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CUENTO: «Como todo lo prometido» de Luis Humberto Moreno Córdova

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CUENTO

«Como todo lo prometido» de Luis Humberto Moreno Córdova

             
Cuando desperté era tarde, Patricia se había marchado, y era para siempre. Yo sabía que estaba harta. Harta de mí, harta de esa línea inalterable en la que me había convertido. No había sido injusta; tomó sólo aquello que le pertenecía: Su ropa, sus perfumes, sus implementos de arquitectura, una foto que tuvimos juntos y un recuerdo de cuando fuimos felices. Incluso había limpiado la sala, dejado algo de comida en la nevera y cambiado la cortina de la ducha. No se había tomado el trabajo de escribirme una nota exponiendo los motivos de su partida, porque yo los sabía de sobra; pero los detalles que tuvo antes de marcharse, el cuidado de dejar todo limpio y proveerme alimento, demostraban su preocupación por mí.

Eran más de las tres cuando desperté y consulté el reloj. Me había levantado con torpeza, asfixiado por el ambiente pesado de la habitación. El olor rancio a mala noche, a caudales de licor, parecían aplastar mi vida, reduciéndolo todo a una expresión misérrima. Estaba desnudo, con algunos moretones en los brazos, tal vez por alguna caída o algún tropezón que me era imposible recordar. Remojé mi cabeza en el lavabo por mucho tiempo, rogando que el agua fría me devolviera algún recuerdo de cómo llegué a casa esa noche, la última noche al lado de Patty (Aunque ella detestara que la llamara así). Mientras me secaba la cabeza noté los dobleces del papel higiénico en el tacho. Patty sólo los doblaba así cuando lloraba. Puta madre, pensé, ella había llorado. La cortina de baño era nueva, de color azul, con dibujos de pececitos, como si los hubiera hecho un infante, el hijo que siempre nos prometimos, con el que jugaríamos los domingos en el parque.

Ya vestido me dirigí a la sala. La encontré limpia. Noté que las alfombras habían sido sacudidas, y que los muebles estaban aspirados. En el pequeño escritorio, que daba para la ventana con vista a la calle, las cosas de Patty habían desaparecido. No estaban las reglas, las escuadras, los lápices ni las cuchillas. Todos sus planos se habían hecho humo. El escritorio estaba totalmente vacío. Mi alma empezaba a sentirse igual. En uno de los aparadores noté la ausencia de una foto en la que estábamos abrazados, en una piscina, cuando todavía creía en mí, cuando tenía fe en nuestro futuro. Entonces tenía el cabello negro, rizado; su sonrisa era tierna, sus ojos lo absorbían todo. Noté también la ausencia de un adorno que compramos en nuestro primer viaje a Valparaíso. Quizá el mejor de todos los viajes que hicimos, pero sin duda, en el que mejor nos amamos.

Sentí el revoloteo hambriento en mi estómago. Corrí a la cocina. Nada parecía haber cambiado desde la noche anterior. Cuando abrí la nevera la encontré llena. Había mantequilla, jamón, mermelada, leche, huevos y yogurt de Guanábana, mi favorito. Ah Patty, Patty. Siempre solía engreírme con detalles como esos. No era un prodigio cariñoso, no gustaba de andar abrazada a mi o tomada de mi mano, pero tenía gestos que podían compensarlo todo. Que la ponían en contacto conmigo con mucha más contundencia que una caricia.

Me preparé un sánguche con jamón y revolví un par de huevos en la sartén mientras recordaba el inicio de la noche anterior. Yo había salido temprano de la oficina, dejando varios asuntos pendientes, con la amenaza de mi gerente de despedirme si para el lunes no estaban resueltos. Hacía mucho que la oficina no era más que una prisión para mí. Recuerdo que Patricia, preocupada por mi futuro, me había recomendado cambiar de empleos, buscar ascensos, conocer nuevas personas. Yo había cumplido con cada una de sus sugerencias. Dejé la compañía pesquera para irme a la compañía de valores, pero igual me sentí mal; dejé la compañía de valores para mudarme a la consultora, pero el resultado siguió siendo el mismo. Mis jefes no tenían queja de mi desempeño, pero tampoco me veían con ojos favorables. Siempre llegaba a revolver las cosas, a mover la conciencia de la gente, a crear tensión entre los trabajadores ordinarios y la alta gerencia, a enfrascarlos en conversaciones sobre sueldos bajos, sobre horas extras ignoradas y vacaciones acumuladas. Siempre terminaba en la mira de mis gerentes o directores, aunque les era imposible despedirme.

Teníamos esa reunión en el club, con sus amigos de la universidad. Me recordé vistiéndome después de una ducha reparadora. Patty estaba colocándose un vestido negro. Sujetaba una tira alrededor de su cuello, dejándome apreciar un escote maravilloso que mostraba su piel canela y esas machitas de nacimiento en la curvatura de su espalda que yo solía besar en noches frenéticas. Se había puesto unos aretes largos y sonreía. Nos besamos al salir de casa. Ella quiso conducir. Pusimos un CD de Pulp, uno de los pocos grupos que teníamos en común.

No conversamos nada importante en todo ese tiempo. En el dormitorio habíamos hablando un poco de nuestro día en el trabajo. Me interesaba más escucharla a ella, con sus proyectos, con esa gente de dinero que levantaba casas preciosas en la periferia de la ciudad. Comparado a eso, mis días de oficina, sentado al lado de diez tipos más en una habitación sin ventanas, no eran nada. Conversamos también sobre los invitados a la fiesta de esa noche. En su mayoría compañeros de la universidad, casi todos casados, algunos con hijos. Hacía mucho que Patricia no había tenido oportunidad de encontrarse con ellos. En algunos casos sólo los recordábamos por sus matrimonios, a los cuales nos habían invitado. Comentamos algunas cosas más sobre sus amigos, la caída de cabello de tal, los kilos de más de alguna de sus amigas, hasta que nos besamos al salir y subimos al auto.

El club no quedaba lejos. Teníamos que tomar la autopista que conducía al hipódromo y virar a la derecha en la avenida que iba rumbo a la universidad en la que Patty había estudiado. Nos tomó apenas quince minutos llegar. Sólo escuchamos dos canciones del disco, porque mi teléfono sonó y Patty apagó la radio. Apenas pude esbozar unas palabras. Era mi gerente, un tipo adicto al trabajo, ufano y conflictivo, que me llamaba para revisar algunos temas en la agenda de la próxima semana. Estaba aún en su oficina y, según me dijo, tenía para rato. Tenía las preguntas y las respuestas para todo, por lo que me limité a usar “si” y “no” de acuerdo a la conveniencia. Satisfechas sus dudas y sin despedirse, cortó. Solo dijo “ya, perfecto”, y cortó. Me quedé un rato más al teléfono, pensando que seguía en línea, hasta que me di cuenta que no tenía caso. “Muy bien, espero que le haya quedado claro”, dije, y guardé el teléfono. Patricia me miraba.

-¿Todo bien?

-Todo bien. Ese idiota sigue en la oficina. ¿Puedes creerlo?

-Es un tipo responsable, comprometido con su trabajo –respondió Patty. Me jodía cuando se hacía la moralista, cuando en lugar de respaldar mis ideas, optaba por darme la contraria.

-Nada que responsable. No quiere ir a su casa porque ya está aburrido de su mujer. O porque fácil ha quedado en verse con su amante, la jefa de Marketing.

Patricia detuvo el carro en un semáforo en rojo.

-No quiero que empieces a despotricar del mundo sólo porque tu jefe te ha llamado para hacerte unas preguntas.

Moví mi mano, tratando de restarle importancia a la conversación. Patricia insistió:

-Te estoy hablando. No quiero que estés de mal humor, menos en un lugar donde habrá mucho licor.

Traté de reírme. Quise prender la radio, pero Patricia detuvo mi mano con la suya.

-Te estoy hablando –repitió.

Yo quería ignorarla, tratar de no avivar su preocupación, pero Patricia me conocía demasiado como para dejar pasar mi actitud por alto. Sabía perfectamente el derrotero de mi mal humor, la senda de mi insatisfacción. Sabía que lo más probable era que termine anclado en la barra del bar, tratando de acabarme todo lo que estuviera embotellado. Ya me había perdonado una vez, cuando gasté el sueldo entero de un mes en una fiesta con los compañeros de la empresa de valores, para desquitarnos por no haber sido considerados en los aumentos de sueldo. Luego empezó a perder la paciencia. Siempre que algo me salía mal, siempre que tenía algún roce con algún tipo de las altas esferas (que yo tanto odiaba), Patricia tenía que agotar esfuerzos tratando de ubicarme, lidiar noches enteras con mi celular apagado, con mis amigos borrachos, riendo de complicidad, incapaces de dar razón sobre el paradero de su novio. Patty decidió separar las cuentas de ahorros a partir de ese momento. Recuerdo que, de la cólera, rompí una vieja casita de madera que le había hecho su padre. Esa casita fue la que decidió su destino como arquitecta. Su padre fue un tipo ejemplar, que murió de cáncer cuando ella apenas terminaba la secundaria. Me tomó tiempo reconciliarme con ella. También me tomó tiempo aceptar que después de eso las cosas no serían iguales. Me alejé por un tiempo de mi inconformidad y mis rabietas. Pero ahí estábamos de nuevo, metidos en el auto, discutiendo por la misma tontería. Discutiendo, porque Patty ya no creía en mis desestimaciones, porque sabía que yo era un hombre experto en la materia de arruinarlo todo.

-No estoy de mal humor –le dije, forzando una sonrisa-. Sólo era un comentario.

-Ahórratelos para cuando estemos en casa, Santiago, ¿ok?

Acarició mi mano, frotándola con su pequeño pulgar. Sentí vergüenza. Siempre la sentía cuando me trataba como si fuera un niño.

Estacionamos sorteando a otros autos que estaban en el aparcamiento. Algunas amigas de Patricia saludaban desde la ventana, agitando sus manitas cargadas de anillos y baratijas. Al bajar, patricia las estrechó en brazos. Yo me acerqué con mi mejor sonrisa para saludarlas, también para estrechar las manos de algunos novios y esposos. Había más desconocidos que conocidos, y la lluvia de nombres me impidió siquiera recordar uno.

Entramos por el hall directo al bar principal luego del cual había una piscina y un ambiente enorme con mesas y una pista de baile. Había otro grupo de gente esperándonos. Patricia tomó mi mano, mirándome con ojos cómplices. Supe que se ha calmado, que necesitaba mi apoyo para manejarse ahí dentro. Un mesero nos señaló dos espacios en una de las mesas. Tres amigas más se pusieron de pie y se abrazaron con Patricia. Una de ellas estaba sola, la otras dos estaban con sus novios. Me fijé en los anillos de compromiso, nunca había podido darle uno a Patricia, aunque alguna vez le había prometido hacerlo. Se lo dije en una ocasión, cuando regresábamos de escuchar algo de música en un bar: “Te daré un anillo hermoso”, le dije. “Tendrás que levantar tu mano muchas veces porque todas querrán verlo”.

Dejaron dos botellas de whisky por mesa. También sirvieron vino, cerveza. Yo prefería el bourbon con cola, pero sabía que si pedía uno, la paz establecida con Patricia llegaría a su fin. “Te regalaría cualquier cosa, menos licor”, me dijo una vez, echados en el parque, mientras soplábamos unas Dientes de León que habíamos arrancado a escondidas de los vigilantes. Cuando mis excesos no invadían la atmosfera, nuestra vida era apacible. Solíamos pasar horas enteras acurrucados, conversando de todo lo que nos fuera posible, huyendo del frio. En los veranos, solíamos ir al parque, o a la piscina del club. Entonces podía resistir la vida gris sin recurrir al licor, sin prender un cigarro. Podía asirme a ella y salvarme de todo. Pero la vida se había vuelto para mí una invariable secuencia de actos robotizados: levantarme temprano, manejar, tráfico, llegar tarde, prender la computadora, trabajar, trabajar, trabajar, rogando siempre para que llegue el viernes; aborrecer el final de los domingos, llegar tarde a casa, cuadros, informes, sumas, restas; trabajar, trabajar, trabajar. Todo acompasado por las poses insoportables de mis gerentes. Me serví medio vaso de Whisky.

Las parejas salieron a bailar. Patricia sabía que yo detestaba el baile, así que rara vez me pedía que lo hiciéramos. Sin embargo, en aras de la tregua, decidí animarme.

-¿Bailamos esta? –le pregunté.

Patricia conversaba con una de sus amigas. Me miró brevemente y meneó la cabeza. Luego retomó la conversación. El novio de otra de sus amigas llegó a la mesa con unas bebidas energéticas. Palmeó mi hombro.

-Santiago, ¿verdad? ¿Cómo te va? ¿Sigues en la empresa de valores?

Pregunta incorrecta. Odiaba cuando me preguntaban sobre mi trabajo. De hecho, me había jurado a mi mismo darle 100 soles a cualquier persona que empezara una conversación sin el típico “¿cómo estás?” o “¿qué dice la chamba?”.

-No. Renuncié.

-¿Y dónde estás ahora?

-En una consultora de Recursos Humanos.

El tipo apretó los labios y empezó a asentir con la cabeza.

-Mira. Que genial. Oye, tengo un hermano que…

-No trabajo en selección de personal… –interrumpí. Sentí la mano de Patricia apretando la mía. El rostro del tipo empezaba a descomponerse.

-…Pero veré que puedo hacer por él.

Le di mi tarjeta. El tipo se puso a contarme sobre su nueva camioneta, comprada con un crédito vehicular de primera. Sus palabras empezaron a distorsionarse en mi mente, el tiempo volaba. Su novia se sentó a su lado y lo sujetó del brazo. Por momentos bebía de su vaso y acompañaba algunas de sus ideas con comentarios poco elaborados. Tuve la impresión que se querían, pero que mucho de ese cariño tenía a la camioneta y al dinero del tipo como garantes. La novia cortó la conversación:

-Y, muy aparte, ya hemos separado iglesia para el otro año.

Patricia y la otra amiga se desvivieron en felicitaciones. Me serví otra copa de whisky, esta vez más llena que la anterior.

“Espero que duren”, le susurré en el oído a Patricia, mientras otros aplausos se sumaban a nuestra mesa, amparado por la música de la pista de baile. Patty alejó su cabeza de mi lado y siguió aplaudiendo. Sus ojos me miraron con rencor.

Patricia siempre me había hablado de grandes iglesias y vestidos blancos. Sin embargo, en las bodas a las que habíamos asistido nunca se había animado por tomar el buqué, ni por participar de los ritos –a mi parecer, ridículos- de todas las bodas. Siempre concordábamos en que la boda debe tener significancia para nosotros, no para el resto, que bailar el Danubio delante de doscientas personas, bajar de un caballo o de una carroza, o hacer esas marchas protocolares y ridículas no tenían ningún sentido. La concordancia acababa cuando me oía vaticinar el tiempo que duraría un matrimonio. “No les doy ni cinco años”, me oía decir. “Siete, y eso es” o “estos han gastado su plata por las puras”. Montaba en cólera de inmediato. La ceremonia le podía parecer un ridículo completo, pero el amor, el amor para ella era algo sagrado. Lo respetaba en todos, y detestaba mis ínfulas de vidente, vaticinando el tiempo que duraría el amor para gente que ella estimaba. Yo le había prometido que nuestro matrimonio sería único. Que me tomaría el tiempo necesario y daría el cuidado debido para hacer una ceremonia decente. Nada de bobadas cursis ni fiestas con sombreros de espuma, globos y malabaristas. Me alejaría de lo ordinario, de lo absurdamente común. Luego nos iríamos lejos, por mucho tiempo. Hasta que los amigos más distantes empezaran a echarnos de menos.

-Lo siento –le dije una vez que los aplausos terminaron y las parejas se fueron a bailar.

-Siempre lo sientes. Lo que deberías hacer es ahorrarte los comentarios.

Me serví otro vaso de Whisky, y uno de cerveza para el “bajamar” (lo aprendí de un viejo amigo). Ni siquiera me tomé el trabajo de echarle hielo. El otro tipo que estaba en la mesa, también con su novia, se puso a conversar sobre algunas inversiones que su empresa pensaba hacer en el cono norte de la ciudad. La novia y el primer tipo empezaron a escuchar la conversación con fingido interés, más que todo con la cortesía que te nace luego de una felicitación tan prolongada como la que habían recibido. No escuchaban nada. Me parecía que seguían pensando en los aplausos, que seguían relamiéndose en las felicitaciones, los abrazos. Sus respuestas escuetas o la ausencia de respuestas me permitían comprobar mi sospecha.

Patricia volvió a enfrascarse en una conversación eterna con su amiga. Ahora conversaban sobre algunos proyectos de casas de playa, sobre la posibilidad de formar un estudio propio. Le serví un poco más de vino e insistí en pedirle que fuéramos a bailar. Se negó amablemente.

-Un ratito, nada más –insistí. Pensé que la idea le agradaría.

Ella volvió a negarse.

Me puse de pie, airado, y me dirigí a otra mesa. Mis pies empezaban a equivocar el compás de la marcha. Tendí mi mano ante una chica pelirroja que estaba sin pareja. Ella sonrió, pero se disculpó amablemente. Sentí un hervor en mi rostro. “No te preocupes”, le dije y di media vuelta. Patty ya no estaba en la mesa. Estaba en la pista, bailando con uno de sus amigos. Sequé la copa de whisky y serví un vaso mucho más demoledor. Me fumé dos cigarros completos esperando a que Patricia terminara de bailar. Cuando terminó, se sentó a mi lado, impasible. “No te vi en la pista”, me dijo, “fui con un amigo a darte el alcance”.

-¿Por qué me tratas así? –le pregunté. Mis palabras empezaban a trabarse.

-Porque no maduras, Santiago.

-¿A qué le llamas madurar? –le pregunté, mientras terminaba mi vaso y volvía a servir otro- ¿A aceptar la vida como te venga, a resignarte? ¿A someterte a una agria monotonía semanal?

Patricia tomó su cartera.

-Eres alguien que está inconforme con todo, Santiago. Que no tiene el valor para resolver nada. Que escuda su miedo en la cólera y en el alcohol.

-Te prometo que no volveré a hacerlo. No volveré a opinar sobre tus amigos.

Patricia tomó su cartera y se marchó. Fui tras ella. Mi teléfono empezó a sonar. Me detuve para contestarlo, angustiado por la figura de Patricia que se perdía por el hall, rumbo al aparcamiento. Era mi Gerente. Ni siquiera lo dejé hablar.

-¿No tienes una esposa en casa? Anda y atiéndela, huevón. Anda y cuida de tus hijas en lugar de estar acostándote con la flaca de Marketing. Y prepara mi liquidación de beneficios porque no pienso ir a tu oficina nunca más.

Serví los huevos en un plato y eché un poco en mi sándwich de jamón. Me preparé una taza de café para recomponerme. Trate de hacer memoria, pero todo lo demás se había evaporado junto con mi resaca. Recuerdo que subí al auto, que Patty manejaba y me pedía que me callara. Recuerdo que estacionó bruscamente cuando quise besarla. Tal vez en ese momento me caí, pensé, tal vez por perseguirla.

Busqué mi celular y marqué su número, pero me salía una voz grabada pidiéndome que dejara un mensaje. No me pareció correcto dejarle uno, sin saber que había pasado al final de la noche, sin tener en claro por qué habría llorado. Me asome a la puerta, donde la noche anterior nos habíamos besado antes de ir a la fiesta. La tarde era preciosa, con un sol imponente preparándose para la despedida. Un vecino pasó y levantó su mano para saludarme, le contesté con cierto nerviosismo, quise preguntarle si tal vez sabía algo de Patty.

Tarde o temprano sabría de ella. Su familia me diría algo, encontraría alguna pista en el chat o en las redes sociales. A fin de cuentas, nadie podía desaparecer de tu vida por completo. Patty sólo se había marchado, pero su recuerdo permanecía en la casa, en la nostalgia que empezaba a embargarme, en la idea aterradora de lo que sería mi vida sin ella. Estaba harta de navegar sin rumbo fijo, de vivir con un fantasma, con un tipo absurdo e inconforme que, como todo prometido, vivía en un ocaso perenne e imposible.

Respiré un poco del aire vespertino y regresé a casa. Decidí empezar limpiando el cuarto, dejando que el aire de la tarde lo renueve. Sólo entonces podría empezar a llorar por ella.

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