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CUENTO: «El Angel» de Luis Humberto Moreno Córdova

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EL ANGEL

Por Luis Humberto Moreno Córdova


Después de hacer unos trámites en la municipalidad, fui a la avenida Aramburú, a la estación de buses OLTURSA, para recoger la encomienda que mi primo había enviado. Me había dicho que eran cosas para toda la familia, pero que sin duda yo sería el más interesado: había encontrado varias fotos de mi madre cuando joven y las estaba enviando para que yo las tuviera.

No quería demorarme. Si había comida en esa encomienda era posible que el calor de marzo la echara a perder en cuestión de horas.

Estacioné en la entrada principal, dejando mi auto apretado entre dos camionetas enormes. Dentro, los pasajeros aguardaban la llamada a embarque. La mayoría eran extranjeros. No me extrañó. Los peruanos sólo pueden liberarse cuando hay un viernes o lunes que cae feriado, sino deben resignarse a su esclavitud de oficina, a mirar las ofertas que llegan a sus correos electrónicos.

Máncora, Piura, Chiclayo, eran algunos de los destinos que empezaban a sonar por el altoparlante. Cruce la sala de espera hacía el hall donde estaba la zona de embarque y venta de pasajes. Luego bajé unas breves escaleras hasta el despacho de encomiendas. Un jovencito leía el periódico. Me acerqué y le pregunté por la encomienda. El joven revisó unas hojas, sujetas a una tablilla de madera. Luego de unos segundos, su mirada se aguzó, sus facciones mostraban cierto desconcierto. Intente ayudarlo dándole el nombre del remitente. Los ojos del tipo volvieron a recorrer las hojas. Una sonrisa en el rostro del muchacho me tranquilizó. Lo vi internarse en el despacho. “Un momento”, me dijo mientras desaparecía por la puerta. Un vigilante se acercó. “Tome asiento”, me dijo.

Subí las escaleras. Había dos hileras de sillas, frente a frente. El jovencito que había tomado mi pedido se estaba demorando más de la cuenta, pero no me importaba esperar. Saqué mi blackberry para entretener la espera.

El ruido de un bolso golpeando el suelo me intrigó. El bolso estaba frente a mí, a lado de dos piececillos calzados por unas sandalias. Un pantalón ceñido, fue lo que siguió de inmediato, mientras levantaba lentamente mi mirada. Después, unas manos delgadas, con brazaletes de fantasía, los brazos desnudos, un polo blanco manga cero por donde traslucía un inquietante brassiere. Unos ojos negros, anclados en un rostro celestial, parecían castigar mi curiosidad. Llevaba el cabello negro, suelto, la faz sin maquillaje. Lucía cansada. Se sentó frente a mí y al igual que yo, empezó a distraerse con su celular.

La forma de su rostro de ángulos perfectos, su mirada intensa, sus pies, pequeños, rebelándose al débil orden de las sandalias, le conferían un halo de misterio. Estaba sola. Algo –o a alguien- esperaba. Pero sobre todo, era bella.

Sus dedos se movían con prisa por el teclado de su celular. ¿Le estaría escribiendo a alguien? ¿Un novio quizá?, sus labios se movían apenas, como si repasara verbalmente lo que estaba escribiendo. Se liberó de las sandalias, dejando sus piececitos al aire libre, apenas separados del suelo. Levantó la mirada, pero desvié la mía a tiempo. Sentía sus ojos, una vez más, criticando mi curiosidad. No me atreví a mirarla.

Tomé mi celular y abrí mi facebook. “En Oltursa. Sentado frente a un ángel”, escribí.

Casi de inmediato, un amigo mío hizo un comentario: “Foto, foto, foto”

Mi mente se enturbió, algunas ideas cruzaron fugaces, mientras sentía un helor naciendo en mi espalda y llegando hasta el último rincón de mi cuerpo. Párate, pensé. Ponte de pie. La saliva se secó en mi boca, mi garganta árida, se sabía próxima al ridículo. Yo era un cobarde, un cobarde por naturaleza, una criaturita timorata que tardaba años en hacer cosas que otros resolvían en minutos. Párate, me dije nuevamente, hazlo de una vez.

-Disculpa –le dije. Sentí el peso de todo el terminal sobre mis hombros. Una vocecita en mi interior me auguraba una inminente vergüenza.

Ella levantó sus ojos. Su rostro mantenía una expresión nula. Mi mente mantenía la misma nulidad.

Oí mi nombre. Venía del despacho de encomiendas. El joven había dado con mi paquete. El vigilante que me ofreció asiento repitió mi nombre, agitó sus manos llamándome.

Fue quizá un reflejo. No recuerdo haber tenido conciencia de lo que hice. Simplemente le entregué mi celular, con el comentario que había puesto en el facebook.

El tiempo avanzaba con la pesadez de un día de oficina, mi actitud la desconcertó, todo la llevó a leer lo que había escrito. Yo estaba dispuesto a recibir cualquier reproche; quizá un insulto; quizá un golpe. Era posible que me echaran del terminal por tamaño exceso.

Pero esa sonrisa, su sonrisa, fue un anticipo del cielo.

Mi nombre, otra vez, repetido hasta el hartazgo por el malhumorado joven que empezó a golpear la mesa del despacho para apurarme. Por mí podía traer a la policía si quisiera, pero no me iba a mover de ahí. No sin disfrutar de esa sonrisa como premio a mi ocurrencia. Sus labios empezaron a moverse. El vigilante subió las escaleras dispuesto a tomarme del cogote para que recoja la encomienda. Madre, discúlpame, pensé. Entonces me habló.

-No sé qué decir. Gracias

Su voz parecía el sonido del viento soplando en la tarde. Yo había imaginado una voz más dulce, acorde con su figura, con sus facciones, con sus manos y pies delicados. La perfección no existe, pensé, pero ella estaba muy cerca de eso.

“Señor, por favor”, me dijo el vigilante. Ella estiró su mano, intentando devolverme el celular. Iba a irme, cuando el joven del despacho apareció frente a nosotros. Traía una pequeña caja y el formulario que debía firmar. “Señor, disculpe la demora, aquí está su paquete”, me dijo.

No me tomó muchos segundos deshacerme de ellos. Ella tenía mi celular aún, se animó por leerlo una vez y volvió a sonreír.

-¿Debo sentirme halagada, Gabriel?

-¿Cómo sabes que me llamo Gabriel?

-Está en tu facebook; también en esa caja –me dijo, apuntando al paquete.

Que imbécil, pensé.

-Bueno. No lo sé. Tal vez te sientas acosada.

Me miró, sin que sus labios felices perdieran el brillo.

-Con tanta seguridad aquí, no lo creo. Además tienes facebook, amigos, comentarios, un paquete que te ha enviado un familiar. De hecho no creo que seas un tipo peligroso.

Si. Ella estaba muy cerca de la perfección. Me hablaba sin perder la sonrisa, sus ojos no me abandonaban en ningún momento. Seguía descalza. Pensé en sentarme a su lado.

-No quise incomodarte. Quería ser sincero.

Me devolvió el celular. Lo guardé en mi bolsillo. Tuve la impresión de que buscaba las palabras precisas. Andaba con cuidado. No era tonta. Estaba en Lima.

-Es triste dejar a la familia, lejos, quizá hasta el próximo año. Llegar sola, tomar el taxi sola, irse a casa sola. Por un minuto me has sacado de esa horrible rutina. Gracias.

Moví las manos, encogí mis hombros, sonreí. La voz por el altoparlante anunciaba la salida con destino a Trujillo.

-¿Qué te han enviado? –me preguntó, mirando el paquete.

-Muchas cosas, para toda mi familia. Y unas fotos de mi madre cuando era joven.

-Veo. Se sentirá feliz cuando las vea.

-La verdad las fotos son para mí. Mi mamá murió hace dos años.

Sus labios se entristecieron.

-Qué pena. Yo extraño a mi familia sabiendo que volveré a verla; imagino cómo te debes sentir.

Me quedé en silencio. Nos quedamos en silencio. Había cavado un hoyo y enterrado todo. Me jodía llevar las conversaciones por un sendero tan deprimente. La gente nunca está dispuesta a sufrir contigo, es cansino e incomodo. Las penas siempre son solitarias, siempre.

-¿Quieres tomar algo?

-Estoy esperando mi equipaje. En realidad debo ir a recogerlo.

-Te ayudo –insistí.

-No es nada. No te preocupes. De verdad.

El equipaje era una maleta enorme. Enorme como nunca en mi vida había visto. Pesaba, vaya que pesaba. Yo no tenía ni la menor idea de cómo hubiera podido salir con esa maleta.

-¿Te has llevado toda tu casa encima? –le dije, mientras intentaba avanzar con la maleta y mi paquete, escaleras arriba.

-Sólo lo que no entró en el bolso –me dijo, riendo.

Luego del suplicio de las escaleras, el camino se hizo más fácil. Regresamos por el corredor de embarque hasta la sala de espera.

-He estado desde navidad con mi familia –añadió-. Siempre hago lo mismo, todos los años, pero son más las cosas que traigo que las que he llevado. Muchos regalos.

-Pero el calor de Piura debe ser terrible, Areliz.

Ella detuvo su paso, pero sonrió de inmediato al fijarse en la etiqueta engrampada al mango de su maleta.

-¿La misma cucharada, eh? –preguntó, sin dejar de sonreír. Me sentí tranquilo al notar que las cosas retomaban su cauce.

-Mi familia es pequeña –dije, retomando la conversación, mientras el peso de la maleta me hacía añicos y una de las esquinas del paquete que envió mi primo se clavaba en mi estómago-. Somos muy pocos.

-¿Viven contigo?

-Viven cerca.

-Quien cómo tú –me dijo, mientras hurgaba en su bolso.

-¿Pero te quedarás en Lima para siempre? –Insistí. No quería ser demasiado curioso, pero mi genio se imponía. Empecé a transpirar. No faltaba mucho para llegar a la puerta principal.

-La idea es terminar mi maestría, y trabajar acá.

-¿Te gusta?

-La verdad, lo único que me gusta de Piura, es mi familia.

Llegamos a la puerta. Areliz tenía su billetera en la mano. Yo rogaba por tener un pañuelo para secarme el atisbo de sudor que empezaba a poblar mi frente. La vi mirar a la fila de taxis. Parecía dudar. Miraba los rostros de los taxistas. No se fiaba.

-He venido en auto. Si quieres te puedo llevar a tu casa –propuse.

Areliz volteó a mirarme. Su sonrisa era enorme, sus ojos estaban rasgados por una feliz ironía.

-Qué oportuno que eres, ¿verdad?

Tuve que cargar la maleta un trecho más. Me arrepentí de no haberme estacionado más cerca de la entrada. Unos taxistas desviaron sus miradas lascivas hacia Areliz, miradas cómplices, que notaban en ella lo mismo que yo había notado, pero con morbo. El polo blanco, casi transparente era suficiente para alterar a cualquiera. Taxistas de mierda. Les tiré una mirada con maldición incluida. Se rieron de mí. No me importó.

Por un momento dudé si la enorme maleta de Areliz entraría en la cajuela de mi auto. Con un poco de suerte, y moviendo algunas cosas a los costados de la maletera, pude conseguirlo.

-¿No te molesta que la llave de tuercas quede encima?

-No. No me molesta. Pero me pregunto dónde pondremos el paquete.

Pondremos. Eso me sonó bonito.

-Bueno –respondí- como tú viajarás a mi lado, no hay problema con que el paquete vaya en el asiento trasero. Tu bolso también puede ir ahí.

-No te preocupes –me cortó rápidamente- el bolso va conmigo.

Estaba en Lima. Había cruzado una línea enorme, pero aún desconfiaba.

Cerré la maletera, luego abrí las puertas del carro para que se ventile del calor de la tarde. Puse el paquete en el asiento trasero. Areliz miraba los autos en la avenida. El sol empezaba a morirse.

-¿No vas a abrir la caja? –me preguntó de repente. Me tomó por sorpresa.

-¿Acá?

-Podemos ir a tomar algo, como dijiste. Y de paso que me enseñas las fotos de tu mamá.

Dudé. No me pareció una buena idea. Areliz insistió.

-Anda. Sería chévere.

Abrir el paquete, menudo detalle. No sabía lo que habría dentro, ni como lo habrían guardado. Rogué para que mi primo haya sido cauteloso al momento de guardar las cosas. Puse la caja sobre el capó del auto, con las llaves de mi casa rompí las cuerdas, luego corté las cintas adhesivas. Un olor ranció salió de la caja. Areliz se acercó a curiosear, pero no pudo evitar llevarse la mano a la nariz.

-Asu –exclamó- ¿Qué te han enviado?

Revisé la caja, había paquetes sobre paquetes, posiblemente carne seca y quesos, algo de grano, tal vez mote o cancha serrana; era posible, también, que hubiesen enviado harina. Todo estaba bien acomodado, pero el olor trascendía. Vi un sobre rojo, pequeño, envuelto en una bolsa plástica, y sellado con kilómetros de cinta adhesiva; por el grosor supuse que serían las fotos.

Tomé el sobre y dejé el paquete en el asiento trasero. Areliz dio unas palmaditas de emoción. Cerramos todo con llave para regresar al terminal. Nos sentamos en la cafetería.

Dos aguas minerales, heladas, fue todo lo que pedimos. Areliz metía sus manos intentando ayudarme a romper la cinta que envolvía el sobre. Yo fingía que me estorbaba, pero era placentero sentir sus manos frías entre las mías, sus dedos rozando mi piel, su sonrisa traviesa, la confianza que de pronto volvía a juntarnos cuando apenas media hora antes éramos dos completos extraños.

-Ábrelo ya –decía.

Tuvimos que prestarnos una tijera. En realidad lo hizo ella. Cortamos con cuidado la envoltura. El sobre era de plástico con unos botones blancos que servían para mantenerlo cerrado. Dentro estaban las fotos, y una pequeña carta. Areliz dejó la carta de lado, a mí tampoco me importó. Las fotos, todas, estaban en blanco y negro o en sepia. No me había percatado, pero había pegado su silla a la mía, estábamos juntos, como dos amigos de toda la vida.

En la primera foto aparecían tres jovencitas, tal vez de quince años. No me costó reconocer a mi madre. Su rostro no había cambiado a pesar del tiempo. Ni siquiera su muerte había cambiado en algo su expresión serena. En la foto, sonreía, llevaba una banda, como llevan las reinas de belleza. Las otras dos chicas llevaban también las bandas.

-¿Cuál de ellas es tu mamá? –preguntó Areliz. La señalé.

-Es linda.

-Muy linda –añadí, algo distraído.

-Hay algo más –me dijo, mientras levantaba sus cejas, animando mi curiosidad.

Tomé un sorbo de agua. Areliz sonreía, siempre sonreía.

-Creo que esta chica de al lado –lo dijo señalando a la jovencita que estaba a la derecha de mi madre-. Es mi tía.

-¿Segura?

-Dije creo.

Enseguida sacó su celular. Marcó un número. “Aló, tía ¿Aurora?, soy Arelita”, dijo. Luego abandonó la mesa y se fue a la entrada del terminal. Se me ocurrió buscar las llaves de mi auto. Estaban en el bolsillo. Me quedé tranquilo. Areliz seguía conversando, su figura delgada, iba y venía por la entrada, a veces estorbando el paso de la gente. Sus sandalias se arrastraban con gracia, su rostro compilaba la tarde. Cuando termino la llamada, desvié mi atención a la pantalla plana donde pasaban cámaras escondidas para entretener a los viajeros de la sala de espera.

-Así que Arelita, ¿no?

-Ni se te ocurra.

Nos quedamos callados.

-¿Y? –pregunté.

-¿Qué?

-¿Es o no es tu tía?

-Dice que es posible. Va a buscar entre sus fotos y me llamará.

-¿Ahorita?

-No seas malo pues –me dijo, mientras se animaba por un sorbo de su botella de agua.

-¿Y como sabré si es o no es?

¿Por qué quieres saber si es o no es?

-Porque escribo.

-¿Y?

Me abrí de brazos.

-No te hagas el obvio conmigo, Gabriel.

Me encantó escucharla pronunciar mi nombre. Hubiera sido feliz de escucharla diciéndolo a cada momento.

-Sería interesante, ¿no crees? –expliqué.

Se quedó callada. Seguimos viendo las fotos. Eran fotos de viajes, de almuerzos en el hogar, con gente que yo no conocía, había fotos con mis tíos, con mis abuelos, todas en huertas, en granjas, montando a caballo, descansando en el río. De rato en rato me preguntaba por el nombre de los lugares. Yo no tenía ni idea.

-Están bonitas –me dijo.

-Tengo un álbum, con todas las fotos de ella. Las pondré ahí.

-La querías mucho.

-Demasiado.

Me dio dos palmaditas en mi mano. Mi mente me pidió calma. Era un gesto hermoso, demasiado hermoso. No estuve preparado para las palabras que vinieron.

-Debes dejarla ir.

De pronto, sentí que toda su belleza desaparecía; una fuerte indignación empezó a oprimir mi pecho, y mi lengua empezó a afilarse, a raspar mis dientes mientras se cargaba con las palabras más feroces. Mocosa de mierda, ¿quién chucha se ha creído para decirme lo que debo hacer o no hacer?, fue lo primero que cruzó mi mente. Abrí mis labios, pero no tuve tiempo de desatar mi ira. Areliz volvió a tomar mi mano. Su piel era suave. Me contuvo.

-O debes dejar que yo me vaya. Como supongo que otras se han ido, como supongo que otras también se irán.

No supe que decirle. La temperatura en mi cabeza descendió hasta despejar mi mente, dejándola en blanco.

-No sería justo que te quedes solo –añadió.

Nervioso, tomé las fotos, las puse nuevamente en el sobre. Areliz sujetó su cabello negro, se hizo una cola compleja, sacó unos lentes oscuros de su bolso y se los colocó.

-No hagas eso –le reproché.

El sol empezó a morir en la sala de espera del terminal. Areliz se quitó los lentes, los devolvió a su bolso. Tomamos nuestras botellas de agua y fuimos hacía mi auto. Traté de no distraerme, pero las palabras de Areliz resonaban en mi conciencia. ¿Y si le hubiera dicho lo que pensaba? ¿Si me hubiera indignado terriblemente? Si así hubiera sido, esta chica, este ángel, no hubiera permanecido a mi lado. Me hubiera quedado solo, nuevamente, de regreso a la rutina en casa, al encierro en busca de historias feroces que nunca me lastiman. Hubiera echado una tarde completa al vacio, a la intrascendencia.

Abrí las puertas. El olor a queso del paquete había invadido todo el ambiente. Maldita sea. Areliz echó a reír con fuerza, mientras me repetía lo tonto que era. Me eché a reír también, mientras prendía el aire acondicionado y abría las ventanas, rogando que el olor desapareciera pronto. Guardé el sobre rojo en la guantera, y me deshice del paquete.

-Ven –me pidió Areliz, cuando terminé con todo eso.

Me acerqué, ella apoyó su espalda en mi pecho, levantó su brazo. En si mano tenía una cámara digital que disparó sin previo aviso.

-Otra, por si acaso –añadió.

Volvió a disparar. Aunque esta vez tuve tiempo de darle una sonrisa a la cámara. Areliz guardó el aparato en su bolso y subió al auto. Cerré su puerta, di la vuelta y subí. Nos quedamos en silencio un momento, mientras el motor rugía luego de hacer contacto.

-Creo que no me equivoqué al escribir en mi facebook –le dije, luego de pensar nuevamente en lo que me había dicho en la cafetería.

Ella me miró por un rato, sus dientes asomaban como perlitas traviesas entre su sonrisa. Retrocedí el auto y salí por Aramburú. El tráfico empezaba a avanzar como una manada de elefantes barritando, fieros. Aproveché la lentitud de la vía para mirarla una vez más, mirarla solitaria, tal vez, igual que yo, como si alguien la hubiera enviado el cielo, como si a pesar de todo, este mundo insistiera en regalarme esas hermosas coincidencias.

-Disculpa, Areliz –le dije, mientras el ruido de los cláxones empezaban a emerger en el final de la tarde.

-¿Qué paso?

Me pareció que sería obvio.

-No me has dicho dónde vives.

Había en ella algo de bondad y misterio, como el primer párrafo de una larga historia. Sus manos frágiles, sus piececillos delicados, la belleza que reposaba en su rostro. De pronto, todo eso empezaba a pertenecerme. Areliz sonreía. Siempre sonreía.

-Es porque aún no quiero ir a casa –me dijo.

-De acuerdo –contesté.

Di media vuelta, rumbo a Miraflores. Decidí perderme con ella esa noche; perderme con ella el resto de mi vida.

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