Literatura

CUENTO: DAWN PATROL de Luis Humberto Moreno Córdova

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DAWN PATROL

Escribe Luis Humberto Moreno Córdova

A través de la ventana puede verse el estacionamiento, la gente en sus autos buscando un lugar donde aparcar. En el cielo, los globos aerostáticos levantan vuelo, con su tripulación ocupada en soltar el lastre para ganar altura. En el café el ambiente está lleno de voces confusas. La gente desayuna, mientras leen las noticias del día o conversan entre ellos. Desde la cocina llega el sonido de platos quebrándose. Sofía, se asusta. “Mierda”, dice. Amanda está frente a ella. Intenta tomar su mano para calmarla, pero Sofía la rechaza.

Amanda mira el cielo a través de la ventana. El sol convierte sus ojos en dos zafiros.

-Cuando llegué a esta ciudad –dice-, encontré un trabajo en un café en Los Ranchos. Me fue tan bien, que por un momento creí haber nacido para eso.

Sofía no contesta. Una mesera se acerca con el pedido: lleva dos filtros de café, jugo de naranja y tortillas con huevos revueltos. En la calle, una camioneta con altavoces en el techo anuncia la fiesta de tallados en el Góndola club. Unas campers van en el otro carril rumbo al Balloon Park. Amanda pide un poco de tocino.

-Prometo que mañana haré una hora más en la caminadora –añade, sonriendo.

Sofía retira el filtro, toma un par de sobres de edulcorante y endulza su café. Muerde una tortilla. Tiene la mirada puesta en el vacío. Amanda observa sus movimientos extraviados, su silencio. Siente un vuelco de frustración acumulándose en su estómago. Golpea la mesa.

-¿Sabes todo lo que tuve que hacer para que pudiéramos salir con el dawn patrol? –le pregunta con tono ofuscado. Sofía baja la mirada. Parece buscar alguna respuesta en el parqué del piso.

-Lo sé –dice finalmente-. Y ha sido genial, Amanda. Pero…

Amanda se recuesta en el respaldar de la mesa.

-Pero no sientes no lo mismo, ¿verdad?

Sofía revuelve su café.

-Estoy casada, Amanda. ¿Comprendes?

Amanda se muerde los labios. Juega con la comida servida. Los aerostáticos han ganado más altura, se ven como pequeños puntos en el cielo.

-Sabes que tu matrimonio fue un fracaso desde el primer día –dice, con una exagerada suavidad en su voz.

Sofía regresa al mutismo. Recuerda el silencio de la madrugada y el golpe de las piedras en su ventana. Amanda llegó a su casa a las cuatro y media de la mañana para sacarla casi a rastras. “Es una sorpresa”, le dijo. Sofía subió a la camioneta, pensando en el vacío que había encontrado en el otro lado de la cama: Bruno tenía toda la semana de guardia en el hospital.

Amanda le entregó una taza viajera con café. Al notarla pensativa, puso una mano sobre su pierna.

-¿De guardia otra vez? – le preguntó.

Sofía asintió apenas, antes de sorber un poco de café de la taza.

-Que marido tan abnegado –dijo Amanda, en tono sarcástico.

Sofía quería darle la contraria, decirle que las cosas que hacía Bruno bien habían valido la pena para encontrar un nuevo lugar, una vida cómoda y buenos ingresos. Pero Amanda sabría que era mentira. Su matrimonio no prosperaba, estaba harta de vivir sola en una casa extraña, alejada de su familia. Albuquerque no había sido el paraíso que ella esperó encontrar, ni mucho menos el lugar donde por fin podría compartir una vida al lado de su esposo.

-A veces me hubiera gustado decirle ‘no’ y haberme quedado en Lima –claudicó.

Amanda acarició su muslo, le dejó dos palmaditas de aliento:

-No tendrás mucho tiempo para pensar en eso – le dijo, y prendió la radio.

Condujo tomando la interestatal, por donde se veían los negocios de camiones, mueblerías y almacenes bajo el cielo oscuro de la madrugada. Sofía terminó su café y cambió el dial de la radio hasta que se topó con música disco. Ambas se pusieron seguir el ritmo, sacudiendo los hombros, cantando, moviendo los labios de forma exagerada. Rebasaron un par de automóviles y algunas campers antes de salir por la auxiliar y doblar en el bulevar Alameda. Sofía pudo ver los globos aerostáticos iluminados por el fuego de sus quemadores, como enormes focos intermitentes prendiéndose en la oscuridad. Amanda sacó su celular e hizo una llamada. Las rejas de la zona de despegue se abrieron. Un tipo con sombrero tejano les pidió que lo acompañaran. Amanda tomó de la mano a Sofía que miraba a los equipos de vuelo trasladando las canastillas de mimbre, cargando los balones de gas propano, mientras algunos globos empezaban a elevarse.

-Mark, Nils, ella es Sofía –dijo Amanda-. Sofía, te presento a nuestros pilotos.

Eran dos tipos que parecían saber lo que hacían. Mark sujetaba un ventilador, mientras llenaba de aire el envolvente. Nils empezó a calentar el aire con el quemador. Ambos levantaron sus manos a manera de saludo, sin mostrar mucho interés. La canastilla de mimbre empezó a enderezarse y el globo empezó a desplegar su forma. Era Azul, con pintas celestes y verdes. El hombre de sombrero tejano les dio dos credenciales a nombre de Amanda y de Sofía. “El down patrol marca el camino para el resto. Disfrútenlo. Buen viaje, señoritas”, les dijo con una sonrisa cordial. Amanda sacudió las credenciales en el rostro de Sofía, mientras sonreía y mordía la punta de su lengua.

-Nunca he subido a un globo –dijo Sofía con cierto temor. Su miedo se incrementaba mientras veía la enormidad del aerostático imponiéndose ante sus ojos.

-No tengas miedo –le dijo Amanda-. Mark y Nils nos van a devolver sanas y salvas, ¿verdad chicos?

Ambos estaban dentro de la canastilla de mimbre, probando la radio y el GPS. Asintieron sin decir palabra alguna.

-¿Lista? –le preguntó Amanda. Sofía movió su cabeza. Amanda volvió a tomarla de la mano.

Subieron a la canastilla y se apoyaron en sus bordes. Sofía miraba el interior como una niña dentro de la casa de muñecas. El globo comenzó a elevarse. La gente en tierra estiraba su mano para despedirse de ellas. Otros globos también ganaron altura, iluminando el final de la madrugada y dispersándose por el cielo que empezaba a clarear. Mike conversó por radio con los pilotos de otras tripulaciones sobre el tiempo, el viento y la altura. Amanda pudo reconocer también la voz del hombre de sombrero tejano, que al parecer los seguiría desde tierra para luego ayudarlos a aterrizar. Sofía seguía apoyada en el borde, mirando las montañas Sandía al oeste, una cadena de rocosas con escasa vegetación, el monumento natural de la ciudad. Podía oír también las cuerdas del globo tensándose, el sonido del viento llevándolos con rumbo incierto. El sol empezó a asomar entre las montañas creando un cielo columbino y apagando las últimas estrellas de la madrugada.

La sensación de libertad que Sofía sintió no se parecía a nada que haya sentido antes. Podía sentir el frescor del viento matutino entrando a sus pulmones, revitalizándola. Albuquerque se presentaba ante ella como una ciudad hermosa, que apagaba sus luces nocturnas para darle paso a una mañana floreciente. No era ya la ciudad de gente extraña, de barrios complicados y vecinos ausentes. La universidad de Nuevo México y el hospital podían divisarse ligeramente al sur. Pensó en Bruno: estaría manejando su auto de vuelta a casa. Amanda se acercó a ella con una botella de vino.

-Salud –le dijo- por los seis meses en esta ingrata ciudad.

Sofía tomó la botella y echó un trago. Nils y Mark parecían ajenos a ellas ocupados en buscar la corriente de aire adecuada para alejar el globo de las montañas.

-Esto es realmente hermoso, Amanda –dijo Sofía-. Nunca pensé que existiera algo semejante. Ha sido el mejor amanecer de mi vida.

-Hoy es un día de cambios –respondió Amanda-. Nuestra vida a partir de hoy será otra.

Sofía se acercó y le dio un beso en la mejilla. La abrazó fuerte. Amanda se dejó querer sin hacer movimiento alguno, incapaz de reponerse de la sorpresa.

-No hubiera sido sencillo sin ti –le dijo Sofía, echando otro trago.

Amanda se puso a su lado, mirando por un largo rato las casas en los alrededores y el valle. El sol seguía tomando altura y la vida empezaba a surgir en la ciudad, mientras algunas personas se aglomeraban en terrazas y parques para contemplar el espectáculo de los globos en el cielo.

Sofía intentó decir una palabra más, para dejar en claro lo feliz que estaba, pero no pudo. Amanda la tomó del rostro y le dio un largo beso en los labios. Al principio, Sofía sintió que el beso producía en ella una sensación agradable, un calor intenso en su cuerpo, un temblor en su espalda, pero el rostro de Amanda apareció en su mente, mezclada con la imagen de Bruno y no pudo soportarlo. La apartó con delicadeza.

-Lo siento Amanda –le dijo sin mirarla, mientras pensaba en los dos pilotos del globo que estaban frente a ellas-. No puedo hacer esto.

Mantuvo la mirada gacha, tratando de buscar alguna otra palabra que la libre del momento. Amanda se quedó mirándola. Sofía podía sentir la mirada de Amanda clavándose en ella como dos pequeños alfileres. Si hubiera estado en tierra, hubiera echado a correr, como lo había hecho antes, en otros lugares, en otras circunstancias, cuando era incapaz de poder afrontar algo. Pero a cinco mil pies de altura, dentro de un reducido espacio de mimbre y frente a dos tipos que nunca antes había visto en su vida, Sofía estaba a punto de entrar en pánico. Intentó buscar una explicación, pero sólo había una y era algo que ella jamás hubiera imaginado. Amanda se adelanto a su conclusión:

-Me gustas mucho, Sofía.

Sofía se llevó las manos al rostro. No se preguntó el momento en que sucedió, ni los motivos por los cuales había ocurrido. Había compartido demasiadas cosas con Amanda, suficientes para que sintiera lo estaba sintiendo. Desde se conocieron en la fiesta benéfica del hospital, las cosas fluyeron demasiado bien para ellas.

La fiesta, como siempre, se celebraba en la primavera, y era el primer evento importante para Bruno en su nueva etapa de médico interno en el hospital de Nuevo México. Sofía no estaba de ánimos; pero Bruno sentía que bien valía ir acompañado de su esposa. Luego de los gritos y la súplica de Sofía para regresar a Lima, subieron al auto en silencio. Al llegar,  Bruno prefirió quedarse en el salón principal, conversando sobre diagnósticos, tratamientos y los nuevos proyectos de la universidad. Sofía, ofuscada, decidió alejarse lo más que pudo, y llegó a la exposición de arte local, donde un grupo de artistas estaba subastando sus obras para donar el dinero a labores benéficas de la universidad. Amanda era uno de ellos. Su pintura mostraba a una danzarina flamenca de vestido púrpura sobre el tejado dorado de una ciudad. Sofía y Amanda se quedaron sentadas un largo rato, mientras oían el recital de piano con la música de Lou Reed. Amanda trabajaba como curadora en la facultad de Arte de la universidad. Era española, de acento sureño, pero nacida en Madrid. Era mayor que Sofía por tres años y vivía en Albuquerque desde hacía diez, cuando su padre emigró para montar una pequeña galería cerca del centro que terminó absorbida por una compañía de seguros. Sofía no tuvo ganas de contarle lo infeliz que era en la aridez de Albuquerque para no lucir como una idiota inconforme en medio de buena música y una conversación agradable. Amanda le propuso tomar un café la semana siguiente. La relación empezó a estrecharse desde entonces.

Se reunían en la pequeña casa de Sofía en la villa Netherwood, o a veces pasaban la tarde en el centro tomando café y recorriendo los centros comerciales. Los fines de semana, cuando Bruno prefería estar solo para poder estudiar tranquilo, se iban al zoológico de Río Grande o al Pueblo Viejo, donde visitaban las galerías de arte, almorzaban filetes en La Hacienda y escuchaban las serenatas en la pérgola del parque central. Amanda era una mujer aplomada, que parecía no complicarse ante el peso de los problemas. Parecía del tipo de persona que nunca echaba una lágrima por otra cosa que no sea la muerte. Vivía alegre, caminaba con soltura y desenfado y gustaba de fumar cigarros delgados con sabor a menta.

Sofía en cambio, se sentía totalmente opuesta a ella. No era insegura, pero sin duda la soledad y la distancia que había marcado con su esposo la habían afectado. No era tan suelta, ni atrevida, ni risueña como Amanda; pero con el tiempo alimentó la curiosidad por conocer algo de lo que la rodeaba. Al lado de Amanda pudo visitar bares, tiendas, pequeños lugares donde la vida podía cobrar forma. Su casa empezó a tomar color con las pinturas que Amanda solía regalarle, con los adornos y los atrapa sueños que compraban en White Horse.

En ocasiones, Amanda se ausentaba por semanas, perdida entre actividades que la obligaban a viajar a ciudades vecinas. A veces sólo iba a Santa Fé; pero otras tantas, a Nueva York. Cuando eso ocurría, Sofía sentía caer en el vacío de siempre, abrumada por la soledad de su casa y la distancia que la separaba de su esposo. Entonces sentía ese nudo en el estómago y la invasión desalmada de los recuerdos al lado de Amanda. Cogía el teléfono e intentaba saber de ella. Pocas veces podía encontrarla. A veces, al dormir, sufría malestares pensando en la posibilidad de que Amanda se quedara en Nueva York para siempre. No podía evitar derramar algunas lágrimas, pero el teléfono sonando a la mañana siguiente y la voz de Amanda diciéndole que estaba de vuelta, era suficiente para calmar su miedo y sacarla de la cama a toda prisa para volver a tomar por asalto la ciudad.

La vida se reanudaba para ellas. Se perdían en el Cotton mall, incinerando la tarjeta de crédito, comprando buenas botellas de vino para tomarlas en casa de Amanda, mientras charlaban sobre la vida y los viejos amores. En esas tardes, Sofía le contó sobre Bruno, sobre lo grata que era la vida en Lima y lo infeliz que había sido su matrimonio desde el primer día en que durmieron juntos. Amanda le contó que una vez estuvo a punto de casarse y regresar a España con un escritor mejicano que consiguió una beca en la universidad e Barcelona. “Terminé con él el día de la fiesta”, le contó Amanda. Sofía levantó su botella y brindó por eso. “Eres increíble Amanda”, le dijo. Se prometieron veranear en California, pero Bruno no estuvo de acuerdo con que Sofía se fuera sola. Esa tarde la relación entre Bruno y Sofía tocó fondo, Bruno le arrebató el celular a Sofía y le pidió a Amanda que no le metiera más ideas insensatas en la cabeza. Sofía sólo atinó a gritar y decirle que él había sido el peor error que había cometido en su vida. No se hablaron por muchos días, mientras el verano derritió toda posibilidad de perdón. Sofía se quedaba en casa, sin mucho que hacer, elevando la cuenta del teléfono llamando a su familia y a viejas amistades. Pensaba en aquellos romances que dejó de lado, impresionada por el talento de Bruno. Lloró incontables veces, cuando los días se hacían largos y no había nada que hacer más que rogar que la universidad la aceptara –al menos- como voluntaria para ocuparse en algo. A veces recibía postales de Amanda, diciéndole lo mucho que la extrañaba, lo mal que sentía por estar en California sin ella. Sofía tenía ganas de robarse el dinero de Bruno, comprar un pasaje y largarse con todas sus cosas. Pero la poca sensatez que le quedaba lograba retenerla.

En una última postal, Amanda le pidió que estuviera libre en otoño, que no hiciera planes. Le prometió buscarla una de esas noches. “Tal vez le tire algunas piedrecillas a tu ventana, para que tu esposo no nos pille”, le escribió. “Es una sorpresa”. Las dos amigas se abrazaron al encontrarse en el aeropuerto luego de las tres semanas de distancia. Amanda lucía la piel morena tras sus ojos azules intensos. Se había tatuado un abanico flamenco en su espalda. Sofía lo notó de inmediato. “Eres increíble”, le dijo una vez más. Amanda la abrazó. Sofía la quería.

-Pensé que sentías lo mismo por mí –añadió Amanda. El globo descendió algunos metros. Sofía se tomó un tiempo antes retirar las manos de su rostro:

-Yo no soy así.

Nils conversó por radio con personal del Balloon Park. Mark sujetó el calentador, esperando que el globo bajara hasta la altura necesaria antes de calentar nuevamente el aire.

-Yo tampoco –le dijo Amanda-. Nunca me había pasado antes. Piénsalo Sofía. Esto no puede terminar así. Todo estaba bien entre nosotras. Puedes vivir conmigo si quieres, podemos incluso mudarnos a Santa Fe si tienes miedo de Bruno.

Sofía la vio acercarse nuevamente. Pensó que intentaría besarla de nuevo. Soltó la botella de vino y la empujó. Amanda perdió el paso, cayó encima de Mark que perdió el control de quemador. El fuego le hizo un hoyo a la base del envolvente. Mark empezó a maldecir en inglés, mientras Nils las increpaba a las dos por el descuido. El globo empezó a perder altura. Los dos hombres intentaron tomar el control de la situación, les pidieron a ambas que se sentaran en el piso de mimbre y se mantuvieran quietas. Nils volvió a tomar la radio y a comunicarse a tierra para un aterrizaje de emergencia. Mark enderezó el quemador y trató de mantener altura. Conforme se acercaban a tierra podían ver los árboles puntiagudos alrededor de la laguna Shady. Sofía y Amanda permanecían en silencio sobre el piso de mimbre, conteniendo el miedo. Escucharon el roce de la canastilla contra los árboles, luego el sonido del agua debajo de ellas. Finalmente un golpe brusco las devolvió a tierra.

La canastilla de mimbre terminó de lado, Amanda encima de Sofía; Mark y Nils lejos de ellas, corriendo para recoger el evolvente, sin siquiera preguntarles si se encontraban bien. Luego de unos minutos, una camioneta roja apareció, deteniéndose bruscamente. Amanda reconoció al hombre de sombrero tejano que sostenía una radio en la mano. Otros hombres estaban con él. Se fueron a ayudar a recoger el envolvente, guardar el quemador y limpiar la canastilla de mimbre. El hombre de sombrero tejano se acercó donde Amanda y Sofía para preguntarles si estaban bien. Ambas asintieron, todavía remecidas por el aterrizaje. El hombre les dijo que incluiría el problema de globo en la factura. Amanda asintió. Otro vehículo llegó para llevarlas de vuelta al Balloon Park.

Las dejaron en el estacionamiento, donde Amanda había parqueado su camioneta. El seguro de la alarma sonó. Sofía se quedó de pie, mientras Amanda subía y echaba a andar el motor.

-Voy a llamar a Bruno para que me recoja –dijo Sofía con la mirada gacha.

Amanda se apoyó en el volante y resolló.

-No tienes que portarte como una niña, coño –le dijo-. Venga, desayunemos. Y luego te largas a tu casa a ser putamente infeliz o lo que quieras.

Sofía movió los labios pero no llegó a decir nada. Decidió subir.

La mesera trae una bandeja con pequeños cortes de tocino frito. Amanda prepara una tortilla enrollada, toma un poco de jugo. Sofía sigue en silencio, pensando en su matrimonio, en el beso que Amanda le dio cuando surcaban el cielo. Puede recordarse feliz al lado de ella, en lugar de arrostrar la soledad de su hogar.

-No puedo dejar a Bruno, Amanda –dice finalmente. Amanda la mira, sus ojos son dos pozos garzos, rebosantes de preguntas.

-No puedo dejarlo porque no te quiero –añade Sofía-. Sólo nos hemos divertido. Pero no siento, ni sentiré lo mismo por ti.

-Solo nos hemos divertido… –repite Amanda con la voz apagada. Sofía se percata de la humedad en los ojos azules de su amiga. Toma una servilleta y decide sentarse a su lado para pedirle disculpas. No ha querido decirle eso. No ha querido lastimarla. Ella ya ha sabido de ese tipo de lágrimas. No puede soportar la idea de ser capaz de hacerle lo mismo a alguien que ha estado con ella, ayudándola a soportar la soledad.

-Solo nos hemos divertido…

Sofía está a punto de ponerse de pie, pero puede evitar la bofetada. Amanda la golpea en la mejilla.

-Mereces quedarte con ese idiota –le dice Amanda, en un inglés fluido, como queriendo que todo el mundo sepa la historia, mientras Sofía se toma el rostro y el salón se queda en silencio contemplando la escena-: Arruinas todo lo que tocas.

La mesera se acerca para pedirles que se tranquilicen. Amanda da media vuelta y sale del café. Sofía puede escuchar el motor de su camioneta encendiéndose, el ruido de las llantas quemando el asfalto para salir de ahí y olvidarla para siempre. Sofía hubiese podido decirle que se detenga, ir tras ella, disculparse, pedirle una oportunidad para tratar de aclarar sus sentimientos. Pero en lugar de ello no hace más que quedarse callada, conteniendo las lágrimas y frotando su mejilla sonrosada por la mano de Amanda. Aún así, a pesar de todo  el sentimiento vertido por tierra, desinflado, caído desde el cielo y hecho añicos, Amanda no se había equivocado en nada de lo que había prometido: Su vida, a partir de ese momento, sería otra.

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