Literatura
CUENTO: «DULCE HOGAR» de Luis Humberto Moreno Córdova
Published
14 años agoon
DULCE HOGAR
Por Luis Humberto Moreno Córdova
La voz de la terramoza lo despertó. Antonio abrió los ojos lentamente, mientras contraía sus músculos, dejando escapar un bostezo. Por la ventana empañada de rocío divisó las montañas lejanas y las casas hechas de adobe y techadas con calaminas. Buscó su botella de agua, tomó un sorbo. A su lado, un hombre de cabello canoso le dio los buenos días.
Bienvenidos a la ciudad de Huánuco, fundada por los españoles en el año…
Antonio hizo un repaso rápido de sus pendientes: presentarse en el hotel, ponerse en contacto con algunas personas de la empresa. ¿Tendría tiempo? Tal vez podría dormir un poco.
Lo habían embarcado en el bus con una rapidez nunca antes vista. Nadie en la empresa había querido hacer ese viaje. Pero Antonio había levantado la mano presuroso. Era la mejor oportunidad para darse un respiro. Irse lejos era lo mejor que le podía pasar. Por eso no había dudado cuando en la reunión habían buscado un voluntario para supervisar la apertura del nuevo supermercado en Huánuco. Antonio fue el único en ofrecerse. “Sales hoy mismo”, le dijo su gerente.
Huánuco tiene un clima agradable por las mañanas, se recomienda por las tardes llevar abrigo ligero…
Llamó a su casa para pedirle a Cintia que empacara sus cosas. “¿No puedes hacerlo tú?” le había preguntado Cintia. “El bebé no me da tiempo para nada”.
Rodrigo, su hijo, había nacido hace dos meses. La vida para Antonio era infeliz desde entonces. No había planes, salidas, ni noches de sueño pacíficas. Le costaba concentrarse en el trabajo, estar de buen humor. Cintia era una criatura chillona, sensible y abominable, que pasaba todo el día quejándose de todo, sin humor para hacer las cosas que solían hacer apenas hace año y medio.
Lo peor de todo era el sexo. El sexo había muerto. Y Antonio no tenía ni un espacio de libertad donde al menos correrse la paja. Era demasiado cobarde como para enfrentar una aventura, y la casa le quedaba chica. Aún más desde el nacimiento de Rodrigo.
Puede visitar la plaza de armas, la laguna y el bulevar, el templo de las manos cruzadas en Kotosh…
El mundo de Antonio no tenía colores. Era un miasma en blanco y negro, emergiendo de una alcantarilla oscura. Vivía escapando de todo lo que le rodeaba. Se levantaba temprano para escapar de su casa, del llanto insoportable de Rodrigo, de los pedidos de auxilio de Cintia, de los saludos hipócritas de los vecinos. Llegaba al trabajo y tomaba un largo desayuno para escapar de las rabietas de su gerente, de esos engreimientos ridículos que eran reverenciados por todos sus compañeros. Se enclaustraba en su cubículo para revisar formularios y márgenes de ventas, y al caer la tarde miraba su reloj urgido, rogando que sean ya las seis en punto para escapar de la oficina.
De regreso, rogaba encontrar todos los semáforos en rojo, para tener unos minutos más de música y soledad. Luego aparcaba en el estacionamiento y contaba los pasos que le faltaban para llegar a casa y toparse nuevamente con todo el ciclo de su innombrable vida: La oficina, la casa, el llanto del bebé, su esposa llena de ojeras y reclamos, los recibos, la tv, el cansancio. Todos los días eran el mismo día.
Gracias por su preferencia. Esperamos que disfruten su estadía.
La voz de la terramoza dejó de torturarlo. El bus se detuvo dentro del terminal y la gente bajó en tropel a buscar sus cosas. Antonio había cargado dos maletas de mano, por lo que no tenía de qué preocuparse. Ante la negativa de Cintia de hacerle las maletas, había empacado cualquier cosa. Si necesitaba algo más se lo compraría en alguna tienda.
***
Antonio subió a un taxi con rumbo al hotel de turistas. ¿Hotel de turistas?, se preguntó. ¿Hay algún hotel que no sea para turistas?
Llegó al hotel. “Ande con cuidado, sobre todo en las noches, que asaltan”, le dijo el taxista mientras lo ayudaba con sus maletas. Antonio le dio un billete grande y le pidió que guardara el cambio. El taxista se persignó con el billete.
La habitación era pequeña pero confortable. El calor arreciaba. Antonio se fijó por la ventana y vio la piscina. Gracias a Dios, pensó. No hubiera podido con el calor. Se dio una ducha rápida, desayunó en la primera planta y salió del hotel rumbo al supermercado, que quedaba a una cuadra, cruzando la plaza de armas. Ahí lo esperaban algunos empleados administrativos, que al verlo lo saludaron con suma reverencia. Antonio se sintió importante. En la oficina principal no era más que un hámster dentro de una rueda, corriendo sin parar todos los días. En Huánuco sin embargo, se sintió como un rey. Entendió por qué su gerente se portaba siempre como un imbécil. Eran las licencias del poder.
Los empleados se presentaron uno a uno, se acercaban casi jorobados por la cortesía y estrechaban su mano. Hombres y mujeres, todos era igual de feos: bajitos, parduzcos, con el cabello hirsuto y los dientes chuecos. Antonio pensó que hubieran sido capaces incluso de besarle la mano como a un obispo. Estaba aburrido de ese protocolo innecesario. “gran acierto, señor Antonio, gran acierto”, le decían, felicitándolo por una obra en la cual él no había tenido participación alguna. No importaba. Antonio se sentía bañado por una gracia divina. No echaría a perder su endiosamiento con achaques de humildad.
Empezaron a recorrer los ambientes. Todo estaba en su lugar, aunque, concretamente, Antonio no sabía bien que era lo que tenía que supervisar. Le habían prometido mandarle instrucciones, pero hasta el momento nadie lo había llamado. Los empleados se peleaban por un turno para hablar y comentar sobre los trabajos realizados. Antonio asentía sin prestarles atención, mientras pensaba en qué pediría para el almuerzo. “Y esta es la zona de electrodomésticos, Don Antonio”, decía uno. Antonio asentía, mientras pensaba que a Cintia poco le importaría que el bus en el que viajó se hubiera volcado, mientras pudiera cobrar su millonario seguro de vida. En algún momento la llamaría, pensó. Daba igual.
-Lamento la demora –se escuchó por el pasadizo.
El ruido de unos tacos altos repercutió en la amplitud de la tienda. Clac, clac, clac. Una figura menuda, delgada, de larga cabellera negra apareció frente a todos. Tenía el cuerpo sufrido por el campo, pero era bella. Su sonrisa era una prolongación infinita de luz, y sus ojos resumían la noche. No tenía la tez parduzca, sino canela. Antonio sintió un flujo de saliva acumulándose en su boca. La tragó disimuladamente.
-Don Antonio, le presento a Nazarina Tello –dijo uno de los empleados- la jefa de tienda.
Nazarina se acercó y le dio un beso en la mejilla. No se jorobó ni se gastó en reverencias. Sólo lo saludó, como lo haría una vieja amiga. Antonio sintió una ligera molestia. Se sorprendió al percatarse de lo rápido que podía acostumbrarse a la sumisión de la gente.
-Veo que ya le han mostrado la tienda –dijo Nazarina, con los ojos fijos sobre Antonio-. Tenemos que ir a revisar algunos documentos.
Antonio asintió. La molestia se tornó en nerviosismo. Nazarina era bella. Las manos de Antonio empezaron a sudar. Pensó en aflojar un botón de la camisa, que empezaba a empaparse. Los empleados se despidieron y desaparecieron entre los corredores de la tienda. Nazarina le señaló unas escaleras que daban al segundo piso.
Llegaron a una oficina amplia, de ventanas grandes, por donde se colaba el viento rancio que anticipaba al mediodía. Nazarina echó algunos documentos sobre su escritorio y empezó un largo discurso sobre cuentas, números y productos en stock, que para Antonio no tenían ningún significado. Mientras ella hablaba emocionada de todo lo logrado, Antonio asentía y, de vez en cuando, reforzaba las ideas simples con algún comentario vano, para dar la sensación de que la estaba escuchando. Su estómago dio un gruñido. Hizo un ademán para ponerse de pie y empezó a guardar los papeles del escritorio.
-Estoy muy satisfecho con su trabajo, señora Tello. Todo saldrá bien en la inauguración.
Nazarina abrió sus ojos y contuvo una sonrisa orgullosa.
-No soy señora, don Antonio. Pero puede tratarme de tú.
-Pienso lo mismo. Creo que no estamos tan viejos para estos formalismos. ¿Almorzamos?
Nazarina aceptó.
-Vamos al mejor restaurante que conozcas –dijo Antonio.
El teléfono de la oficina los detuvo. “De Lima”, dijo Nazarina, después de contestar. Antonio tomó la llamada. Era su gerente.
Sujetó el auricular con el hombro y sacó una libreta para tomar notas. Nazarina lo vio sonreir nervioso, asentir, confundirse. Tomaba un apunte y luego lo tachaba, para después volver a remarcarlo. Después de quince minutos Antonio colgó.
Salieron del supermercado y subieron a un taxi. Cruzaron el malecón, el puente Pavletich rumbo a la Olla de Barro. “Te va a gustar”, le dijo Nazarina.
Se sentaron en una mesa al aire libre, cubierta por un toldo rústico. Frente a ellos había una gran piscina en donde varios niños chapoteaban felices. Nazarina le sugirió que pidiera pachamanca, era una porción grande y podían compartirla entre los dos. Antonio se emocionó al pensar que la idea de compartir podía llevar un mensaje oculto. El mozo tomó su pedido y les dejó un potecillo con cancha serrana.
-¿Cuánto tiempo llevas en la empresa? –preguntó Antonio mientras tomaba un puñado de cancha.
-Tres años ya van a ser.
-Tienes más tiempo que yo.
-Yo empecé desde auxiliar contable.
-Ah. ¿Eres contadora?
-Sí. Estudié en la Hermilio Valdizán.
Un grupo de niños pasó a lado de ellos, corriendo, gritando y salpicando agua. Antonio gruñó, pero se contuvo de hacer una rabieta al ver que Nazarina reía.
-¿Y nunca has pensado ir a Lima?
-Si conozco. Pero para trabajar allá tendría que estudiar de nuevo. Allá sólo aceptan egresados de universidades limeñas. No tengo dinero para eso.
-¿Piensas quedarte aquí para siempre?
-No. Me contaron que a la jefa de Chiclayo la promovieron a Lima por sus resultados. Quiero hacer lo mismo.
-Ahora entiendo tu preocupación por la tienda.
-Sí. Y tu aprobación me deja tranquila.
Antonio sintió un escalofrío por su espalda. Nazarina se sentía contenta por su aprobación, pero él apenas recordaba algo de todo lo que ella le había mostrado. Pensó que sería bueno regresar y revisar los documentos con calma. Lo haría después de almorzar. Era mejor cerciorarse.
El mozo trajo el plato de pachamanca. Nazarina no había mentido. Era enorme.
***
La comida resultó tan buena, que Antonio estuvo tentado de pedir más. El mozo, a manera de cortesía, les invitó un traguito de aguardiente, asegurándoles que era lo mejor para una buena digestión. Después de pagar la cuenta caminaron por un trecho rodeado de flores y eucaliptos. Antonio empezó a sentir el peso de almuerzo. Al diablo los documentos pendientes, pensó.
Después de mucho insistir, convenció a Nazarina para ir al hotel y pasar la tarde en la piscina. Antonio aguardó en el taxi, mientras Nazarina entró a su casa para recoger algunas cosas. Media hora después Antonio reposaba sobre una perezosa. Las gotas de agua chorreaban por su cuerpo. Su cabello húmedo lo defendía del calor inclemente. La voz de Nazarina lo animó a mirar por el rabillo del ojo.
La vio llegar, vistiendo un bikini negro. Sus caderas eran dos serpientes rebeldes que podían capturar a la presa más fuerte. Sus piernas macizas revelaban la infancia de alguien que había corrido por el campo, trepado cerros, cultivado la tierra. Sus rodillas estaban adornadas con cicatrices inocentes, sus hombros parecían dibujados a mano. Todo terminaba en un par de tetitas temerosas y friolentas, cuyas aureolas se imponían sobre la oscuridad de sus prendas.
Antonio la comparó con Cintia, y se sintió defraudado. Cintia, al lado de Nazarina, no era más que un enlatado limeño, orgullosa de haber hecho una hora de Tae Bo en el gimnasio, cantando sus dietas, midiendo su colesterol. Incapaz siquiera de cruzar una calle sin tener que tomarle la mano. Era un ratoncito minúsculo y quejón incapaz de descubrir su piel ante el sol. Era un clon fallido de mujer, de esas que compraban minifaldas atrevidas para luego pasarse la fiesta entera con una chompa cubriendo sus piernas. Criatura ridícula, Cintia. Ridícula.
-Está rico aquí –le dijo Nazarina-. Es la primera vez que entro.
-Espero que no sea la última –contestó Antonio-. Me estoy haciendo la promesa de venir seguido.
Nazarina sonrió.
-Sería lindo. Nos haríamos buenos amigos.
Buenos amigos. No era la palabra que Antonio esperaba. No luego de haber pedido una pachamanca para compartirla. No después de ver ese cuerpo canela frente a él. No te preocupes, Nazarina, pensó. Seremos más que eso.
-¿No piensas bañarte? –preguntó Antonio mientras se ponía de pie para echarse un clavado.
-No sé nadar muy bien.
Antonio infló su pecho, retuvo el estómago y caminó como un héroe de acción rumbo al podio. Flexionó las rodillas y se lanzó en un clavado digno de una olimpiada. Dio un par de brazadas hacía el canto de la piscina que daba al lado donde descansaba Nazarina. Le echó unas gotas de agua.
-Entra. Yo te enseño.
Nazarina lo pensó un rato, pero luego se animó. Antonio se percató de la erección dentro de su traje de baño cuando la sintió, abrazándolo. Pudo gozar la tensión de esas piernas macizas, apretándolo, mientras ella reía y temía por su vida. Nazarina intentaba mantenerse a flote, pero Antonio sólo pensaba en lo dura que estaba su cosa. Luego de un forcejeo juguetón se quedaron en silencio. Antonio quedó cautivo, contemplando los labios trémulos y amoratados de Nazarina. Acercó los suyos lentamente, con sigilo, mientras ella lo miraba con un ratón aterrorizado. Sintió el leve roce de sus bocas; luego el rechazo. Nazarina torció su rostro.
-Eres mi jefe –dijo ella. Antonio tenía que pensar rápido. No le gustaba pensar rápido.
-Pero eso no importa –fue lo único que pudo decir-. Todo está tan bien.
-No –insistió Nazarina-. ¿Cómo va a ser eso, pues?
Se apartó de él y salió de la piscina. Antonio la siguió. Se sentaron un momento sobre las perezosas, callados, como si fueran cómplices de un crimen.
-Debo irme –dijo ella-. Nos vemos más tarde para ver lo último de la inauguración.
-Todo saldrá bien mañana, Nazarina. Ya lo verás.
***
Antonio intentó fumar un cigarro, pero sintió que se ahogaba. Esperaba a Nazarina afuera del supermercado, frente a la plaza de armas. La noche era absoluta, con estrellas incrustadas en un cielo oscuro y conmovedor. Huánuco tenía un ritmo lento, cadencioso, repetitivo. La gente daba vueltas a la plaza en grupos, intercambiando palabras breves, risas. En los bares aledaños, un grupo nuevo de borrachos reemplazaba a los de la tarde, que previamente habían reemplazado a los de la mañana. La ciudad era cruel con su gente, incapaz de brindarles alternativas. O bebías hasta la inconsciencia o te subías al tiovivo interminable de la plaza. Antonio sabía que el supermercado daría un cambio. Por una vez en su vida, sintió que era parte de algo importante. Luego recordó la oficina, su casa, el llanto del bebe y los achaques de Cintia.
Divisó a Nazarina caminando por la plaza. Su andar era presuroso. Antonio cruzó la calle para darle el encuentro. Quedaron frente a frente cerca a la pileta central. Nazarina tenía el rostro pesado. Saludó a Antonio sin darle un beso en la mejilla. Antonio sintió el incordio. Estaba avergonzado por el incidente de la tarde pero, aún así, le costaba ser indiferente ante la belleza cada vez más notoria de la jefa de tienda.
-Lamento lo que pasó –dijo Antonio. Nazarina apenas lo dejó terminar:
-Está bien.
Antonio insistió:
-En serio. Me caes bien. Quisiera que seamos amigos.
El rostro de Nazarina se alivió. Sus ojos recuperaron el brillo y su sonrisa empezó a iluminar la noche.
-¿De verdad? –preguntó. Antonio extendió sus brazos y ladeó la cabeza.
-De verdad.
Se abrazaron. Luego subieron hasta la oficina y revisaron el stock de productos. Antonio le echó una revisada al vuelo a todos los documentos. Todo parecía estar bien.
-Creo que estamos listos para mañana –dijo.
Nazarina dio unas palmaditas nerviosas:
-Mañana será un gran día.
Antonio le sugirió ir a algún lugar para brindar. Nazarina lo pensó por un momento antes de sugerirle que fueran a la laguna. Antonio no tenía idea de qué sería eso, pero le pareció buena idea.
Subieron a una mototaxi, que les cobró dos soles por llevarlos hasta la laguna. “Es que es lejos, señorita” dijo el chofer mientras manejaba. Antonio rió al escuchar a Nazarina, quejándose del maltrato hacia el turista. En el fondo pudo notar cierta vanidad en ella. Tal vez de que la confundieran con una capitalina, pensó.
Era en realidad una laguna enorme, rodeada de arboles y cortada por un puente elevado. En el fondo, dos cerros formaban un embudo por donde asomaba la luna. Las motos surcaban los alrededores, recogiendo y dejando jóvenes con espíritu de fiesta. Antonio siguió a Nazarina hasta la zona de los bares y discotecas. Terminaron sentados en un segundo piso. La vista hacia la laguna era hermosa, sólo contaminada por el ruido asordante de la música.
Pidieron cerveza. Antonio le sugirió a Nazarina que se animara por algún licor, pero ella solo atinó a decir “lo mismo que tú bebas”. Chocaron sus botellas.
-Después de mañana ya puedes pensar en trabajar en la capital –Dijo Antonio, y echó un trago.
-Eso espero –contestó Nazarina, sorbiendo la cerveza con cierto recato.
-Hablaré con la gente en Lima para que te tengan en cuenta –mintió Antonio-. Tengo contactos que te ayudaran.
Brindaron de nuevo. Cada cerveza fue una oportunidad para ambos. Antonio mezcló mentiras con verdades al momento de contar su vida; Nazarina, en cambio, se dedicó a contarle todo lo que haría después de cobrar su primer sueldo en Lima. Mientras Antonio cubría con niebla su pasado, Nazarina creaba nubes enormes en el futuro de su vida. La cerveza fue adormeciendo sus conciencias, los hizo reír al borde del llanto con anécdotas de oficina y chistes mal contados. Los animó a bailar, tomados de la mano, entre abrazos gentiles y movimientos lujuriosos; evaporó la delgada línea que los separaba.
Salieron del bar con un par de botellas en la mano, riendo. Subieron a una moto y se perdieron entre las luces cansadas de la ciudad, que empezaban a contrastar con la claridad de la mañana.
***
Antonio despertó en el hotel, desnudo. Su ropa estaba regada por toda la habitación. Puso los pies en el suelo y sintió un dolor agudo. Se fijó. Era su reloj. No logró encontrar su celular. No importaba. Al mirar la hora sintió que su alma escapaba del cuerpo, que su estómago vacío volaba a mil kilómetros por hora. Hacía tres horas que se había inaugurado la tienda.
Mientras se daba una ducha rápida pensó en Nazarina y trató de recordar los pormenores de la noche. Recordaba las cervezas interminables, el baile. Podía jurar que había vuelto a besarse con ella. Se preguntó si habrían hecho el amor. Mientras se vestía, echó un vistazo a la habitación, buscando alguna prueba que le demostrara que había sucedido algo. Pero solo estaba su ropa y el desorden de un borracho que había sufrido para encontrar su cama. Se puso el reloj en la muñeca y salió de la habitación.
Al cruzar la puerta del hotel, quedó paralizado.
Desde ahí podía ver el tropel de gente que se amontonaba en la entrada del supermercado. Con el poco valor que le quedaba, cruzó la plaza de armas casi corriendo, pero bajó el ritmo de su andar cuando empezó a notar que el caos que reinaba dentro de la tienda era mil veces peor. La gente entraba y salía por cualquier lado, las alarmas contra robo sonaban sin que nadie verificara las compras; más allá de las cajas, un grupo de gente hacía reclamos por productos en mal estado y electrodomésticos que no funcionaban. Antonio tragó saliva, ya estaba a unos pasos del supermercado cuando unos empleados se le acercaron para pedir instrucciones. Lo bombardeaban con preguntas incomprensibles, hablando todos a la vez, produciéndole una jaqueca similar al golpe de un taladro sobre una campana de catedral. Antonio forcejeó con algunos clientes iracundos, esquivó a algunas cajeras que estaban al borde del llanto y subió al segundo piso.
La oficina estaba con la puerta cerrada. Antonio tocó varias veces sin recibir respuesta. “Nazarina, abre. Soy Antonio”, dijo, finalmente. La puerta se abrió entonces. Antonio vio a un empleado salir, sin mirarlo. Cuando entró, Nazarina estaba sentada frente al escritorio, con un mar de papeles regados encima. Sus ojos, llorosos, parecían buscar una respuesta a todo el caos que reinaba en la primera planta. El teléfono de la oficina sonaba incansable. Antonio empezó a sentirse inmerso dentro de una burbuja soporífera. Podía escuchar los latidos de su corazón. El teléfono seguía sonando sin parar
-¿No piensas contestar? –preguntó. No obtuvo respuesta.
-Contesta tú, amor. Deben ser de la oficina.
Antonio puso la mano sobre el teléfono, cuando sintió un helor en la nunca que lo detuvo.
-¿Cómo me llamaste?
Nazarina levantó la mirada, sin dejar de apilar los papeles.
-Dije que contestaras tú, cielo. Estoy ocupada, mi vida, ¿no ves?
Antonio cerró los ojos, su mente bullía, tratando de descifrar imágenes difusas: un calzón negro. Una piernas rebeldes, el sube y baja de su cintura taladrando el vientre de Nazarina. Quiero estar contigo, Nazarina. Quiero que seas mi novia…
Antonio todavía podía escuchar el eco de su voz perdiéndose en su mente. Levantó el auricular. La voz furiosa de su gerente lo hizo mojar sus axilas.
Sí, señor. Lo sé señor, me he percatado de eso. No señor. Tuve un contratiempo. Lo revisé. Todo parecía estar bien. Sí, señor, así debe haber sucedido. Era mejor eso señor. Debió hacerse así. Sí, señor. Que sea de Lima de ahora en adelante. Yo me encargo. Eso le diré. Claro que sí, señor.
Cuando colgó el auricular, vio que Nazarina tenía los ojos fijos en él, como cuando la conoció. Parecían años desde entonces y tan sólo había trascurrido horas.
-¿Qué cosa será de Lima de ahora en adelante, cielo? –preguntó ella.
Antonio tomó aire, tragó saliva. Levantó la cerviz y apretó los labios. Se sintió una mierda.
-Señorita Tello. Las cosas se han salido de control, lo que muestra su ineficiencia para el cargo que se le ha encomendado…
-¿Qué dices, Toñito?
-Por decisión de la gerencia comercial, queda usted despedida…
-¿Qué te pasa, cielo?
-Le pido por favor que guarde la compostura al momento de referirse a mi persona.
-¿Así nada más?
Antonio no dijo nada.
-¿Pero y todo lo de anoche, amor?
Antonio seguía mudo.
-¿Lo de anoche, Antonio?
-Anoche no pasó nada, señorita Tello.
-Anoche me hiciste el amor, huevón –gritó Nazarina.
Antonio abrió la puerta rápidamente y llamó a seguridad. Los pasos de los vigilantes subiendo las escaleras empezaron a cobrar intensidad. Nazarina se puso de pie y empezó a aventarle lo que tenía a la mano. Antonio se cubrió el rostro, mientras la lluvia de útiles de oficina lo lastimaba.
-Le haremos llegar su liquidación conforme a ley…
-Cállate, mierda. Cállate.
-Más una indemnización por el tiempo trabajado…
-¡Eres un maricón! ¡Maricón!
Los vigilantes entraron a la oficina y sujetaron a Nazarina de los brazos, sin impedir que Antonio recibiera un escupitajo. Entre golpes y patadas, lograron sacarla de la oficina y echarla del supermercado. Dos empleados se acercaron a Antonio para ayudarlo y limpiarlo todo lo que le había llovido, pero éste se sacudió de ellos de mala gana.
-Déjenme. Largo.
Luego de unos minutos la oficina quedó vacía.
Antonio se asomó a la ventana. Desde ahí pudo ver a Nazarina, despeinada, con la ropa rotosa, aventándole los tacos a los vigilantes. La policía llegó en un patrullero viejo y se la llevó, entre lágrimas. El teléfono de la oficina volvió a sonar. Antonio contestó.
“Ya está, señor”, dijo. Y colgó.
El caos en el supermercado desapareció lentamente. Cuando se dio cuenta, las cosas fluían tranquilas, sin problemas. Todos estaban en su lugar. La gente entraba y salía cargando bolsas enormes. Alguien vendría de Lima para tomar las riendas de la tienda. Eso estaba bien para él. Pensó en Cintia, en su pequeño Rodrigo y ese llantito conmovedor que tanto le gustaba. Su bus salía esa noche del terminal; mañana estaría en Lima, listo para regresar a la oficina, a su pequeño cubículo donde el día se pasa tranquilo, sin los alborotos de un supermercado. Él era una pieza pequeña dentro de algo grande. Pronto estaría en Lima. En su dulce hogar.