¡Hola comparito, cómo estás! Quieto causita, sigue caminando nomás. Si gritas te corto ¿me entiendes? Así que no pasa nada acá. A ver, primito, qué me tienes guardado. Oe ¿y la Ceci qué se cuenta? Ya, ya, saca tu billetera y pásamela por debajo. Tranquilo nomás. Si chillas te premio. Ya, ya. Ok, socio, nos vemos.
2.
Juan Carlos Moreno “Juanca” da una pitada a su cigarrillo y bota el humo por la nariz. Ladrón de baja monta, espera algún incauto que pase por su cuadra. La chamba está floja. Da otra pitada y el fuego del cigarro acaba en sus pies antes de consumirse totalmente. Está inquieto. Se rasca la nariz y maldice.
La bulla por Colmena nunca acaba. Ahora la gente se cuida más y siempre hay un patrullero que para rondando por la zona, ya sea del serenazgo o de la policía, pero igual hay atracos, y aquí no pasa nada. Los niños siguen jalando terocal en una esquina y los pulseadores están a la orden del día. Un tipo detrás de una luz roja anuncia el show: ¡A sol la barra, a sol, a sol, venga, pase! La gente pasa, otros más acostumbrados, no le dan mucha importancia; y otros, en cambio, se detienen y preguntan entre nos, el tipo les dice en voz baja: “Calatitas, choche. También hay servicio especial”. Jóvenes, mayoría académicos, ingresan al local. Sonriendo estúpidamente, disfrutando desde ya el morbo que les inquieta.
Hay ruido por todos lados. Juanca enciende otro cigarrillo. Camina por la vereda. Siempre tasando a los más débiles. Deben ser como las ocho. Hay gente como hormigas en la calle. Todos caminan apurados. Es fin de semana. Van a cualquier parte, van hacia la nada. Locos y cuerdos se confunden en una sola amalgama ruidosa. Cuchicheos de trabajadores, gente sonriendo, preparándose para la juerga. Señoritas asustadas esperan en el paradero a que venga el condenado bus que, por cierto, debe estar a tope. Se suben aliviadas, por un momento. Ya arriba se encojen lo más posible para no estar apretadas. Miradas lívidas les acompañan; ellas se encojen más. Los que van sentados parecen como si regresaran de un gran funeral. Todos tristes, mirando por la ventana.
Una pareja de enamorados se besa efusivamente. Ella, que no pasa del metro y medio, se pone de puntillas, y él, con su mochila en la espalda, la abraza fuertemente. A su lado pasa Juanca con su tumbao acostumbrado, dando bocanadas, mientras mira de reojo a los enamorados. Parece misio el tipo, se pone a pensar. Nada de celulares, nada de valor. Los deja en paz; se rasca la nariz, sigue inquieto. Algo le incomoda.
Juan Carlos no es joven ni viejo. La mala vida le hace ver de más edad. Hombre de buena postura, cabello negro rizado, piel morena, ojos de almendra, mirada con malicia. Su cuerpo es musculoso pero gastado. Un crucifijo dorado se deja ver por su camisa semiabierta y una pulsera cuelga libre en su brazo izquierdo. Se mete por una calle a medio iluminar. Ahora camina más despacio. La oscuridad le da más seguridad, se siente más protegido, pero su rostro no dice lo mismo. Sus cejas arqueadas denotan preocupación y ansiedad.
Hombre solitario Juanca. Nunca le gustó tener un compinche, siempre se las arregló solo en toda su vida. Además, su buen arte le ha permitido ser un ladrón habilidoso. Es muy rápido y pendenciero en asuntos de atraco. Escoge siempre el lugar y el momento adecuados, nunca se adelanta, nunca ha tenido que salir despavorido como un drogadicto que roba por necesidad. Él es una sombra con voz grave.
Una música vaga se oye por algún lado. Es tanta la confluencia de sonidos que uno no sabe de dónde sale esa melodía. Es antigua y triste. Juanca se pone a pensar, le trae recuerdos esa canción. Siempre pensó que hubiese sido un buen cantante si es que no se hubiese escapado de su casa hace ya muchos años cuando Lima era azotada por el terrorismo. Una estrofa le hace mover los labios y seguir la canción inconscientemente:
“Hemos jurado amarnos hasta la muerte
Y si los muertos aman,
Después de muertos amarnos más.”
Juanca agacha la cabeza. Escupe, putea y sigue caminando. Llega hasta un ambulante, le pide dos cigarrillos y trata de pagarle con una moneda falsa. La señora revisa bien la moneda; la oscuridad le dificulta un poco pero llega a observar que es bamba. Más adelante, una muchachita, de traje sastre, camina en dirección a Juanca. Lo ve discutiendo con la vendedora, su voz la asusta y también los ademanes que hace. Cruza la pista y camina por la otra vereda. Juanca la observa. Podría ser una buena víctima, piensa instintivamente. La oscuridad lo ampara, pero la vendedora le sigue recriminando por la moneda falsa. La muchacha apura el paso, se siente asustada y aprieta bien su cartera. Juanca la ve alejarse. Mira a la vendedora, reniega, saca otra moneda y le paga de mala gana. En eso aparece un señor que camina despreocupado por ahí. Parece agotado y se le nota en su andar. Juan Carlos ya lo marcó. Da una pitada salvaje y bota el cigarro a medio iniciar. Exhala nuevamente por la nariz. Mira alrededor, en la esquina, unos metaleros conversan distraídos. Se rasca la nariz y cruza la calle.
¡Hola comparito, cómo estás! El tipo alza la vista; no lo conocía. Un moreno alto lo abraza por el cuello. Lo mira extrañado cuando de pronto siente un ligero punzón en su cuello, lo suficiente como para saber que estaba en problemas.
Quieto causita, sigue caminando nomás. Si gritas te corto ¿me entiendes? Así que no pasa nada acá. Juanca le habla en un tono suave. Nota que su víctima empieza a ponerse nerviosa con la púa que percibe en su garganta. A ver, primito, qué me tienes guardado. En dirección contraria viene un tipo, totalmente vestido de negro, que los mira y agacha la mirada. Juanca palmeó al tipo por encima del hombro y le dijo: Oe, y la Ceci, qué se cuenta. El tipo de negro los mira otra vez y pasa en silencio. Juanca voltea para ver si ya se había ido y cuando lo hizo el tipo de negro había desaparecido.
Ya, ya, saca tu billetera y pásamela por debajo. El tipo dudó al principio pero cuando sintió nuevamente el hincón sacó su billetera. Tranquilo nomás, decía Juanca, si chillas te premio.
Cuando estaban por llegar a los metaleros, Juanca lo soltó. Ya, ya, ok socio, nos vemos, dijo, y corrió apresurado hacia la otra vereda.
Cerca de las once de la noche, Juan Carlos Moreno llegó a su casa, situada en un callejón de los Barrios Altos. Subió los viejos escalones que lo conducían hasta su humilde vivienda y se detuvo delante de la puerta. Se acomodó el cabello y tomó aire, fresco a esa hora de la noche. Tocó dos veces la puerta y se rascó la nariz antes de que se abriera.
Su esposa, con cara adormilada, apareció a su encuentro, y cuando lo vio la alegría le inundó súbitamente el rostro. Su hijita de siete años, María, al oír la risa de su mamá saltó de su cama y cuando abrió la puerta que separaba su dormitorio de la pequeña sala-comedor-cocina se dio con la sorpresa. Su papá está parado en el umbral con una gran torta de chantilly y un peluche de un conejito blanco como la propia nieve. Juan Carlos colocó el pastel en la mesa y en ella decía: Feliz día, mi alegría. Su esposa lo abraza y le da un beso en la mejilla dándole las gracias infinitamente.
La puerta se cierra. Adentro se oyen risas.
3.
Don Humberto Mariño coloca los últimos candados de su puesto de periódico. Ha tenido un mal día como los anteriores treinta días. A lo que también se suma que han venido a cobrarle por el mes atrasado de cuota para las revistas.
Qué puede hacer. No es mago para que haga aparecer dinero de la nada. Es que a la gente ya no le interesa leer siquiera un periódico de cincuenta céntimos, piensa.
Las pistas lo reciben con sus lenguas de acero luminoso, pero una sola voz toma prestado rostros ajenos. Siempre el mismo “no llegues tarde”. Un tipo vestido totalmente de negro le pregunta si le puede dar una limosna. Don Humberto, sin detener su paso, le niega la caridad con los ojos en el suelo, sus ojitos no desean ver otra noticia más, no esta vez.
Camina regreso a casa por una ruta distinta, según él, cuando hay algo que celebrar. La rutina no tiene que aparecer por ningún lado, así la dicha lo va a premiar al fin del día con una sorpresa. Toma aire por sus dos largas fosas nasales y mira a su alrededor, un olor bien peruano le hace girar la cabeza hacia su izquierda; los pollos dan vueltas en un gran horno a leña. La gente, sentada, da vueltas en la mesa por un pollo. Afuera, Don Humberto no da vueltas, qué va a ser. Se queda quieto viendo cómo los estómagos de los que están sentados dan vueltas. Qué va a dar vueltas él. Mira detrás de un enorme vidrio la felicidad por un precio de oferta: un cuarto de pollo a solo nueve soles. Ay, carajo – dice despacito-, mete la mano al bolsillo de su pantalón y aprieta con fuerza su billetera. Algún día – se repite a sí mismo, y sigue su camino.
Su piel tiene el color del otoño y sus pies le han enseñado a no dar vueltas nunca, Humberto, no des vueltas porque eso es mal, sino recuerda la otra vez que… Ahora tiene cuatro hijos que alimentar. El mayor está por acabar la secundaria y dice que le gustaría ser periodista ¿por qué será? Los dos siguientes les salieron mellizos: Leonardo y David. Y la última se llama María y hoy es su cumpleaños.
Camina rumbo a su casa, donde le esperan sus seres queridos, sin saber que al voltear la esquina será una víctima casual del destino. Juanca lo abraza del cuello, lo demás es historia. Al llegar a su hogar su pequeña niña lo recibe aún despierta aunque un poco adormilada. Su mujer no atina una reacción sensata al ver a su marido con el rostro de la amargura. Esta noche, este cumpleaños será distinto, para algunos.