Literatura

CUENTO: Héroes en juerga

Published

on

 CUENTO:

HÉROES EN JUERGA

Escribe Fernando Morote

“Confiar en la Historia, como confiar en cualquier revista de historietas o en la misma religión, es esencialmente una cuestión de fe. Aunque la Historia toda sea una mentira. ¿Por qué no? Lo único verdaderamente cierto es la mentira”

El niño no podía dormir. Encendió la luz de la lamparita que estaba sobre su mesa de noche y, con las manos cruzadas bajo la nuca, se puso a contemplar los retratos de sus héroes favoritos. Para él Batman, Súperman, El Hombre Araña y los demás no existían. En las paredes de su dormitorio sólo había espacio para colgar los cuadros de Miguel Grau, Francisco Bolognesi, Alfonso Ugarte, Andrés Avelino Cáceres, José Olaya y otras figuras relevantes de la historia nacional.

Como la noche era extremadamente calurosa, el niño no resistió estar mucho tiempo despierto sobre la cama. Se acercó entonces a su ventana para distraerse un poco. Por ella vio que abajo, en la casa de enfrente, se ultimaban los preparativos para la celebración de una gran fiesta. Mozos y sirvientas corrían de un lado para otro disponiendo sobre las mesas toda clase de azafates, fuentes de comida, jarras, copas  y otros utensilios. Al rato empezaron a llegar los invitados. “¡Dios!”, exclamó atónito el niño cuando vio bajar de una enorme limosina negra a Miguel Grau acompañado de una exuberante rubia, muy bien dotada. Detrás de él, en un convertible rojo, llegó Francisco Bolognesi, también envidiablemente acompañado. Luego, a pie y en grupo, se hicieron presentes Andrés Avelino Cáceres, Ramón Castilla y Leoncio Prado.

A continuación apareció Alfonso Ugarte montando su caballo, ya que a pesar de la fortuna que poseía su carro no era muy presentable socialmente, por lo que llegaba siempre a sus reuniones en cuatro patas. Más tarde vino José Olaya, en completo estado de euforia, tarareando una canción de moda. Los penúltimos en llegar fueron, por un lado, Jorge Chávez y José Abelardo Quiñones, quienes se habían conseguido para la ocasión un par de azafatas canadienses buenísimas; y por el otro, Atahualpa y Pachacútec, quienes aparecieron en una bicimoto debido a que, con la caída del Imperio, habían quedado quebrados y no pudieron conseguir otra cosa mejor para movilizarse. Solito y atrasado, llegó Túpac Amaru manejando un volkswagen destartalado que, dicho sea de paso, estaba pintado de la manera más vulgar y despiadada; en su parabrisas se veía pegado un cartelito que decía TAXI. Todos los héroes, sin embargo, y en eso coincidieron, llegaron vestidos tal como han aparecido durante años, añísimos, en los libros de Historia del Perú.

El niño estaba anonadado. Sus héroes de toda la vida, esos que había conocido en el colegio a través de sus profesores y los libros de texto, estaban allí, en carne y hueso, vivos, fascinantes, hermosos¼.¡y al frente de su casa!…., como quien dice al alcance de la mano, o por lo menos del ojo; ésta era una oportunidad irrepetible de tocarlos, de abrazarlos, de besarlos. La puerta de la casa de enfrente se cerró, luego de que las limosinas, los autos y los caballos fueron debidamente estacionados por un criado, y entonces el niño se quedó sin ángulo de visión para contemplar a sus  héroes; a él no llegaban ahora más que los ruidos causados por las risas, las conversaciones de tono elevado y la música; criolla, por cierto.

El niño decidió entonces cambiarse de ropa y salir a espiar la fiesta. El primer vistazo le proporcionó una imagen distinta en cuanto a las indumentarias de algunos concurrentes. Miguel Grau se había puesto cómodo y llevaba ahora un pantalón bastante ancho, supuestamente plomo, que sujetaba con unos tirantes ornamentales muy holgados, y también había cambiado sus zapatos de gala por unas zapatillas negras de levantarse, estilo chino viejo; además, con su panza protuberante, envuelta en una ceñida camiseta blanca de algodón, y sus brazos vigorosos de bíceps abultados, daba la impresión de ser un genuino panadero italiano.

José Olaya lucía modernísimo; usaba lentes oscuros y tenía el pelo casi amarillo a causa del yodo del  agua marina; sobre su pecho caían innumerables collares y de sus muñecas colgaban infinidad de pulseras; un par de sandalias de cuero y una ropebaño hawaiana de colores muy vivos completaban su vestimenta; tenía todo el aspecto de un tablista mujeriego y rockero; un auténtico surfer.

Los otros, más formales, conservaban sus mismos atuendos de los libros, pero todos, todos allí estaban hueveando igualmente en gran forma y brillante estilo. Bolognesi, en un rincón, le practicaba un examen mamográfico completo a su acompañante.

Andrés Avelino Cáceres y Alfonso Ugarte levantaban sus copas diciendo “¡Salud!” junto a las fuentes de comida, y de un trago se echaban la salud al hígado. Túpac Amaru, que seguía solito, sacaba de su bolsillo un espectacular paco de marihuana y se armaba un troncho también espectacular. Ramón Castilla chupaba de lo lindo y se vacilaba como negro con una sirvienta bien despachada, una buena morena a la que tenía sentada sobre sus piernas, mientras ésta lo besaba, lo mimaba y jugaba con sus mostachos llenos de trago y de tallarines rojos; detrás del Mariscal estaba plantado un negro imponente vestido con terno azul, camisa blanca y corbata roja, chaleco antibalas bajo su saco, que actuaba como su guardaespaldas. Jorge Chávez y José Abelardo Quiñones se pachamanqueaban de lo lindo a sus azafatas canadienses. Atahualpa repartía, de rato en rato, unos paquetitos blancos. Pachacútec se tapaba los ojos para bostezar. Leoncio Prado tomaba café.

Sin ser visto, y forzando una ventana mal cerrada, el niño logró penetrar en la casa. Ya estaba en medio de la fiesta. Pero ninguno de los héroes se percató del hecho, pues estaban todos muy ocupados en sus respectivos asuntos. El niño, entre asustado y feliz, empezó a recorrer silenciosamente el lugar. La primera manifestación, que casi lo hizo saltar de pánico, fue un sonoro y prolongado eructo que José Olaya aventó a los demás invitados mientras bailaba solo frente a un espejo escuchando música en su walkman; segundos después el mismo Olaya se encargaría de disculpar su conducta.

—Perdonen, señores —dijo— Ha sido un eructo sincero, y la sinceridad es para mí lo más importante.

El niño siguió avanzando, completamente ignorado por sus héroes. Pasó muy cerca de Miguel Grau, quien se había desprendido en ese momento de su rubia exuberante y estaba conversando con Francisco Bolognesi. El niño le oyó decir a Grau:

—En realidad quería venir a esta fiesta con la Rosa Merino, pero me dijo que no podía acompañarme porque la habían contratado en no sé qué pub de Miraflores para que cantara el Himno Nacional.

—¿Y tú le crees? —replicó airado, Bolognesi— ¡Puros cuentos, hermano! Se trata de un pretexto nada más para salir con el músico ese que hace tiempo estuvo de moda¼¿Cómo se llama?

—¿Quién? ¿Bernardo Alcedo?

—¡Claro, Bernardo Alcedo! Debes tener cuidado con él, compadre. Yo creo que ese tío se brinca a la Rosa Merino con el cuento del Himno Nacional¼.¿No? ¿Tú qué dices? —esto último lo dijo Bolognesi dirigiéndose a Leoncio Prado, involucrándolo en la conversación, pero Leoncio Prado no le contestó;

siguió tomando su café.

El niño dio unos pasos más y tropezó con la figura de Alfonso Ugarte, que le decía a Andrés Avelino Cáceres:

—Morir por la patria, en ciertas circunstancias, no es un acto de heroísmo sino de estupidez.

Más allá, el niño notó que José Abelardo Quiñones y su azafata canadiense estaban en unos agarres malditos, mientras, cerca de ellos, Ramón Castilla le explicaba algo, acaloradamente, a su guardaespaldas:

—¡Hecho histórico! —bufaba Castilla— ¡Hecho histórico! Todos se llenan ahora la boca hablando con pompa de los hechos históricos. Todos los hechos son históricos, hasta los más insignificantes y corrientes, por el solo hecho de que ya sucedieron, ¿no se dan cuenta?

Pachacútec y Atahualpa se habían retirado a un lado y tenían todas las intenciones de vaciarse una garrafa de chicha de jora, que ellos mismos habían traído a la fiesta. El niño también pasó junto a ellos.

—Los hombres son como los países —comentaba Pachacútec—: si nada sufren, nada bueno producen.

 

Pero cuando probó la chicha, el Inca hizo una notoria mueca de asco: “¿No le sientes un ligero sabor

a¼.kerosenito?”, le preguntó a Atahualpa, como si el diminutivo pudiera atenuar en algo el sabor resinoso que tenía el licor. Y entonces Atahualpa escuchó la voz de alguien que lo llamaba.

—¡Óyeme, Atahualpa! ¿Tienes merca todavía? —le preguntaron.

Atahualpa asintió con la cabeza. El que así lo llamaba era José Olaya, quien, previo pago en billete contante y sonante, se hizo acreedor a un soberbio paquete blanco, de los que repartía el Inca. Durante la transacción el niño se enteró, por un comentario de Olaya, que Atahualpa había tenido que dedicarse a tiempo completo a la micro-comercialización de clorhidrato de cocaína por efecto de la caída del Imperio, el Rescate del Cuarto a manos de los españoles y demás penurias. También le escuchó decir al Inca, y esto se le quedó grabado:

 

—Los vicios son sagrados, hermano.

Luego el niño volvió por donde estaba Miguel Grau, de nuevo con su rubia exuberante, y esta vez no pudo contener su impulso.

 

—¡Hola! —le dijo.

Pero Miguel Grau sólo le contestó “¡¼lá!”, sin darle mayor importancia. El niño bajó los ojos, luego la cabeza. Miguel Grau le decía, mientras tanto, a la rubia: “La aristocracia se lleva por dentro, flaca”. Luego se percató de que el niño no se había movido de su sitio y le arrojó una sonrisa llena de dulzura. El niño, con ese mínimo gesto del Almirante, se dio cuenta entonces de que Grau era un hombre humilde, pero en el sentido elevado de la palabra.

Una conversación detrás de él atrajo su atención. Alfonso Ugarte, que seguía bebiendo animadamente con Andrés Avelino Cáceres, le decía en tono confidente a éste:

—¿Sabes lo que de verdad sucedió en el Morro de Arica el 7 de Junio? ¡Que Pancho Bolognesi y sus


soldados se la pasaron fumando mixtos de hierba y pasta toda la noche, y después querían levantarse bien atléticos, los muy pendejos, para la batalla del día siguiente!

Jorge Chávez, José Abelardo Quiñones, los patas más ricos del tono, los aviadores pitucones, y sus azafatas canadienses, eran los únicos que por el momento bailaban en la gran sala de la casa.

El niño tuvo ganas de orinar. Pero cuando abrió la puerta del baño sorprendió a Leoncio Prado en plena absorción de medio paco de vaina.

—¡Hola! —le dijo el niño.

Pero Leoncio Prado, muy callado como él era, le respondió igual que Miguel Grau, “¡¼lá!”, y se fue. Cuando el niño regresó a la sala, los héroes estaban ya, casi todos, bien movidos. Bailaban solos o intercambiando parejas, no tenían ningún tipo de inhibiciones y hacían miles de bromas. Bailaban en ruedas, saltando, aplaudiendo. Hacían el trencito.

—Una de las cosas que yo más aspiro en mi vida¼.—decía Andrés Avelino Cáceres.

—¡…es clorhidrato!” —le contestaba Jorge Chávez, desde la pista de baile, y se mataba de risa.

—Por favor —replicaba Cáceres— No seas pueril, Jorgito.

Pero lo cierto era que estaba con la nariz blanca y zangoloteaba la cabeza sin parar, movía los ojos irracionalmente de arriba abajo, se le trababa la lengua, se le lenguaba la traba.

—¡Está durísimo el perro! —decían de él los demás.

 

Pachacútec y Ramón Castilla estaban mudos, con una expresión de espanto en la cara. José Abelardo Quiñones subía con su azafata canadiense a una habitación del segundo piso. Antes de subir, precavidamente le pidió a Jorge Chávez que le regalara un par de condones. Alfonso Ugarte, que había salido unos minutos a la calle para tomar un poco de aire fresco, entró agitado diciendo:

—¡Se acaba de estacionar al frente un autazo lleno de cueros! ¡Vengan a ver!

 

Muchos se asomaron a la ventana. Estaban desquiciados. Ramón Castilla silbó como canario. Túpac Amaru se agarró el pájaro. Andrés Avelino Cáceres no se aguantó las ganas y gritó:

—¡Mamitas! ¿Por qué no entran? ¡Tenemos de todo para invitarles!

Las tres chicas del auto les lanzaron una mirada provocadora y arrancaron a toda velocidad.  Alfonso

Ugarte le dijo a José Olaya:

—¡Pepe, acompáñame!

Tomaron la bicimoto de los Incas y partieron raudos tras las muchachas.

La reunión volvió a su curso. Miguel Grau, de quien el niño había oído que sus camaradas le llamaban por todos los nombres posibles, desde Miguelón hasta Mickey, pasando por Miguelo, Mikelis, Michael y Michelle, su cabeza hundida en la mesa, se confesaba con Francisco Bolognesi; le decía:

—Cuando un hombre, hermano, que ha estado emborrachándose toda la noche, de pronto se acuerda y piensa en una mujer, que sabe Dios adónde habrá estado toda la noche, es porque¼

Un alarido lo interrumpió.

—¡Buena, Brujo! —le gritó Atahualpa a Andrés Avelino Cáceres, después de que éste se hubo servido una metralleta incontrolable de tiros con su cañita de plástico.

Casi simultáneamente a esto se producía un altercado entre Jorge Chávez y Túpac Amaru, quien se había cansado de estar solito y había empezado a afanar a la pareja del primero.

 

—Apártate —le decía Jorge Chávez— No quiero damnificarte.

Pero, como siempre rebelde, Túpac Amaru no hacía caso.

—Escucha¼.—insistía Jorge Chávez, señalándose el ojo.

—¡Acúñalo de una vez! —se escuchó por ahí una voz alterada, echando carbón.

Entonces Jorge Chávez le dio un manotazo cariñoso, de amigo, tratando de evitar la pelea, pero Túpac Amaru no lo entendió así y le arrimó un cachetadón tal que el vaso de Jorge Chávez cayó al piso, haciéndose chichirimico. La bronca fue inevitable. Los dos héroes se fueron al suelo y se trenzaron a golpes sin piedad de ninguna clase. Túpac Amaru pegaba en todos los elementos faciales de su rival, mientras  que Jorge Chávez lo hacía en las partes bajas, a veces subterráneas, de su contendor. Justo en ese momento pasaron a toda velocidad, delante de la casa, Alfonso Ugarte y José Olaya haciendo un escándalo de los mil demonios en la bicimoto.

—¡Estamos drogados! —gritaba Alfonso Ugarte.

—¡Que viva la bohemia, la vagancia y la prostitución! —proclamaba José Olaya.

Al rato aparecieron dentro de la casa. Venían sobredimensionados, pero de tóxicos, y al encontrar a todo el grupo alborotado alrededor de la bronca, les gritaron en tono sarcástico, alargando la segunda sílaba:

—¡Basssuuura!

Esto fue suficiente para que todos se olvidaran de la pelea y corrieran a estrechar la mano de los recién llegados; querían averiguar cómo les había ido con las chicas. El niño escuchó que Alfonso Ugarte y José Olaya justificaban su fracaso de no haber podido alcanzarlas, aduciendo que la bicimoto de los Incas  ya no servía para nada.

—Ese aparato está pa’l gato —decían.

El grupo, incrédulo y decepcionado ante la noticia, se dispersó.

—Bueno, señores —dijo Miguel Grau— Me retiro. Mañana me muero. Me despiertan temprano, por favor —y le dio un beso de despedida a su rubia exuberante.

Pero ésta no lo dejó ir. Entonces el Almirante le cogió suavemente los hermosos senos y le dijo, mirándola fijamente a los ojos:

—Tú sabes que mañana es 8 de Octubre, día en que celebro mi efemérides —y atisbando al cielo, a través de la ventana, añadió:— Sólo espero que sea un día soleado. Los días difíciles, con sol, son menos difíciles.

La rubia exuberante entendió esta vez y entonces lo soltó. Pero cuando Miguel Grau estaba subiendo las escaleras para ir a su habitación, el niño corrió hasta él y lo jaló de la manga.

—Almirante —le dijo— No entiendo nada de lo que pasa aquí. ¿Puede usted explicarme, por favor?

Miguel Grau miró al niño tiernamente. Lo tomó de los hombros y se puso en cuclillas para estar a su nivel. Entonces le contestó:

—¿Sabes lo que pasa, muchacho? —comenzó el Almirante— Que nos hemos bajado todos de nuestros monumentos porque ya nos cansamos de estar ahí, muchas veces entre rejas, sin que nadie se acuerde de nosotros. Sólo decidimos pasarla bien y vivir un rato como los demás. Tenemos derecho, ¿no te parece?

Francisco Bolognesi se acercó, acarició la cabeza del niño y agregó:

—Pero no te confundas —le dijo— Está bien tomar las cosas de la vida con responsabilidad, pero sin hacerse dramas. Cuando las asumimos muy gravemente se nos vuelven demasiado pesadas, nos hartan,

y terminamos por detestarlas.

El niño pensó en ese instante en lo que siempre le habían inculcado sus padres y maestros acerca de la Historia, y lo comparó con lo que acababan de decirle sus héroes de toda la vida. Entonces comprendió  que están cautivos los que se escandalizan y reprueban las cosas diferentes; y su expresión cambió repentinamente del desconcierto a la admiración, de la decepción al orgullo. Se sentía pleno, liberado, feliz, cuando una avioneta particular con el rótulo “Héroes Nacionales” a todo color aterrizó en el inmenso jardín posterior de la casa, cerca de la piscina.

El niño quiso despedirse de sus héroes de toda la vida con un fuerte abrazo y un cálido beso. Todos aceptaron. El niño sintió que también él estaba en la gloria en ese momento. Luego los héroes abordaron la nave, mientras el niño, desde la terraza, lloraba en silencio. Dos minutos después el pequeño avión despegó, con gran desprecio por la ley de la gravedad, llevándose a los héroes de regreso a la Historia.

Comentarios
Click to comment

Trending

Exit mobile version