Al Salir de los billares me llevó a un bar de heavys que estaba a más de media hora andando por calles desiertas y muy oscuras. Yo le seguía sin preguntar, le había conocido un par de horas antes y ni me lo pensé. Ya en el local, un verdadero antro con buena música, me presentó a todo el que se acercaba a saludar, me hizo jugar al futbolín y nos tocó pasar por debajo de la mesa un par de veces. Un déjà vu tras otro. Después de una hora apareció el que estaba con nosotros en los billares. Se había dejado el mono de trabajo en casa y se presentó con unos vaqueros segunda piel, una camiseta negra de Black Sabbath, sacudiendo orgulloso su larga melena oscura y brillante y con una rubia despampanante, embutida en un mono de cuero, colgada del brazo. Entró saludando como si fuera una estrella de cine y se acercó a nosotros.
Había traído coche, quería ir a otro sitio, a las afueras, venía a buscar a Miguel y me invitó a acompañarles sin demasiada convicción. Por un momento pensé que mi excursión había llegado a su fin. Entonces, un tipo que estaba sentado en la barra, bebiendo como un cosaco y riéndose a mandíbula batiente de sus propios chistes, se ofreció a acompañarme a casa y yo me giré, mirándole aterrada. Miguel se rió, me cogió de la cintura y me aseguró que no me pensaba dejar allí sola. O me acompañaba a casa o me iba con ellos. Elegí la segunda opción sobre todo por la mirada asesina del amigo. El de la barra se auto-invitó y los cinco nos fuimos camino del coche. Nosotros nos instalamos en el asiento trasero con el polizón y no se lo que duró el trayecto pero él se pasó todo el camino hablando con los amigos y yo apretujada entre el tipo del bar y él. Estaba fuera de lugar y ni siquiera había bebido tanto como para estar atontada. Pero el humo espeso que cargaba el coche me mareaba. Aquellas cuatro chimeneas humanas no daban tregua al poco aire limpio que entraba por las ventanas abiertas.
La segunda parada fue un bar más cutre aún que el anterior. No sabía donde estaba, no había visto más que motos y coches en la puerta del bar, ni siquiera una parada de autobús a lo lejos. Habíamos llegado en coche y diez minutos después el conductor estaba desaparecido. Otro bar heavy. El local estaba atiborrado de extraños especimenes que no inspiraban demasiada confianza, la música muy alta y la espesa niebla del interior te irritaba la garganta, hasta escocía.
Cuando ya tenía los ojos llorosos y completamente rojos y mi voz empezaba a sonar como la de un camionero, Miguel me sacó a la terraza de la parte trasera del local para respirar un poco. A pesar del frío glacial que hacía esa noche agradecí el detalle. Sólo estaba allí, en el fin del mundo, rodeada de extraños porque él me recordaba muchísimo a mi conejo blanco. Físicamente era igual. Muy alto, muy rubio y muy guapo. Pómulos marcados, barbilla afilada y cuello largo. Arrugas en los ojos, unas pocas, pero suficientes para que se notara que llevaba mucho a cuestas. Ojos claros, pequeños, penetrantes, miradas directas, sutiles y una sonrisa amarga. Debía andar por los treinta y tantos. Su voz era grave pero suave y hablaba muy pausado.
Al original le había conocido en Madrid seis años antes, en un autobús nocturno, un búho que cogías en Cibeles. Ester y yo volvíamos de una noche demasiado larga e infructuosa y nos sentamos a su lado sin darnos cuenta. Sería el alcohol en declive que llevábamos los tres encima, el descaro monumental de mi amiga y la curiosidad de aquel treintañero pero en diez minutos estaban retándose a hacer un trío. Era solo un juego, aunque el conejo blanco se divertía y le tomó la palabra. Al llegar a nuestra parada se bajó del autobús y nos acompañó a la residencia. Ester parecía tan segura y yo preguntándome por qué no podía liarse con él y a mí dejarme fuera. Pero él quería que cumpliéramos la promesa del trío y decidieron meterse en mi habitación para asegurarse de que no iba a desaparecer. Claro que cinco minutos después estábamos los tres sentados en la cama sin saber qué hacer porque él quería que fuéramos nosotras las que diéramos el primer paso. Se lió un canuto y nos invitó a las dos para que nos relajáramos un poco y nos hizo efecto claro, sobre todo a mí que no estaba acostumbrada.
Poco después decidió ser él el que rompiera el hielo y mientras metía mano a mi amiga su lengua me llenaba la boca. No cerré los ojos, no quise y me sentí incómoda. Veía a mi amiga lamiéndole el cuello y su mano desabrochándole la camisa blanca con prisa. Una de las manos de él se paseaba por encima de la blusa de ella y la otra intentaba desabrochar mi pantalón. Y yo dejando que aquel cuerpo extraño me sobara los dientes y el paladar, totalmente rígida y ausente. Paró sin previo aviso y paró a Ester. Le susurró algo al oído y ella se levantó, se despidió y cerró la puerta al irse. Entonces, el conejo blanco empezó a desnudarme muy despacio, susurrándome al oído que prefería pasar la noche con las dos por separado. Le apetecía empezar conmigo y luego la terminaría con ella. Yo le escuchaba bajo los efectos del canuto, algo ida, pero cada vez más excitada porque sus manos grandes ya habían conseguido dejarme casi desnuda y sus dedos se colaban por debajo de mi braguita. Esta vez me besó de otra manera, más calmado y me invitó a abrir la cama mientras él se desnudaba. Hice lo que me pidió sin rechistar, muerta de miedo y temblando un poco. Le esperé bajo las sábanas y no tardó demasiado en tumbarse a mi lado. Sus caricias, sus besos y el extremo cuidado con que me trataba me volvieron loca. Aún era virgen pero esa noche no me importaba dejar de serlo. Se lo pedí pero se negó en rotundo. Le gustaba que fuera tan tierna, tan inocente y no quería estropearlo. Se fue un par de horas más tarde y escuché la puerta de Ester abrirse y sin decir una palabra volver a cerrarse. Las dos habitaciones estaban muy cerca, en la misma planta, daban al patio interior y su ventana estaba enfrente de la mía.
Al día siguiente ella vino a verme y me propuso un pacto. Él había disfrutado mucho con las dos pero era incapaz de decidirse por una y como esa mañana estábamos las dos locas por el conejo blanco acepté su propuesta. Durante un mes pasaría una noche con una y otra noche con otra a la semana, eso sí, para conocernos mejor a las dos, saldríamos los tres juntos durante todo el mes. Y a sí lo hicimos. Él nos llevó a la Chueca de finales de los ochenta, a locales de ambiente que parecían club secretos con puerta infranqueable y ventanuco de identificación, vivimos con él redadas con metralleta en mano en locales a media luz donde heterosexuales y homosexuales convivían pacíficamente y con drogas varias también, nos tocó correr delante de los cabezas rapadas más de una noche, probé la coca de su mano y decidí que no nos llevábamos bien, escuché de su boca muchas historias divertidas porque trabajaba en los juzgados de Plaza Castilla y era un observador fantástico y un crítico feroz, bebí mucho cava, fumé más canutos que nunca y pasé noches increíbles aprendiendo a disfrutar del cuerpo masculino y del mío propio, traicioné a mi amiga para tenerlo conmigo más tiempo de lo pactado y cuando llegó el día de la gran decisión la eligió a ella porque yo era sexy, divertida e inocente. No quería destrozarme la vida. Claro que las salidas a tres continuaron un tiempo hasta que mi moderna amiga empezó a no estar de acuerdo con aquellas caricias por debajo de la mesa. Aquel tipo fue una de mis pasiones y ahora me encontraba con una réplica de mi conejo blanco ante mis ojos y la oportunidad de resarcirme, de acostarme con él por primera vez.
Miguel se lió un canuto y nos sentamos a charlar a la intemperie. Le dí un par de caladas pero como llevaba mucho sin fumar me raspaba la garganta así que se lo dejé todo para él.
-¿Dónde está tu amigo?-
-Tirándose a la rubia. Volverá pronto-. Lo dijo con una seguridad aplastante. Dio una calada corta y luego me estuvo contando que el amigo era el batería de un grupo de metal que casi no tocaba, sólo daban algún concierto en ferias de pueblo y acababan a botellazos con el público porque solían subirse al escenario muy borrachos.
-La rubia es una gruppie-. Se reía a carcajadas al decirlo como si no entendiera el éxito de su fracasado su amigo.
Ahí dio por terminada esa parte de la conversación. Hizo una pausa muy breve, le cambió el gesto y con la mirada perdida me explicó que era divorciado. Tenía dos niños pero la mujer le había echado de casa hacía casi dos años.
-En esa época fumaba demasiado- decía, mientras daba una larga calada.
Me reconoció que de joven le daba a los porros más de la cuenta y así le fue. Ahora sólo fumaba alguno de vez en cuando. Había ido de un trabajo a otro pero le costaba establecerse y vivía solo desde entonces. Él hablaba y hablaba de lo jodida que había sido su vida, de que cuando se quiso tomar las cosas en serio ya no tenía arreglo. Había dejado el colegio nada más conseguir el graduado escolar y había empezado a trabajar enseguida. Sueldos bajos que le permitían salir de marcha todos los fines de semana. Tenía una novia tan loca como él y se quedó embarazada a los veinte. Se casaron enseguida y tuvieron el segundo poco después del primero. Por supuesto las peleas y los cuernos fueron una constante desde el principio hasta que ella se hartó. Ahora casi ni veía a los niños, ella estaba con otro y él trabajaba de sol a sol para pasarles a los críos la pensión. Toda aquella panda eran colegas suyos de toda la vida. Yo le escuchaba deseando que mi conejo blanco hubiera tenido más suerte. Aquel tipo era un verdadero perdedor.
Después de más de media hora de confesiones, sentado frente a mí, se levantó y cambió de ubicación. Me cogió por la cintura.
-Te apetece que busquemos un sitio para estar solos- me preguntó zalamero.
Le sonreí porque me parecía lo más interesante que me había dicho en toda la noche. Llevaba con él más de tres horas hablando, haciendo el imbécil, conociendo gente y bebiendo sin que me hubiera dado un beso siquiera. Encima tampoco habíamos bebido tanto. Él trabajaba al día siguiente y no quería emborracharse y yo no pensaba ser la única en hacerlo. Podía haber sido un cabrón pero no, era un tipo tranquilo que daba por hecho que intentarlo cuando yo ya estuviera más integrada haría todo más fácil. Un buen psicólogo no era porque a mí me sobraba toda aquella gente desde hacía mucho rato. De acuerdo que eran simpáticos. Cuando se acostumbraban a que estuvieras entre ellos dejabas de ser invisible y pasabas a ser una más. El cambio era tan bruso que parecía que te habías quedado dormida en un sitio y te habías despertado en otro.
Él me hablaba despacio y me besó en el cuello como sellando un trato. Yo no me moví, no le rechacé aquel primer acercamiento de la noche y cuando buscó mi boca nos dimos un beso lento y largo. No hizo falta más. Se levantó y me llevó de nuevo al interior del bar. Se acercó al camarero
-¿Sabes si alguien se vuelve para Granada?- le decía casi gritando y lo tuvo que repetir varias veces. El camarero sonrió mirando hacia el fondo y le señaló la puerta. El del coche entraba ya sin rubia y Miguel me cogió de la mano y a empujones llegamos a la salida. Le dijo algo al oído y me miró con la misma sonrisita que el camarero. Cruzó un par de palabras más con el del coche y se dirigió a mí
-Él nos va a llevar de vuelta porque tiene que llegar a casa pronto, su mujer le está esperando despierta-. El moreno ponía cara de fastidio y asentía. Y yo pensaba que debían ser como las dos, así que averigua cuando llegaba si lo hacía tarde.
De vuelta al coche mi olfato de perro notaba la mezcla de sudor, perfume y sexo. En realidad aquellos olores estaban impregnados por todo el vehículo y te abofeteaban al abrir la puerta, ya dentro eran aún más persistentes. Muy discreto Miguel abrió la ventana y nos sentamos los dos detrás. El otro se quejaba de hacer de chofer pero mi acompañante, que estaba ya más relajado, le decía que no se subía ni loco en el asiento delantero. Los dos se rieron y dejaron de hablar por un momento porque Miguel, aprovechando la pseudo intimidad que nos daba estar en segunda fila, empezó a besarme, olvidándose por completo del conductor.
Hasta sus besos eran como los de mi conejo blanco. Sensuales, enérgicos y suaves. Estuve perdida en esa boca todo el camino. Y fue la voz del conductor preguntando que donde nos dejaba la que me devolvió a la realidad. Le di la dirección y cinco minutos después nos paró al principio de mi calle. Nos bajamos del coche y avanzamos distanciados calle arriba sin ver un alma. Cuando llegamos a mi edificio el portón estaba abierto. Parecía que era la primera en llegar. Ya en casa fue muy pacífico, sólo me besaba. Hizo un alto para quitarse las botas y empezó a decirme que no estaba seguro de si era muy confiada o me había fiado de él desde el principio.
–Me recuerdas a un viejo amigo-, dije y se rió.
Me gustaba su forma de besar. Su manera de hacer las cosas con calma. Ya descalzo se vino conmigo a mi cuarto y siguió con su acercamiento pausado. Me besaba con delicadeza mientras me tumbaba en la cama y me acariciaba los pechos por encima de la camiseta. No estoy segura de si pensó que aquello acabaría en un rollo más o menos intenso y nada más porque no mencionó una palabra sobre necesitar condones. A mí no me preocupaba porque tenía en el cajón de la cómoda pero no pretendía llevar la iniciativa. Mi réplica del conejo blanco tenía que hacer su parte. Sus manos se movían lentamente por encima de mi ropa y poco a poco fue deslizándolas por debajo. Tenía las manos heladas y algo ásperas pero no me importaba. Yo andaba sumida en otra de mis fantasías y le besaba mimosa, acariciándole el torso por debajo de la camiseta. Se la fui quitando poco a poco y él hizo lo mismo con la mía. Notar sus labios rozándome los pechos me excitó muchísimo. Su lengua los lamía despacio, recorriéndolos por completo y presionando mis pezones casi con ternura, los chupaba de a poquitos, dándoles sorbitos y volvía a lamer mi piel, a saborearla, mientras me desabrochaba el pantalón botón a botón. Paró un momento y me preguntó que si estaba segura y yo le comí la boca para que no me lo preguntara más. Empecé a desabrocharle el pantalón y cuando notó que le bajaba la cremallera sí que me preguntó por los condones. Le señalé la cómoda y ya no habló más. Volvió a mi boca y terminamos de desnudarnos el uno al otro. Sólo entonces le paré un segundo y me levanté de la cama para sacar un par de condones y ponerlos sobre la cómoda. Volví enseguida a su lado y seguimos besándonos y acariciándonos sin prisa. Yo estaba muy húmeda y lo notó nada más rozarme con aquellos dedos largos y delgados. Sus manos no dejaban de tocarme los pechos, las caderas, el culo, su boca no se apartaba de la mía y yo notaba como su sexo rozaba el mío como si estuviera haciendo las presentaciones. Me acariciaba con él y yo lo sentía duro y caliente pero Miguel no se iba a precipitar. Me había contagiado su forma de hacer las cosas. Envuelta por aquellos brazos me sentía cómoda, relajada y no me importaba que los preliminares se prolongaran todo el tiempo que hiciera falta. Tardó un buen rato en ponerse el condón y me fue penetrando despacio, con mucho cuidado. Me decía que era muy estrechita y eso le encantaba. Mi sexo recibía al suyo cauteloso porque no reconocía su textura ni su calor. Era algo nuevo. No más grueso de lo que estaba acostumbrada pero un poco más largo y él que sabía demasiado iba entrando lentamente para asegurarse de que no resultaba molesto. Yo no podía relajarme del todo al verle tan concentrado, internándose en mí con esa parsimonia. Cuando aquella primera penetración se completó me preguntó que si estaba bien y yo le sonreí diciendo que no había problema. Entonces y sólo entonces empezó con las embestidas pausadas. Se sabía mover y yo gemía y buscaba su boca. Él me sujetaba las caderas y poco a poco iba incrementando el ritmo sin dejar de acariciarme y besarme.
Lo que más me gustaba era su boca y mi sexo le trataba con suavidad porque no buscaba que se descontrolara. Claro que fue subiendo la velocidad hasta que explotó y se apartó algo decepcionado porque todo había acabado siendo más breve de lo que él pretendía. La decepción era mutua pero le traté con cariño
-No te preocupes. Si necesitas dormir un poco no pasa nada-.
En eso fue tajante, ni hablar, prefería darse una ducha para espabilarse y yo me quedé tumbada en la cama mirando hacia el baño. Estaba segura de que mi primera noche con el conejo blanco hubiera sido muy diferente.