Literatura

Cuento: Aquella Cosa Que Nunca Tuve

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CUENTO

AQUELLA COSA QUE NUNCA TUVE

Escribe Marilia Flores Franco


Ahora que estoy a puertas de la muerte siento la libertad que nunca tuve. Esa sensación de que el aire y yo somos uno, solo uno y de que no hay nadie más compartiendo mi empresa.

Antes de morir espero que llegue su visita. Pablo me ha avisado que llegará en Setiembre, y aunque falta mucho tiempo y el borrador de la pizarra no puede acortar esa línea negra tan larga, los días se están yendo como las estaciones se van de mi cabeza, sin ser sentidas.

Siempre tengo frío. Frío. Sea invierno o verano, el frío se ha apoderado de mí desde mi niñez y ahora es personaje importante de mi vida. Siempre con un gorrito en la cabeza porque las orejas, los oídos, el tímpano, todo se estrepita.

En estos días estoy esperando a mi madre, esperando a que haga lo que tenga que hacer y deje de hacer lo que le faltó hacer siempre en mi vida. En dos horas estaré en el psicólogo para una evaluación minuciosa de mi coeficiente intelectual, memoria y otros componentes que no puedo recordar porque hoy tampoco he dormido, ni una sola hora.

La ilusión que tuve en la mañana fue tan dulce y tan real que pudo haber sido un sueño, o quizá también uno de mis pensamientos recurrentes. Era una pesadilla, viva o muerta, una serpiente negra cogía la pierna de mi profesor de literatura… ¿qué más sucedió? Es tan complicado intentar conectar lo no conectable.

Estas pruebas neuropsicológicas se me tomarán en un tiempo de tres días, como dijo ayer la secretaria del psiquiatra que me está atendiendo por el momento.  Por el momento, porque mi negatividad continúa viva y me dice que no será fácil dormir uno de estos días.

Recuerdo cuando Pablo vino por primera vez  a mi casa. Tenía el corazón helado, pausado, pero no dejaba de sentirlo. Estaba en pijama por mi costumbre de recibir a mis amigos en pijama. A Pablo recién lo conocía de hace unos meses y lo invitaba a mi casa como queriendo dar un paso más, un poco temprano, pero quizá fue eso lo que le llamó la atención.

Abrí la puerta y su sonrisa fue lo único que pudieron captar mis ojos. Y seguía expandiéndose, delante del tronco y de las hojas que han seguido estando detrás de la casa de los vecinos. Había mucho sol y no podía abrir mucho los ojos, pero ahí estaba su sonrisa. Siempre su sonrisa.

Lo invité a entrar a mi casa mientras no podía dirigirle la mirada. No podía. Pisamos la sala principal de la casa y cuando quise cerrar la puerta, él cogió mi mano y la cerró por mí. Han transcurrido más de seis años y es difícil que los recuerdos bellos sean más bellos de lo que ya fueron.

Mi abuelo estaba sentado en el sillón de la habitación donde estaba la única computadora que teníamos en la casa por esos tiempos y al ver a Pablo se puso de pie al instante.

-¡Hola!

Un saludo iluso y desaforado salió de la boca de mi abuelo.

-¿Qué le pasó a tu mano?- preguntó.

Pablo tenía una de sus muñecas vendadas hasta la mitad del brazo. Pero él siempre la tenía vendada, también cuando lo veía de reojo en el colegio, así que no me preocupé.

Mientras él le explicaba a mi abuelo lo sucedido, yo los veía y ambos parecían amigos de toda la vida, riéndose, mirándose a los ojos. Ya se conocen, me dije. Por fin se conocen.

Pablo y yo seguimos de frente hacia mi cuarto. Era Diciembre, pasadas las Navidades, pasadas las fiestas y las alegrías, pero él llegó para darme la alegría más grande de mi vida.

No podíamos cerrar la puerta de mi cuarto porque ambos éramos pequeños y por esos tiempos yo no me permitía tanta privacidad con mis amigos, solamente para que la familia no pensara cosas que no debía pensar. Además, recién nos conocíamos.

Nos quedamos unos momentos en mi habitación. Él estaba nervioso, no sabía si sentarse o quedarse de pie. Eso es un comportamiento tan sutil en la vida de uno, pero cuando se comparte entre dos personas, suele volverse un poco complicado. Yo estaba tirada en mi cama porque era mi casa y así había que estar. Tenía quince años y toda una vida por delante.

Cuando pienso en él pienso en el amor de mi vida, en alguien a quién dejé ir y no sé si pueda recuperar.

Dicen que hay personas que se quedan con el recuerdo de su primer amor para toda la vida y que de viejos, sentados con un bastón en algún asilo para ancianos repiten y repiten el nombre de esa persona que les hizo ver la naturaleza y la vida viva. Parecerán locos a la vista de otros, pero dentro de sus corazones son solo amantes que nunca dejaron de amar.

Cuando pienso esto pienso que voy a terminar así. Que el paseo de ayer de dos horas en auto al hospital Larco Herrera fue un vaticinio de lo que se vendrá en algunos días y que yo quedaré encerrada en una habitación toda mi vida repitiendo el nombre de Pablo. Pablo, Pablo.

Pablo no fue mi primer amor, sin embargo es aquel que recuerdo con más simpatía. Me enseñó cómo jugar con papel periódico podía  traerme el mejor día de mi vida, me enseñó cómo ver una película varias veces con la misma emoción, como me dejó entrever él hace poco, en un correo electrónico que me fue difícil ver con ambos ojos.

Nunca le he contado a nadie que no pude olvidarlo, que han transcurrido seis años y sigue en mi memoria, que aunque no duerma todos los días, él está ahí acompañándome. Que aunque sienta dolor porque me dejó por irse a vivir a otra ciudad, él está en mi pequeño corazón.

Las lágrimas caen de mi rostro como todos los días, pero las de Pablo duelen más, porque solo necesito dos meses para volver a verlo y recordarle que lo quiero, que nunca voy a dejar de quererlo y que daría todo menos mis recuerdo de él porque se quedara a mi lado.

Él vive en otra ciudad desde hace ya varios años. Tiene una enamorada u otra enamorada, porque su mejor amigo me cuenta que cambia de pareja como de zapatos, pero utilizar mi tiempo pensando en él no es algo de lo que me arrepienta.

Ayer fui al hospital referido para poder conseguir unas pastillas con las que iniciaré un nuevo tratamiento, para ver si pueden alejar al insomnio de mí o si después de todo, mi razón nunca me abandonó y moriré en una triste muerte.

En el auto de mamá lloraba y lloraba porque recordaba a Pablo y a mi mejor amigo del colegio y pensaba estúpidamente que si llegara a estar en las condiciones exactas, vaticinadas para que me encierren en un hospital, sea normal, sea mental, ellos no me visitarían. Quizá sea verdad, quizá por la complicación del tiempo y del espacio, quizá por la complicación del qué dirán o por el miedo de acercarse a alguien que ya perdió la razón. Lloraba amargamente porque si pudiera traerlos de vuelta como dos pequeños llaveros y tenerlos en mi bolsillo, sería la persona más feliz de este vasto universo.

El insomnio se ha recrudecido y ya no es por ansiedad o por depresión, es puro insomnio. Eso es algo que mi psiquiatra no termina de entender, que yo cierro los ojos y con mi extraña habilidad de quedarme sin pensar me quedo sin pensar, pero que las horas transcurren y no me quedo dormida. Insomnio post trauma, querría decirle yo. Pero él es el doctor y yo ya no soy una paciente, hoy soy una persona que está en sus últimos días – duren lo que tengan que durar- y que quiere pasarla bien hasta que ya no pueda estar más en esta tierra.

Solo espero que mi muerte no le cause ningún daño a nadie o que nadie me extrañe, que, creo yo, será lo que sucederá.

El Hospital Larco Herrera me dio miedo, era de noche, y las curvas y las puntas afiladas de la edificación me hicieron remembrar  una película que vi sobre enfermos mentales. Una reja enorme constituía la puerta de entrada y no había, a mi vista, ningún guardia de seguridad. Un lugar desolado, en medio de la oscuridad que brinda la brisa del mar. Mi madre y yo esperamos en el espacio por unos segundos. Apareció una señora con una bolsa, apurada, como viniendo de alguna actividad que nadie quiere recordar. Mi madre bajó del auto y el guardia de seguridad apareció en sus ojos, ahí, escondido, en su pequeña casita, casi durmiéndose.

Decidí entrar aunque mi madre me dijo que me quedara en el auto. Decidí entrar con la idea de que algo más loco que yo podría alocarme más y así arrancar la locura de mí. Es decir, a partir del trauma hipotético de ver los interiores de un hospital mental al fin comenzaría a dormir como lo hacía antes. Entrecortado, poco, con pesadillas, pero de nuevo mi sueño.

 

Pablo y yo no podíamos permanecer en mi cuarto, porque la familia piensa mal y luego las explicaciones había que no darlas y esto y lo otro. Nos fuimos al escritorio de mi abuelo. Yo me senté en el sillón y él en la silla de la computadora. Como no podía verlo a los ojos, y esto él nunca lo ha sabido, cogí la nueva cámara de mis abuelos y comencé a tomarle fotos mientras él me miraba y no dejaba de mirarme. Y me sonreía. Sus ojos no eran negros, eran cafés y estaban clavados en mi mirada. Incluso con la cámara fotográfica interponiéndose entre los dos, incluso así, sus ojos estaban consumiéndome. Creo que lo notó, porque se sonrojó y no dejaba de reírse.

Antes de venir a mi casa, ambos habíamos hecho una apuesta divertida. No recuerdo los términos de la apuesta ni de qué trataba, pero yo perdí y él terminó con una bolsa de chupetes en la mano.

Esas fotografías tuyas continúan guardadas en mi correo electrónico y se van a quedar ahí hasta que tú regreses.

Como no sabíamos qué hacer y él no dejaba de mirarme, decidimos armar un rompecabezas. Para tener los ojos en las piezas y no en nosotros. Mientras conversábamos, mis mejillas seguían coloreándose más y más. ¿Cuánto rojo puede haber en esta tierra?

El sonido de un celular nos interrumpió. Era su mejor amigo, Diego. Sentí que estaban hablando de mí, porque él dijo “en su casa”. Ya. En esos tiempos todavía no conocía a profundidad a su uña y mugre, así que no le presté tanta atención a la llamada. Solo veía las vendas entreveradas en su muñeca y quería saber la razón de la lesión, pero no me atrevía a preguntarle. No me atrevía a preguntarle nada, pero quería decirle tantas cosas. Quise decirle tantas cosas.

El rompecabezas que armamos tenía de dibujo una casita roja rodeada por un campo lleno de árboles y rosas rojas. A ambos nos gustó la fotografía, lo que nos urgió a intentar terminarlo el mismo día. Pero ya era hora de almuerzo. Y yo siempre recuerdo las  “horas de almuerzo” como “horas desgraciadas de tener que mirar a tu amigo a los ojos” y qué se diga de los pies debajo de la mesa, si eso sucede.

Las manos me temblaron, ese día que le serví la comida, me temblaron. Aún recuerdo el plato de fondo, carne con arroz. Le pregunté si quería postre y me mató.

“Lo que me sirvan tus manos está bien”.

Esa es una frase que he podido reproducir fielmente por el resto de mis días.

Yo tuve que tomar una dieta porque estaba con mi famosa gastritis hundiéndome. Y aunque me demoraba mientras me metía cada cucharada a la boca, él me decía que me demorara lo que quisiera, que él tenía todo el tiempo del mundo.

Pero yo lo veía consultar constantemente su reloj. Pablo, ¿por qué siempre veías tu reloj?

 

Ya es tiempo de ir al centro psicológico a que me realicen la prueba de tres días. Pablo puede esperar. Eso pienso. Porque yo lo esperé por seis años. Y lo seguiré haciendo.

 

Mi madre y yo llegamos al centro antes de lo pactado. Entre su urgencia por llegar, lo único que nos esperó fue el televisor con la misma telenovela de siempre y la secretaria sentada detrás de su escritorio.  La cita era a las dos y siendo la una y cuarenta y cinco de la tarde, el aburrimiento me abatía. Son mis últimos días –pensaba- y me gustan las pruebas psicológicas. Aguardaba con impaciencia.

Para pasar el rato, le enseñé uno de mis escritos a mi madre, quien por segunda vez me dirigió esa mirada que ya le conozco desde que le enseño lo que escribo. Tragedia. Desazón. Un pensamiento de: Hijita, estás mal, ¿por qué escribes esto?

La discusión comenzó.

–          Mamá, nunca te gusta lo que escribo.

–          No se trata de gustarme o no gustarme, no me gusta pues, es deprimente.

–          Mamá, no es deprimente, ¡es feliz! -intentaba convencerla.

–          Es la vida de… comencé a contarle la historia con todas las alegrías que un nuevo escrito me traían, pero mi madre empeoraba la expresión facial a cada palabra que le decía.

–          Es deprimente.

–          ¡Mamá! ¿Entonces para qué te enseño lo que escribo? A nadie le va a gustar ahora –le dije tristemente.

–          Solo porque no me guste a mí no significa que no le guste a los demás. Quizá – y lo dijo como si quisiera que yo lo entendiera más que nada- hay personas como tú, muchas personas que SON COMO TÚ y les gustará lo que escribes.

–          Pero, mamá, Titanic es una obra maestra y es hermosa.

–          Es deprimente, no puedo, la película es deprimente. Esto deberías enseñarle al psiquiatra.

–          Pero si quieres se lo enseño. Además, ¿qué tiene que ver? Tienes que ser capaz de diferenciar un pensamiento de un libro.

–          Sí… sí – dos vagas afirmaciones salieron de sus labios  claro. Pero esto es lo que tú piensas de verdad pues.

–          Mamá, es simplemente un libro. La historia es linda.

–          Entonces debo ser yo la que está mal.

La conversación continuó, pero mi tristeza también. Mi madre nunca estará a gusto con lo que escriba, pensé.

Era la una y cincuenta y seis de la tarde y el presunto psicólogo no se aparecía.

–          Mamá, ¿no me van a atender?

Mi mamá se levantó del sillón en el que tan lindamente nos habíamos colocado y fue directamente hacia donde la secretaria, un poco presurosa. No porque mi madre cumpla fielmente las nociones de puntualidad y respeto, sino que tenía que regresar al trabajo en una hora y el estrés de no ser atendida comenzaba a subirse como una enredadera por sus sienes.

–          Señorita, ¿a qué hora van a atender a mi hija?

–          Este es el que le va a realizar las pruebas  – la secretaria entonces señaló a un hombre que estaba a su lado.

En mi afán por enseñarle un poco de mi arte a mi propia madre, había perdido de vista al hombre que había entrado al edificio minutos atrás. Pensé que era algún trabajador de ahí, de estatus bajo. El cargador de cajas.

Se había inmiscuido, quizá porque recién llegaba, quizá para ver a su paciente desde lejos sin que ella se sienta notada. Me pareció interesante su entrada.

Mi mamá también se sorprendió. Lo vi en su rostro.

–          Ah, ¿es él quien le va a realizar las pruebas?

–          Sí, señora – dijo el hombre cortésmente- yo soy el psicólogo.

–          ¿Y a qué hora se las va a tomar, ah? – preguntó mi mamá recelosamente.

–          A las dos en punto, señora – le respondió la secretaria.

Mi mamá regresó cabizbaja al sillón donde se encontraba todo mi cuerpo desparramado.

 

Pablo, Pablo. Acaba de llegarme un correo electrónico suyo. Pensaba que ya estaba mejor. Durmiendo sin pastillas. Nunca le dije eso. Espero verte pronto, le respondí entonces.

 

La secretaria del centro psicológico nos indicó que fuéramos subiendo por las escaleras. Al tercer piso, la tercera puerta a la izquierda. Sinceramente, parecía que me estaba mandando al baño, pero bueno, ¿quién era yo en esos momentos para no acatar órdenes?

–          Mamá, ¿dónde está la tercera puerta? – Le pregunté dubitativa mientras sentía un ligero temblor en el cerebro. No podía con las puertas, ¿por qué habían tantas?

–          Anabella.

Una voz dijo mi nombre, mi cabeza se asomó a la puerta. Ahí estaba el psicólogo sentado en su gran silla.

Cuando dijo mi nombre sentí algo extraño. No estoy acostumbrada a que se aprendan mi nombre a la primera. Siempre he tenido problemas con eso.

El psicólogo me llevó con un ademán de manos a mi respectivo asiento mientras invitaba a pasar a mi madre.

–          Siéntese, señora.

–          ¿Qué hace aquí? -pensé- Mi madre siempre dice cosas que no son…después va a decir que estoy resentida con el mundo, ay, ¿por qué no se va?

Y el psicólogo comenzó con las preguntas de rutina. Mencionarlas sería reproducir el monólogo clínico de mi abuela, así que en resumen pasamos del parto al nido, del nido a la primaria, de la primaria a la secundaria, de la secundaria al abandono de mi madre, y del abandono de mi madre de vuelta a su regreso ya para trabajar en el mismo centro en el que yo estudio. Desarrollo social, intelectual, conductual.

Mi madre se fue, porque el psicólogo la botó amablemente. Y entonces comenzó la diversión.

¿Por qué me afanan tanto los psicólogos? – pensé.

–          Ok. Empezamos -dijo él.

Me preguntó si ya me habían hecho ese tipo de pruebas antes y le dije que sí, que varias, pero nunca tan detalladas. Era la primera vez que me mostraban fotografías y me preguntaban que faltaba. Preveo que era para el tema del déficit de atención que refirió el psiquiatra que me trata y con el que concuerdo… al menos en eso.

Las imágenes se pausaban, se hacía la pregunta, se intentaba arduamente encontrar una respuesta, se encontraba la respuesta, a veces no, y la prueba terminó.

Terminó -pensé fatalistamente- Qué pena, yo que me estaba divirtiendo.

Pero la situación mejoró. Adicciones. De un tema a otro, de una naranja a un plátano, de izquierda a derecha, no sé cómo, pero siempre, siempre, llegamos al tema de las adicciones. Mi asunto favorito. El que me ha traído tantas felicidades. Las cosas malas, esas no las recuerdo.

–          ¿Dónde crees que nacen las adicciones?

La primera vez que me lo preguntó me quedé perpleja. El término “dónde” puede tener muchas significaciones. Bajé la cabeza.  Odio las preguntas sin respuesta. Me aclaró que se refería a la parte orgánica.

¿Dónde nacen las adicciones, en qué parte del cuerpo?

–          Ah, en el cerebro  –le dije.

Y entonces le conté de mis antiguas y amadas adicciones y de mis antiguas y amadas proezas, porque me las arranqué todas, todas, insulsamente todas.

 

A veces pienso que esperar a Pablo va a ser una tarea más complicada de lo que creí. Incluso cuando hemos mantenido el contacto, poco, pero las suficientes veces estos meses, incluso así, los días transcurren tan lento porque no duermo. Veinticuatro horas son las que siento en mi interior, conectadas a otras veinticuatro.

 

Ese día, que cayó día de los Inocentes, no le regalé a Pablo una de esas bromas pesadas que solía hacerle a mi abuela, colocarle una cucaracha o un escarabajo – hasta una lagartija- en el hombro para que se pusiera a gritar y a gritar como lo hacía todos los años, mientras viéndose al espejo intentaba quitarse la quimera cosa del hombro, sino que le regalé un llavero.

El día anterior la familia había salido de paseo conmigo. Extrañamente. A almorzar. Habíamos estado en Barranco. Y allí siempre encuentras lo que buscas. Yo encontré un llavero, me costó un sol, pero compré dos iguales y fue en ese preciso instante en que el llavero pasó de ser una nadería a ser algo preciado para mí. Y quizá una manera poco percatada de amarrar a alguien. Pensaba regalárselo a Pablo, pero me daba un poco de vergüenza.

Cuando terminamos de almorzar, regresamos a armar el rompecabezas. Yo me moría de sueño y él me decía: Anto, Anto no te duermas. Luego me decía, Anto, mejor duérmete, así te quedas dormida en mis brazos… Parecía la frase de otro galán más, pero la pausa con que me la dijo, esa no la he olvidado. Extendió sus brazos mientras yo intentaba encontrar una de las perdidas piezas del rompecabezas, de esas que siempre faltan en el borde. Y mientras intentaba por todos los cielos no quedarme dormida…

Tenía un polo negro, y su venda, su bendita venda me quería, o me lo demostraban. Me hice la loca, otra frase más, pensé. Y así continuamos armando el rompecabezas.

Luego se nos ocurrió la idea de ir al cine. Ir al cine en estos días es como leer un libro, ¿quién no lo hace? O más bien ¿quién, a causa de la depresión, no lo ha dejado de hacer? Quien como yo. Ir al cine para nosotros era toda una ilusión.

Veía su espalda acomodada en la silla de mi cuarto, polo verde, espalda, espalda…. mientras yo me acomodaba las pantuflas en la cama.

–          Pablo, ve a traer el periódico.

–          ¿Para qué?

–          Para ver las funciones, pues – le dije con cariño.

Y ya estábamos en el cine. Fue esa película que vimos la que nunca pudo borrarse de nuestras memorias. Elizabethtown. La película catalogada como la peor del año por no sé quien, pero era nuestra película.

Antes de que comenzara, en la tanda de propagandas y trailers, Pablo no dejaba de reírse con las escenas de una película cómica. Su risa se escuchaba en toda la sala. Varias personas le secundaron la risa mientras él se movía en el asiento desesperadamente. A punto de convulsionar estaba el chico. Y yo pensé: ¿Por qué se ríe tan lindo?

Él me miró como queriendo que me ría, pensando extrañado que no me reía. Pero es que la películas cómicas no me dan risa, le dije.. Pero no se inmutó. Al menos su mirada, seguía ahogada en mí.

Mientras veía de reojo a Pablo, como quien no quiere la cosa, me di cuenta de que las escenas del padre y del hijo en juventud  le hacían recordar a su papá, a quien no veía muy frecuentemente. Interiormente, mi preocupación pasó de la trama de la película a la trama del interior de la sangre de Pablo. La música de la película nos transportó hasta un mundo nuevo.  Las lágrimas cayeron de mi rostro, y esa primera vez él no se dio cuenta.

En el tiempo que transcurrió la película, Pablo con un ojo fijo en mí – habilidad que es inconcebible para cualquier ser humano- y el otro en el filme, me tocaba el hombro derecho con ese dedito índice suyo que ya todos le conocían en el colegio. Y eso que aún no tenía DNI.

Regresamos como dos tontos felices a mi casa, y entre el camino de la avenida, lleno de tiza azul grisácea y árboles, iniciamos  una vaga conversación sobre nuestras vida. Es una pena que no recuerde mucho de esa charla, pero sí de su caminar, lento y bailarín por toda la alameda.

Tengo deseos de llorar de nuevo, porque aunque solo hayan sido seis años, te sigo queriendo Pablo.

Mi madre llega a la casa, a la acostumbrada tarea de intentar tranquilizarme para adentrarme en el estado vegetativo de los sueños. Lo que olvida es que cuando pienso sobre Pablo no hay nada más sobre qué pensar. Y en estos días el pensarlo me deja un sentimiento dulce en el corazón. Porque me dejó, pero yo nunca lo voy a dejar de vivir en mi memoria.

He llorado, tanto esta tarde, tan tristemente porque el recuerdo de Pablo y de mi antiguo mejor amigo, Sebastián, me carcome por dentro.  Justo cuando pensaba mandarle un correo electrónico de auxilio a este último, porque necesito de su presencia cuando mis lágrimas caen por la noche, el gran Internet ha desaparecido. Desesperada le he dicho a mi madre que le dé una llamadita a Sebastián, que necesito verlo.

Ha sido tanto el llanto que me he ido a dormir y no he podido conciliar el sueño con la nueva pastilla. No porque no funcionase, pues hoy a las seis de la mañana al levantarme sentí un profundo cansancio y una sensación de que si me hubiera quedado en la cama hubiera entrado en sueño, sino porque de tanto llorar se me ha tupido la nariz y mi rinitis alérgica ha empeorado.

¿Qué estaría haciendo Sebastián ayer a las diez de la noche? Porque no contestaba el teléfono. A veces siento que tiene toda la razón del mundo para no hacerlo.

Fui hacia la cabaña de mi madre. Abrí la puerta. Ella todavía no había abierto el ojo. Su cuerpo tembló.

–          Ves hijita, por llorar es que tienes la nariz así.

Me quise reír, pero recordé que hace más de un año lloré por la misma razón, por extrañar a un mejor amigo que ya no puede seguir siéndolo. Y que esas lágrimas tardaron en terminar.

Mi madre me trajo un antialérgico, para lo cual se demoró mucho, mucho tiempo y luego me trajo el desayuno. Allí fue donde me perdí, porque yo seguía esperándola abrigándome como podía con todas las sábanas y frazadas en la cama y convirtiéndome en una empanadita… pero ella no llegaba… y entonces hubo un momento en que volteé a ver la mesa de noche de mi madre, con la lámpara y la siempre presente virgencita fluorescente, y el desayuno estaba metido ahí, casi cayéndose.  ¿En qué momento entró a la cabaña?, ¿me dormí por unos segundos?
Regresamos a la casa. Pablo y yo nos quedamos conversando un momento en la puerta principal y luego procedimos a entrar. Recuerdo que sacó su billetera y entonces me enseño la colonia que usaba. Llegamos a una riña de personas que se quieren.

–          A ver tu perfume.

–          Es colonia.

–          Perfume, colonia, es lo mismo.

–          No. Los hombres no usan perfume. Usamos colonia.

–          Lo que sea. A ver, échate un poquito.

Pablo se echó un poco de colonia en un su brazo izquierdo, el que no tenía la venda, y me lo puso rápidamente debajo de la nariz.

–          ¿Te gusta?

Yo no era una fanática de los perfumes o colonias, me producían alergia, pero comprendí entonces que ese era el olor que había estado disfrutando desde que él entró a mi casa.

Pablo seguía mirando su reloj. Y yo pensaba que era muy pronto para que él se fuera. Pero tenía un hermano pequeño que cuidar y su madre siempre fue estricta con él. Y yo era una pequeña niña tonta, así que no tenía ninguna buena razón para decirle que se quedara. Pero igual se lo dije.

–          Quédate.

–          No puedo, mi mamá me está llamando – me decía mientras veía su celular.

–          Vengo otro día.

Puse mi carita de puchero, porque siempre la pongo cuando quiero algo y no me hacen caso. Así funciona.

–          Ya, está bien. Un ratito más.

Fuimos al escritorio de mi abuelo y Pablo se sentó esta vez en el sillón. Se le notaba cansado y tenía ojeras rodeándole los ojos. Pero se echó ahí el desgraciado, como si fuera su sillón.

–          Voy a cerrar mis ojos –me dijo ese día que no olvido- Hazme lo que quieras.

Estábamos solos o relativamente solos. La empleada estaba rondando por otras habitaciones de la casa y estaba muy oscuro. Yo lo vi  y lo volví a ver y él seguía con los ojos cerrados.

–          Porsiacaso, yo estoy aquí a tu disposición…

–          ¿Sí?

–          Sí. Ya te dije que puedes hacerme lo que quieras.

Tragué saliva.

–          Pero – haciéndome la tonta- ¿qué te puedo hacer? O sea –estaba utilizando mi tono lineal de la alta sociedad limeña- no sé qué estás esperando…

–          Oh… – su rostro se entristeció- está bien, los abriré.

Y abrió sus pestañitas que eran más largas y gruesas que las mías. Era lo que más me atraía de su cuerpo, sus pestañas y su pelito enrulado. Nuestros ojos se quedaron en el otro por un largo tiempo.

Recuerdo cuando en el colegio, días atrás de su primera visita a mi casa, Pablo había estado siguiéndome solapadamente, como quien está interesado pero no termina de confesarlo. En ese sitio educativo siempre nos obligaban a formar filas y como ambos éramos de años diferentes, la fila india de su salón se formaba paralelamente a la mía.

Yo me quedaba estática. “No me miren”. Le preguntaba a cualquier amiga que estuviera delante o atrás de mí si Pablo me estaba mirando. Y la chica me decía que sí. Qué vergüenza.

Uno de esos días volteé, y lo vi. Sus ojos… no… todo su rostro estaba fijo en mí, su pelo enrulado y sus ojos caídos, su sonrisa que ya no podía ser más grande, y su manita levantada queriendo saludarme.

Por eso te dije que ese saludo impasible comenzó contigo. Levanté mi manita y te respondí el saludo, pero la sonrisa la tuve que inventar porque estaba tan caliente que ya no podía reaccionar.

Las filas indias comenzaron a moverse al mismo tiempo. Qué afán el de las profesoras por querer que continuáramos cerca si ya había acabado el recreo, ya había acabado el: “Antonella, ven, que Pablo quiere hablar contigo”.

Mis amigas mayores, las que estaban en su mismo salón, tenían como diversión unánime el  juntarnos a los dos en el recreo. Primero me lo presentaron. Al día siguiente, volvieron a presentármelo, y continuaban haciéndolo. Nunca las voy a olvidar. Me jalaban del brazo y aunque yo me detenía y no quería, me llevaban hacia él y hacia su mejor amigo. Hacia ese grupo de cuatro chicos, los chicos de cuarto de secundaria.

Ya estoy de nuevo donde el psicólogo. Necesito una inyección, no quiero, pero ya no puedo más. El cansancio es parte ya de mis piernas y me impide llegar con urgencia al tercer piso. Me he golpeado contra la pared. Mi madre camina firme detrás de mí.

Pruebas con números, pruebas con cubos, pruebas de memoria… ¿por qué llegamos a hablar de Pablo? Es un recurrente no pedido, pero es imposible no sonreír al mencionarlo.

Estoy preocupada porque Sebastián no le ha devuelto la llamada a mi madre. Más que por mí, porque le haya ocurrido algo a él. Siempre estoy pendiente de su salud como si fuera la mía y eso quizá no le guste mucho.

El psicólogo se ha quedado anonadado con mi idea de volverme loca. Es que siento que voy por ese camino. Que la voz de Pablo y una que otra canción del recuerdo me llevan a la cordura, pero que nada más me lleva a la cordura. Le conté que cuando inicié el tratamiento psiquiátrico, recibí una llamada de él, y que me fue imposible no alegrar mi voz. Estaba llorando en mi cama, pero su voz y su cuidado me dejan siempre apacible.

La inyección a la que me refiero es para dormir, porque a mi abuela le han colocado tantas que pienso yo, insistente e ingenuamente, ¿por qué no pueden ponerme una a mí también? Si la realidad cada vez se hace menos real, o ya ¿qué es real?, déjenme en el sueño, en ese profundo, que despertaré como un cielo nuevo, como un nuevo ser. Pensar en el futuro, en lo que se vendrá, en si funcionará el nuevo tratamiento luego del Valium que quiero que me metan a la vena es cosa del futuro. Si algo aprendí – y lo digo cómicamente- en la experiencia de mi vida, es que el futuro es futuro, y hay que vivir el día. Como una perdida. Pero… estoy perdida, ¿cuánta más perdición hay en este mundo?

En las pruebas psicológicas a las que me sometieron hoy hubo un cuestionario de preguntas que presumo son para definir la personalidad y trastornos patológicos, pero había una incógnita repetida: ¿le gustan las flores?, ¿le gusta plantar flores en su casa?

En ese momento pensé que habían escrito ese cuestionario para mí, porque amo la naturaleza y creo que comenzaré a plantar flores en mi casa. Claro, si es que la abuela no se enoja porque ya hay muchas plantas en la casa, o mucha vida, diría yo más bien.

La parte de los cubos, de formar figuras extrañas con los cubos que me iba dando el psicólogo me dio la certeza de que debía inyectarme el Valium pero ya, porque una de las últimas figuras que vi fue una casa abstracta que nunca pude formar con los cubos. Nunca.

Mi madre llama insistentemente al psiquiatra que me atiende para ver si me pueden “dormir a la fuerza” como ha referido ella. Porque, ya no doy, mamá. Estoy sentada en el sillón principal de la casa, en el que una vez estuvo sentado Pablo, esperando a que el psiquiatra se digne a contestar porque siento que ya no puedo más. ¿Dónde están todos?

Parece que me van a colocar tres ampolletas por tres días. Porque mis ojeras son más grandes que mis probabilidades de morir. Porque ya no puedo más, mamá.

Le he avisado a mis mejores amigos, antiguos, otros nuevos, que estén pendientes, que no se pierden, porque no quiero volverme una drogadicta. Una adicta a la solución más fácil para dormir. Veo las luces de mi cuarto y veo que juegan entre ellas, forman figuras geométricas y luego se deshacen en el espacio. Como los cubitos de hoy en la tarde. Los deshacía con mis manos.

Tengo miedo de no despertar después de una de esas inyecciones, o lo que es más temible, despertar muy temprano, a los ocho minutos de haberme quedado dormida, como sucedió con una operación  que me realizaron hace poco, o a las tres horas. Si es así, Dios, que no sea así, si es así, ya no sé qué voy a hacer. ¿En qué mundo de medicamentos me han metido?, ¿qué otros medicamentos existen para dormir? Siento que ya están gastando todas sus energías en mí y siento que hay algo que no están descubriendo. La razón de mi insomnio. Yo tampoco la encuentro.

Quiero avisarle a Pablo, pero un correo electrónico que leerá luego de semanas no es el medio más adecuado para hacerlo. Ya le avisé a Sebastián, pero parece que su celular ya no es suyo y es de otra persona, porque no me contesta. ¿Dónde estás, Sebastián?, ¿estoy tomando el camino adecuado? Porque me duele escribir. Y mis amigas dicen que es solo el camino hacia la decadencia.

Mi antiguo profesor de literatura ha sabido darme paz, por segunda vez. Me ha respondido el mail mandado pidiéndole ridículamente que rece por mí. Él no cree, a veces, ni en su profesión. Es que yo sigo diciendo que es un padre para mí.

Una de mis grandes amigas me hace recordar que hoy sentí  la muerte. Salí a la calle y el vapor, la neblina, el día frío, el invierno que llegó, llegó a decirme que este día se parece tanto al día en que sentí  que mi tía iba a morir, vi una sombra cubriéndole el rostro… y se parece tanto al día en que murió Heath Ledger por sobredosis de pastillas para dormir… Estoy atormentada y tengo pavor, pero mi profesor de literatura y nuestra pequeña cita de profesor-alumna este viernes me deja en calma, porque sé que aguantaré hasta el viernes.

Pablo me ha respondido por el celular, bastante preocupado y entonces, después de seis años lo valoro más que nunca. Porque Sebastián sigue sin aparecerse y Pablo fue el primero en responder. Siendo un mujeriego, y siendo aborrecido por mis mejores amigas que me decían por años que lo olvide, Pablo está ahí, lejos, pero cerca en el pensamiento.

La enfermera ha llegado. Traída a rastras a la casa porque ya son las once de la noche y hay que dormir a Antonella. Busca en su bolso de primeros auxilios una aguja que esté estéril, nueva o que parezca nueva. Me baja la pijama mientras veo su maquillaje de miedo pelo y me mete la punta filuda en la parte trasera. Para que me olvide del mundo. No lo sentirás, dijo.  No la sentiré, repito, mientras pienso que esa libertad que tanto anunciaba fue ilusión de mi mente, pues la visita fue concebida desde hace más de seis años y sigue siendo concebida.

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