

-¿Sabes por qué elegí el ajedrez? – me preguntó Gumer, mientras tomaba mi caballo y lo retiraba del tablero. La tarde había caído y las luces de la plaza Francia empezaban a encenderse.

-Ni idea –respondí.

-Porque es un combate fiero. Un combate arduo que solo gana aquel que tiene la mente lúcida y clara. No hay fuerza, destreza o factor externo que influya en el juego. Aquí se imponen las ideas. Es como la vida misma, es como lo que necesita este país, compadre.

Ya le había escuchado decir algo parecido una reunión anterior, cuando uno de los muchachos leía en el periódico las declaraciones del presidente Belaúnde. Gumer borró con su mano las fichas del tablero y despotricó en contra del gobierno. Después vitoreó al campesinado. Decía que las elecciones no habían sido claras, que le habían arrebatado el triunfo a Haya De La Torre, y con un golpe militar habían puesto a Belaunde en el trono. Yo le restaba importancia a sus rabietas, la política no me interesaba. Raulito Saldarriaga, sin inmutarse, recogió las piezas y pidió que siguiéramos jugando. Dejamos su rabieta de lado, bebimos, y nos olvidamos del incidente.

-Se me ha hecho tarde Gumer, debo ir a dormir –le dije, mientras lo veía guardar mi caballo blanco en la caja de fichas. Ya era de noche en la plaza. Algunas personas cruzaban presurosas regresando del trabajo, cargando bolsas de compras. –Mañana jugamos otra partida en la casa de Raúl, ¿Qué dices?

Gumer clavó sus ojos en mí.

-No. Esta partida está muy buena –respondió tras un momento-. ¿Ya has aprendido el cifrado?, ¿la nomenclatura? Apunta la partida y la continuamos mañana por la noche.

Apunté la posición del tablero tal como lo había aprendido en la cartilla de ajedrez. Gumer lo revisó y me miró mientras asentía con la cabeza. –Vas bien, compadre. Pronto te presentaré a Capablanca.

Dobló el papel y lo metió en el bolsillo de su saco. Yo no sabía quién era Capablanca. Caminamos hacia Tambo de Belén. Al llegar al edificio, Gumer me acompañó hasta mi covacha, estrechó mi mano y subió las escaleras. Antes de irse, me dijo:

-¿Sabes? Conversé con Justina. Quisiéramos que seas el padrino de nuestro hijo.

Asentí gustoso y nos dimos un abrazo fuerte. –Cuenta con ello, Gumer –le dije. Subió por las escaleras, pero se detuvo en el rellano: me saludó con el brazo izquierdo en alto y el puño cerrado.

Al día siguiente tuve que hacer algunas cobranzas extras para el Arzobispado, a solicitud de las monjas. No lograba desocuparme, miraba mi reloj con desesperación, con la certeza de que no llegaría a tiempo a la reunión de los viernes. Pensé en Gumer. Me estaría esperando para concluir nuestro duelo. Los minutos volaban y yo no terminaba de cuadrar los recibos.

Salí con dos horas de retraso del Arzobispado. Apuré el paso pensando en mi compadre Gumer y en las pocas cervezas que debían quedar en el departamento de Raulito Saldarriaga.

Al llegar, noté que la puerta del edificio estaba abierta. Supuse que los muchachos habían salido a comprar más licor. Me molestó su descuido. Subí a trancos hasta el segundo piso con el afán de increpar a los que se hubieran quedado, pero la puerta del departamento de Raulito también se hallaba abierta. La chapa estaba rota. Habían algunos naipes y piezas de ajedrez regados en la entrada. Empujé la puerta con cierto temor, y el silencio hizo que el chirrido de las bisagras tuviera un efecto tétrico sobre mí. Afuera, el ruido de los autos me devolvía a la realidad. Lo pensé un poco antes de entrar.

Lo primero que vi fue el piso: había vasos rotos y cervezas regadas por toda la sala; las piezas de ajedrez y los tableros también habían volado por doquier. La mesa de juego estaba echada y las sillas, tendidas por el suelo, lucían rotas, como si hubiera ocurrido una gran gresca. El resto de la casa lucía el mismo desorden: Los aparadores y cómodas tenían los cajones abiertos, vacíos; la ropa estaba regada por el piso. Había incluso unas manchas de sangre en el baño. Un destello de lucidez me puso en alerta. Decidí salir.

El pánico casi me mata al llegar a la puerta. En un principio la oscuridad no me permitió reconocer a la figura que yacía parada en la entrada. Era Justina, la esposa de Gumer.

-Se los han llevado a todos. Ha sido horrible –repetía mientras lloraba a mares. Traté de calmarla, pero era en vano.

-¿Qué ha pasado, Justina? ¿Quiénes han sido? –le pregunté.

-Los de la PIP. Los policías han venido y se los han cargado a todos.

Justina tenía las manos en su barriga, como protegiendo al bebé que cargaba en su vientre. Sin embargo vi que algo caía entre sus piernas. Era un libro. Lo recogí. Era un volumen de Carlos Marx. Justina se llevó las manos al rostro y entonces cayeron algunos libros más: Engels, Lenin. Eran libros rojos, lo sabía, pero mi cabeza no funcionaba con claridad. Justina me llevó al tercer piso, donde vivía con Gumer. Mi asombro fue mayor al ver fotos del Ché Guevara y muchos panfletos que hablaban sobre Hugo Blanco, el FIR, la revolución y el comunismo. Justina, en su desesperación, había intentado inútilmente pasar algunos de ellos por el wáter. Le dije que iría a la comisaría, que seguramente había algún malentendido.

-¡No vayas! –me suplicó- Ellos no entienden. Te van a encerrar con los demás. Por eso nos vinimos a Lima. Yo le pedí a Gumer que buscara un trabajo y que se olvide de estas cosas. Pero ya ves que él no puede, no entiende.

Un dolor la aquejó. Me pidió que la ayude a sentarse. Llevó las manos a su barriga y gimió. Rogué para que se tratara de otro libro, pero Justina había roto la fuente. Con mucha dificultad la llevé en un taxi a la maternidad de Lima. Pensé en dejarla internada e irme, pero no pude hacerlo. Decidí esperar mientras fumaba un cigarrillo tras otro.

Mientras fumaba, pensé en Gumer y en el resto de amigos. No podía explicarme qué había ocurrido, por qué se los habían llevado de esa manera. Le di muchas vueltas al asunto, recordando los libros rojos, los panfletos del FIR, hasta que me quedé dormido.

Luego de unas horas, la voz de una enfermera me despertó.

-¿Señor?

Abrí los ojos. No sabía dónde estaba.

-Es un niño precioso, señor. Lo felicito. ¿Quiere conocer a su hijo?

Supuse que sería un poco difícil explicar lo ocurrido. Gumer habría querido conocer a su hijo y, ya que yo era el padrino, pensé que debía hacerlo en su nombre. Asentí. La enfermera me llevó hasta la habitación de Justina.

El niño se parecía mucho a su padre.

-¿Qué nombre la va a poner? –preguntó la enfermera.

Le dije que la mamá tenía la última palabra. Justina, entre sollozos, pidió que le pusieran mi nombre.

-No merece llamarse como su padre –me dijo. Tomó mi mano.

Dejé a Justina en el hospital con la promesa de visitarla. Le juré que regresaría con rosas y un regalo para mi ahijado. Retorné al edificio pensando que las monjas del Arzobispado me echarían a la calle al encontrar los destrozos. Sin embargo, hallé la puerta cerrada. Luego escuché ruido en el segundo piso. Subí con cierto temor. La puerta seguía rota, pero ya no había naipes ni fichas regadas en la entrada.

–No te quedes ahí parado, cojudo –me dijo una voz-. Entra y ayúdame.

Era Raulito Saldarriaga. Estaba barriendo la sala. Me quedé mirándolo, incrédulo, como si se tratara de un fantasma.

-Ese Gumer era un extremista –me dijo-. La policía lo andaba buscando desde hace meses, cojudo. Has tenido suerte de no estar acá. Nos han levado, nos han sacado la mierda y luego nos llevaron al Sexto, ¿te imaginas?, ¡al Sexto!

Vi los moretones en el rostro de Raulito y sentí pena. Le conté sobre Justina.

-Pobrecita –me dijo-.. Dudo mucho que Gumer salga. Estaba bien metido con los rojos, compadre, hasta el cuello.

No me dijo más y siguió limpiando. Decidí echarle una mano. Barrí los vidrios rotos y recogí algunas piezas de ajedrez que guardaba dentro de una bolsa. Me senté en la mesa a contar las piezas: había reunido un juego de ajedrez completo. Aunque las piezas no eran iguales, tenía treintaidós fichas, lo cual bastaba para mí. Tomé un tablero. Luego metí todo en una caja. Raulito me miró y esbozó una sonrisa.

-Llévatelo si gustas. No quiero saber nada con ese juego de mierda.

Eso hice. Y pasé muchos días revisando jugadas y aprendiendo nuevas aperturas. Terminé todos los ejercicios del libro que me había regalado Gumer. Los fui practicando poco a poco, a veces en el hospital, mientras atendían a Justina; algunas veces en el trabajo, durante la hora del almuerzo y en las noches, sobre todo los días viernes, cuando comenzaba a sentirme solo y extrañaba las reuniones con los muchachos. A veces me topaba con Raulito Saldarriaga, que me saludaba nervioso y apuraba el paso. Supe que lo habían echado del trabajo. Supe también que, algunos días después del incidente en su departamento, la policía había empezado a liberar a todos los arrestados. A todos, menos a Gumer. Finalmente, las monjas decidieron contratar a un nuevo conserje y tuve que empezar a empacar las pocas cosas de valor que tenía. Hice mi último recorrido por el edificio y aproveché en recoger la correspondencia.

Había un sobre a mi nombre.

Era una carta de la penitenciaría, remitida por Gumer. Al abrirla, encontré una hoja sucia y arrugada donde estaba apuntado, de mi puño y letra, la posición de una partida pendiente. Gumer sólo había añadido una breve pregunta en el viejo papel: “¿La terminamos?”

Indagué por el día de visitas en la penitenciaría y acudí a pesar de las advertencias de Raulito Saldarriaga y de la misma Justina, de que me podía meter en serios problemas. En la penitenciaría había mucha gente esperando por familiares o amigos recluidos. Se abrió una reja. Vi a un hombre delgado, de rostro solitario. Sin quitarme la mirada de encima se acercó. Tomó asiento. Entonces hizo una mueca a modo de sonrisa y me habló con voz apagada:

-¿Listo?

Saqué mi tablero, acomodé las piezas y reiniciamos el duelo. Gumer arremetía, pero yo me defendía dignamente. Recordé lo importante que era controlar el centro del tablero, así logré tomar algunas piezas que le restaron ofensiva a mi contrincante. Tras cada una de mis jugadas, Gumer me miraba y movía su cabeza con un gesto de aprobación. Finalmente, entre mi torre y mi dama logré encerrar a su rey.

-Jaque Mate –le dije.

Sonó un timbre en el ambiente. Un guardia abrió una enorme reja y otros, que rodeaban la sala de visitas, empezaron a llevarse a los presos. Gumer acercó su mano ante el rey vencido y, con el golpe de un dedo, lo echó sobre el tablero.

Mientras el rey rodaba entre los escaques, Gumer se puso de pie y cerró por un momento sus ojos. Parecía meditar algo. Luego se retiró a paso lento. De vez en cuando volteaba a mirarme. Yo seguía ahí, seguro de que no volvería a verlo, pensando en mis maletas y en mi nueva covacha del Jirón de la unión. Luego me fui sin mirar atrás, con un extraño sabor a pena y orgullo. Había ganado mi primera partida.

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