Literatura

CUENTO: “La Certeza” de Luis Humberto Moreno Córdova

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LA CERTEZA

Por Luis Humberto Moreno Córdova


                    

Luego de quince minutos bajo el sol, Edwin notó que la cola empezó a avanzar, y terminó bajo techo, detrás de cinco tipos, haciendo cola al lado de una puerta. Ignacia, su prima, le había jurado que no era necesario llevar un currículo “di que vas de parte mía nomás”, le dijo, pero Edwin recordaba las palabras de su tío Jacinto: “el orden y la presencia entra por los ojos, Edwincito”. Por ello se había tomado unos minutos para encontrar a un mecanógrafo en la avenida Arenales, que redactó su currículo de inmediato. Por suerte, Edwin tenía una vieja foto de la escuela, que pudo pegar en la esquina superior de la primera hoja. Siente que ha hecho bien. Ignacia puede decir lo que quiera, pero su mundo es la cocina.

El edificio en el que entró parecía restaurado, se fijó en algunas  paredes que todavía necesitaban una mano de pintura, incluso un enlucido. El podía hacer algo de eso, por un sencillo. Había ayudado a su padre en muchas construcciones cuando niño. Sintió nostalgia. Vio algunos afiches colgados en el pasadizo con el mismo nombre que vio en la entrada del edificio: “Nazaret”. Dos tipos pasaron a su lado con cámaras de video. Tenían el paso presuroso, murmuraban algunas cosas. Una señora de ojos diminutos bajo unos lentes enormes apareció de pronto por la puerta. Les pidió a todos los de la cola que pasaran a la oficina. Edwin abrió el folder manila y revisó su currículo. Los demás tenían las manos vacías.

La oficina le produjo claustrofobia. Había una ventana pequeña por donde apenas se filtraba la enorme luz solar que minutos antes había estado a punto de calcinarlo; había también unas sillas metálicas plegables, un escritorio, más afiches con fotos de palomas, océanos, cruces, corderos, con el mismo nombre que vio en la entrada y en los afiches del pasadizo. En una vitrina, Edwin notó unos folletines de hojas breves; algunos a color, otros en blanco y negro. Notó también unos libros pequeños, pero gruesos. Estiró el cuello para leer el nombre estampado en letras doradas: “sagrada biblia”.

Un hombre obseso, entrado en el ocaso de la vida, entró a la oficina. Llevaba una camisa blanca, impecable, como si recién la hubiera comprado. Estaba planchada a la perfección, sin una sola arruga. Su pantalón de terno era negro, de ahí nacían dos tirantes que cruzaban la camisa con disciplina; todo su atuendo estaba rematado por dos zapatos negros, charolados, y una corbata lila, al agua. Tenía unos lentes gruesos, Edwin los encontró similares a los que usaba su tío Jacinto. Su cabello era cano absoluto, muy pegado, y en su muñeca brillaba un reloj de oro, que a Edwin le hizo pensar en algún tesoro español.

La confianza de Edwin trastabilló cuando escuchó que el hombre empezó a saludar a los cuatro candidatos por su nombre. Les daba un palmazo en el hombro, como si los conociera de antes. Y en efecto, así era. El hombre les preguntó por familiares e hijos, y todos respondieron con palabras breves, que completaban una historia mayor: “mi hija está bien, logré matricularla en el colegio”; “el Tomasito está grande, me apenó que usted no pudiera bautizarlo”. Edwin se asustó al ver que el hombre se le acercaba. No sabía que decir. Finalmente cuando lo tuvo delante, Edwin estiró su mano sudorosa. El hombre le apretó los huesos hasta casi hacerlos crujir.

-Y tú, ¿quién eres?

-Edwin, señor, Edwin Chonta, vengo de parte de la señora Ignacia.

El hombre cerró los ojos un momento, movió su quijada de un lado a otro, luego pareció despegar de su sitio.

-Ah, Ignacita. Si, si, si. Gran colaboradora.

Edwin sonrió, aliviado. Los otros tipos se sentaron en las sillas metálicas.

-Mucho gusto –añadió el hombre-. Soy el pastor Gamaniel.

Edwin asintió, con la certeza de que el hombre esperaba una reacción más vivaz.

-Bueno, Edwin. Edwin, ¿verdad? Toma asiento.

-He traído mi currículo –dijo Edwin, con voz altanera. Los tipos que estaban sentados soltaron una risita sardónica.

-No es necesario, hijo –dijo el pastor Gamaniel-: Todos somos iguales en la casa de Dios.

Edwin comprendió que su currículo no sería necesario, pero si todos eran iguales, ¿quién sería entonces su jefe? Preocupado, se sentó a lado de los otros tipos. El calor empezó a sofocarlo, por lo que decidió abanicarse con el folder manila, cuyo contenido ya no valía la pena. Edwin pensó en los dos soles que gastó en vano con el mecanógrafo, se hubiera podido comprar una Coca-Cola helada con eso.

El pastor tomó asiento frente al escritorio. Edwin se fijó en varios papeles con sellos, notas, memorandos. Le parece más el escritorio de una oficina que el de una iglesia. ¡Claro que él había trabajado en una oficina!, lo hizo la vez que Ignacia lo jaló para trabajar como técnico en limpieza. Era un trabajo sencillo. Tenía que aspirar las alfombras del segundo piso de un banco en Paseo de la república, cerca a la zona financiera de San Isidro. El horario era nocturno, con el segundo piso del edificio para él sólo. Los gerentes de las oficinas le dejaban sus llaves para que aspire sus oficinas. Esas eran oficinas, no el cuartito asfixiante en el que se encontraba ahora. Tuvo que dejar el empleo por el horario, cuando dejó embarazada a su novia. Ella consiguió un trabajo en atención al cliente. Le pagaban bien, setecientos soles mensuales, pero el horario también era de noche. Edwin tuvo que dejar el empleo para cuidar al bebé. Era lo mejor.

-Lo que quiero que hagan es lo de siempre –dijo el pastor, luego apretó los labios y meneó la cabeza-. La gente, la gente está perdiendo la fe. Hemos pedido a nuestros fieles que traigan a un amigo, a un vecino, para que escuche la palabra, para que reciba el mensaje del señor.

El calor le humedecía la camisa, Edwin empezó a abanicarse con más fuerza, pero la mirada del pastor lo detuvo.

-Y ustedes, ustedes son lo más importante en esto. Ya saben como es. Necesito vuestra ayuda; el señor necesita vuestra ayuda.

El pastor subía la voz cuando se refería al “señor”. Pronunciaba la palabra con énfasis, como si al hacerlo quisiera que ésta se clavara en el corazón de cada uno de ellos. Edwin vio que los hombres asentían, cruzaban algunas palabras, pero sin lucir convencidos. Decidió levantar la mano.

-¿Si? –dijo el pastor Gamaniel. Edwin intentó ponerse de pie, pero el pastor, con una seña de su mano, le pidió que se quedara en su sitio.

-Disculpe pastor –pregunta Edwin con una vocecita sin fe-, pero, ¿qué es exactamente eso importante que tenemos que hacer?

Los tipos volvieron a reír. El pastor carraspeó, los regresó al silencio. La puerta de la oficina se abrió de repente, la señora de ojos diminutos y lentes enormes entró. Tenía un saco colgado en su brazo.

-Estamos listos, pastor –dijo, entregándole el saco. El pastor palmeó sus rodillas con ambas manos antes de ponerse de pie.

-Bien. Edwin, ve con él –dijo, señalando al tipo que Edwin tenía a su lado-. Te dirá que es lo que tienes que hacer.

El pastor, con la ayuda de la mujer de lentes enormes, logró colocarse el saco, no sin esfuerzo. Luego volteó a ver a sus nuevos reclutas.

-Como siempre, muchachos, les pido mucha discreción, mucha fe. Que el señor los acompañe.

Edwin volvió a notar la inflexión al momento de mencionar al hacedor. Vio a pastor desaparecer por la puerta. Tres tipos lo siguieron. El tipo que el pastor había señalado, le tendió la mano.

-Hola, choche –le dijo mientras sacudía su mano con exageración-, a mí me llaman Cucharita.

-Edwin Chonta…

-Sí, si. Ya sé, huevas. Ven conmigo.

Salieron por el pasadizo. Edwin miraba hacía todos los rincones, intrigado por los afiches, la gente que iba de un lado a otro. Doblaron a la derecha, a la izquierda, luego Edwin perdió la noción del trayecto. Una enorme puerta los detuvo. Dos hombres vestidos de terno, con rostro enjuto, se les acercaron.

-Somos parte del soporte –dijo Cucharita.

Los tipos de seguridad abrieron la puerta. Dentro, un enorme salón, con tres filas de bancas de madera y asientos de plástico, donde al menos trescientas personas cantaban alabanzas. Frente a ellos había un altar de madera, con velas a los costados y un atril para leer la Biblia. Al fondo, una enorme sábana blanca con una paloma y un océano calmo sobre el cual se podía leer el nombre de Iglesia Bíblica de Nazaret.

-Vamos por acá, huevas –volvió a decir Cucharita, apurándolo con unas palmaditas en el brazo.

-Me llamo Edwin, oe.

-Ya lo sé, huevas.

Edwin vio que su compañero caminó hasta la última banca. Decidió seguirlo. Encontró a Cucharita empinado, moviendo la cabeza de un lado a otro.

-Ya está. A nosotros nos toca en la tercera zona. Vamos.

Mientras caminaban, Edwin notó que la gente dejó de cantar, para dar paso a una voz gruesa que emergió por los altoparlantes. “Y ahora, recibamos, a nuestro querido pastor, el hermano ¡Gamaniel… Alcarazo… Reyes!”

Por un segundo, Edwin estuvo convencido de que sonaría la campana de box, pero no fue así, En cambio, la gente empezó a aplaudir tímidamente, mientras una música de fondo entonaba un himno de alabanza cuya letra se distorsionaba por lo alto del volumen.

-Aquí –le dijo Cucharita, casi empujándolo-. Entra aquí.

Estaban a pocos metros del altar, en la zona de las bancas de madera. Edwin se fijó en las personas que lo rodeaban. Notaba en sus rostros el mismo desconcierto que él sentía. Había algunas señoras en polleras, muchachitas con bebés en brazos y personas con rostros demolidos por el alcohol o las drogas. Era una amalgama de perdedores como él, de gente resentida, solitaria, destruida.

-¿Qué tenemos que hacer, Cucharita? –preguntó sin quitar los ojos de la gente.

El pastor tomó un micrófono, lo sostuvo en su mano, como quien sostiene un cetro sagrado, una lanza a punto de ser utilizada.

-Tú sólo imítame. Cada vez que el pastor haga una pausa, imítame.

El corazón pareció acelerarse. Edwin no entendía bien lo que debía de imitar. Espero por un momento a que el pastor pronunciara alguna palabra, pero la música todavía seguía en alto, mientras algunos de los fieles empezaban acompañar la tonada con las palmas. Repentinamente se hizo el silencio. La voz del altoparlante volvió a emerger, esta vez con un tono místico: “Jesús dijo: ‘Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.

El silencio fue absoluto. El pastor Gamaniel mantenía el micrófono en su mano. Sus ojos se posaban en cada rincón del recinto, en cada rostro atemorizado. Edwin veía como las manzanas de Adán de muchos fieles subían y bajaban con rapidez.

-El señor nos convoca, nuevamente, a estar con él, ¡únicamente con él! Gloria a Dios.

“¡Gloria a Dios!”. Cucharita repitió las palabras con voz frenética, acompañándolas con un aplauso escandaloso. Un grupo de personas de la banca posterior, al verlo, lo imitó. Edwin se percató de algunos elogios similares en otros sitios del templo. Miró con cautela y notó que uno de los tres tipos que estuvieron con él en la oficina del pastor estaba sentado en la primera zona, repitiendo también las mimas palabras, sacudiendo la emoción de los fieles. Edwin sintió que las cosas le quedaban más claras.

-¡Porque Dios no quiere rezos y caras largas –prosiguió el pastor, alzando su voz, vigorosa-, rezos y rostros compungidos! Dios no quiere que vivamos idolatrando imágenes de todo tipo, ¡en templos, llenos de dinero, corrupción, y opuestos totalmente…!

Edwin no escuchó las palabras finales de pastor. No las entendía. Sólo aguardaba el momento del silencio. Afiló su vista hacía los labios del padre, midió sus palabras, hasta que lo escuchó pronunciar la alabanza. Entonces invocó a una fuerza gutural nunca antes hallada, dejando que emergiera entre sus dientes, que sacudiera su lengua, que se elevara hasta el cielorraso del templo en el que se encontraba:

-¡Gloria a Dios! ¡Gloria a Dios!

Se sintió satisfecho al notar que la gente que estaba a su lado repitió las mismas palabras, aplaudió, agitó las manos en el aire. El pastor hizo una mueca de labios torcidos mientras asentía con la cabeza, luego levantó una mano, casi como si buscara tocar el lejano techo del templo.

-El señor, por la fe nos curará. Yo os digo. ¡Por la fe, nos curará! Gloria a Dios.

La gente empezó a reaccionar. Edwin sintió que una quemazón de orgullo inflaba su pecho. Volvió a gritar con voz suplicante, a aplaudir, mientras la gente a su lado terminaba de encenderse como una hoguera dantesca, vitoreando, echando lagrimas, abrazándose entre ellos.

-¡Alabado sea el señor! ¡Aleluya, hermanos!

La música de fondo acompañó unas palabras finales del pastor antes que la voz del altoparlante volviera a recitar una frase bíblica con el mismo tonito misterioso. “El centurión le dijo a Jesucristo: ‘señor, no soy digno de que entres…”

Edwin había repetido esa frase millones de veces en las misas que al padre Ducci celebraba, en aquellos años que su barrio apenas era un montón de esteras sobre un cerro pelado al borde de la Panamericana Sur. Luego el cura tuvo que irse. La gente rumoreaba que los terroristas lo habían amenazado. Luego la gente se había ido a otras iglesias. Edwin intentaba recordar si alguna de ellas era la iglesia de Nazaret, pero no, no la recordaba. La voz del pastor lo devolvió al frenesí del templo.

-¡Si tienes fe en Jesucristo! ¡Entonces Jesucristo puede tocar tu corazón! ¡Puede sanar tu alma!

El pastor hablaba haciendo gestos exacerbados. De su boca salpicaron gotitas de saliva después de cada palabra. Cucharita agitó sus manos, vitoreando la causa divina que lo reunía junto a sus hermanos. Unas mujeres lloraron golpeando su pecho, mientras dos niños –tal vez los hijos de esas mujeres- jugaban cerca de uno de los portones de salida.

-¡Yo les mostraré! ¡La misericordia de nuestro redentor! ¡Bendito sea el señor! ¡Aleluya!

Edwin vio que uno de los portones se abrió. Dos tipos con terno y rostro enjuto, similares a los que lo recibieron en la entrada, hicieron ingresar a una breve fila de hombres y mujeres con rostros cansados. Cojeaban, llevaban muletas o estaban en silla de ruedas. Usaban prendas decentes, mejor que las que usaba el promedio de fieles congregados en el templo. Una música celestial sonó por el altoparlante, mientras el pastor bajaba del altar por unos peldaños estrechos, donde dos mujeres –Edwin reconoció a la tipa de lentes enormes y ojos diminutos- lo recibieron.

La fila de personas tullidas desfiló entre aplausos y aleluyas hasta el centro del templo, frente al altar, donde el pastor parecía meditar, lejos de todo, murmurando palabras incomprensibles. Edwin gritó un par de alabanzas más, pero sintió que la garganta iba a fallarle. Observó en las otras filas, logró ubicar a otro de los tres que estuvieron junto con él y Cucharita en la oficina. El tipo estaba de rodillas con los ojos cerrados, el rostro desencajado, sudoroso y las manos levantadas al cielo. Edwin no se sintió capaz de hacer algo así todavía. Quizá con más práctica, pensó. Quizá.

-No debéis temer, hermanos –dijo el pastor Gamaniel, con la voz sosegada, como el silencio antes de un terremoto-. El señor mostrará el camino.

Edwin volvió su atención al centro del templo, donde los tullidos, al pie del altar, movían sus cabezas de un lado a otro. Observó al pastor, acercándose a una mujer en muletas. Era una mestiza de cabello negro, caderas anchas, con un vestido amarillo, largo. Edwin no pudo ver su rostro, pero la mujer, en conjunto, le resultó familiar. El pastor le preguntó su nombre. “Ignacia, reverendo”, contestó la mujer. Edwin sintió un sobresalto.

-Tengo este problema en mi pierna, reverendo –continuó explicando la mujer, entre sollozos-, que no lo puede curar ningún doctor.

Ignacia señaló su pierna, aprisionada por una venda enorme, sucia, de manchas rojizas. Edwin volvió a extrañarse, a preguntarse en qué momento había sucedido eso, si en la mañana todo había estado bien. Ignacia era una buena persona. Siempre había estado pendiente de él, a pesar de los diez hijos que cuidaba sola, desde que su última pareja se marchó con una chiquilla que ni había terminado el colegio. A pesar de todas las angustias en el barrio, Ignacia siempre tenía para él un platito de sopa, algún caldito de mote, o un platito de menestra para recibirlo. Sólo el padre de dos de sus hijos le pasaba un dinerito, y eran esos niños los únicos a los que podía hacer estudiar. Los otros ocho andaban a merced del tiempo, de la bravura de las esquinas, recogiendo botellas o basura para venderle a los recicladores. Aún así, Ignacia era buena.

Edwin no pudo contenerse. Salió de su sitio con paso urgido, hasta el centro del altar. Mientras avanzaba, sintió que la mano de Cucharita intentaba detenerlo: “¿A dónde vas, huevas?”, le dijo, mientras trataba de asirlo, pero Edwin era más fuerte y logró zafarse. Llegó hasta Ignacia y la abrazó, mirándola con ojos penosos.

-¿Cuándo te ha pasado eso Ignacia, si ayercito nomas estabas caminando?

La voz de Edwin se coló por el micrófono, resonando levemente por el altoparlante. La gente seguía vitoreando, alabando, sacudiendo cabezas, manos, llorando de rodillas en el suelo. El pastor Gamaniel, aventó el micrófono lejos, en lugar de apagarlo. Se puso nervioso. Apenas atinó a mover sus ojitos de un lado a otro, con la boca abierta, mientras unas gotitas de sudor aún colgaban de su barbilla.

-¿Qué haces, Edwin? No seas cojudo –susurró Ignacia. Edwin puso cara de no comprender nada.

-Lo de tu pierna, Ignacia. Lo de tu pierna.

-No tengo nada, Edwin. Regresa a tu sitio.

-Pero esa venda…

Cucharita llegó a tiempo para sujetarlo, segundos antes que los tipos de terno negro intentaran derribarlo. La gente empezó a pasarse la voz, a salir de sus sitios y acercarse al medio del templo para contemplar la pelea.

-No seas huevas. No seas huevas. Vámonos.

Edwin intentó sacudirse, pero los tipos de negro lo tomaron por los brazos. Ignacia seguía apoyada en sus muletas, viendo como los tipos de terno negro intercambiaban algunos golpes con Cucharita, que intentaba proteger a Edwin, y Edwin intercambiaba golpes con todos, tratando de acercarse a Ignacia. El pastor Gamaniel empezó a mover la cabeza de un lado a otro, buscando el micrófono.

-Si ayer estabas bien, Ignacia. Si ayer estabas bien.

Unas señoras de pollera, con sombrero chato, se llevaron la mano a la boca. Unas muchachitas cargaron a sus hijos y dieron media vuelta en dirección a la salida. Los demás empezaron a echar hurras a favor de uno y otro grupo, a cantar los golpes, a carajear a los que dejaban pegarse. El pastor Gamaniel dio unos pasitos en sentido contrario a todo el tumulto, mientras la mujer de lentes enormes y ojos diminutos recogió el atril, la biblia, para luego escapar por una puerta de emergencia.

Cuatro tipos más, de terno negro, terminaron de contener la situación. Ignacia empezó a moverse, sin dejar de usar las muletas, abandonando el tumulto, en dirección a uno de los grandes portones. Cucharita, con el labio roto, se apartó. Buscó la marca de sangre en alguno de los puños de los tipos de terno negro, pero terminó encontrándola en el puño de Edwin, que todavía se agitaba y pataleaba, preguntando por Ignacia.

Los tipos de seguridad llevaron a Cucharita y a Edwin hasta la puerta de entrada, empujándolos con rabia. Uno de los tipos se atrevió a meterle un cabe a Edwin, quien rodó por las escaleras como un bulto, lastimándose la rodilla. “Vienen a joderla”, escuchó Edwin, antes que el dolor lo invadiera.

Intentó ponerse de pie, pero la rodilla lo estaba matando. La gente que pasaba por las calles lo ignoraba, como un espectro maloliente emergido de la cloaca. Edwin se palpó el rostro, sintió las hinchazones producidas por los golpes. Cuando al fin pudo incorporarse a medias, vio que Cucharita estaba sentado en los escalones.

-¿Por qué no me has ayudado? –le preguntó.

Cucharita se puso de pie, se acercó y le metió un puntapié en el estómago.

-Eso es por dejarme sin chamba, mierda.

Edwin cayó de rodillas nuevamente, mientras veía a Cucharita alejarse a paso lento, deteniéndose en un puestito de la esquina de Arenales para comprar un cigarrillo suelto. Lo vio echar el humo, mientras la inminencia de la noche obligaba a que los postes prendieran sus luces. El olor del monóxido de los autos lo relajó. Sintió el estómago revuelto por la patada recibida. Quiso vomitar.

Se puso de pie, pero le costó caminar. Antes de partir de su casa, le había prometido a su novia que este sería un gran día. Las recomendaciones de Ignacia casi siempre eran buenas, como la chamba que le consiguió en el banco. Se percató que no tenía dinero para regresar a casa. Pensó en tocar la puerta de la Iglesia Nazaret, pero su instinto de conservación le sugirió que era mejor esperar a que Ignacia saliera. ¿Saldría por esa puerta?

Se sentó en las gradas a esperar, mientras la noche se asentaba y la avenida arenales empezaba despejarse. Algunas caras desconfiadas lo miraban desde la acera de enfrente. Edwin frunció su ceño, para tratar de mostrarse como un tipo de pocas pulgas. Si lo asaltaban, pensó, no podría correr ni defenderse.

Luego de dos horas, mucho después que los fieles abandonaron el templo y las luces de la iglesia Nazaret se apagaron, Edwin continuó con la esperanza de que Ignacia apareciera. Estaba muy lejos del cerro donde su novia lo esperaba para irse a trabajar, donde su pequeño bebé se quedaría sin nadie que lo cuide. Edwin sorbió sus mocos, aguantó sus lágrimas. Por primera vez se sintió digno, a pesar de toda su tragedia. Intuyó que de nada iba a servir pedirle una ayudadita a Dios.



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