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Crónica sobre la presentación de “Memorias de un desaparecido”

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Todo intelectual * en algún punto de su vida ha querido ser un hombre de izquierda, con todo lo que eso representa. Es decir, ser parte de la gran tradición de valientes que durante dos siglos concilió el ejercicio extremo del pensamiento o el ejercicio de la palabra con una entrega absoluta a las causas populares sin riesgos ni temor a ser llevados hasta el martirio o el exterminio como Troksky, Maiakowsky o Heraud.**

Este espléndido conjunto no existe más en nuestro país desde al menos dos generaciones y siendo que la generación más prodiga en poetas, revolucionarios y militantes fue la del sesenta, muchos de cuyos miembros gozan o gozaron de alta fama y amplios reconocimientos, no deja de sorprenderme el hecho de que uno de sus más grandes integrantes, poeta y revolucionario, pase desapercibido por las orillas de la crítica oficial que no teme rendir vacuos elogios a numerosos autores tan intrascendentes como una página de Cosas o Vanidades o cualquier otra revista de esas que no puede obviar una buena peluquería de barrio, los que sólo sirven para dar risa o lástima, según sea el caso y a veces, para mayor escarnio de la dignidad de la literatura, se dan las dos cosas al mismo tiempo.

Eduardo Arroyo Laguna, Juan Cristóbal y Óscar Limache.

Quizá de este desconocimiento público provenga el título de la reciente antología que ha publicado el buen Juan Cristóbal, caro poeta, modelo de intelectual comprometido y mejor persona, noble hasta el enternecimiento, taimado como un faite de otro tiempo, pícaro auténtico como un pirata o un forajido y valiente hasta el despropósito de pelearse con la mitad del mundo, cosa que más o menos ha hecho en el país desde hace décadas. Sin duda, todas las características enumeradas lo encumbran ante los ojos de todos los que lo quieren bien como una leyenda o un hito de la izquierda y el arte, pero lo oponen, radical y drásticamente, al modo más recurrente que se utiliza para ejercer el poder —político, económico, literario, cultural, etc.—  o para figurar en las primeras planas de lo que sea en este país.

Por ejemplo y para mayores casualidades, en la Casa de la Literatura Peruana, ex Estación de los Desamparados, título de un gran libro del autor que comentamos, se realiza una muestra en homenaje a Luis Hernández, poeta sutil y diáfano en sus mejores momentos que son bien pocos mas generalmente vacuo y adolescentón. Juan Cristóbal, poeta muy superior a Hernández tanto por la vida expuesta en sus papeles como por el uso del lenguaje y las visiones que nos ha proporcionado a sus lectores durante décadas, pasmosa y tranquilamente, alejado de la oficialidad y de los homenajes que abundan de gratis en todas partes, recibió ayer, 16 de junio de 2017, a sus huestes de compañeros o camaradas en un evento organizado por el esforzado Juan Benavente  y sus Viernes Literarios que ha dejado la característica casona de la Asociación Guadalupana en la Av. Alfonso Ugarte para acceder a un muy bonito recinto ubicado al costado de la CASLIT, el Museo de Sitio Bodega y Cuadra. Los presentadores fueron Óscar Limache y Eduardo Arroyo.

Percy Vilchez Salvatierra y Juan Cristóbal.

Cuando llegué, apenas 15 minutos luego de la hora prevista, y pese a lo expuesto, el auditorio estaba lleno, poblado de los compañeros de toda la vida del poeta, mucha gente de la vieja guardia izquierdista, algunos jóvenes lectores y amigos, sobre todo, muchos amigos.

La atmósfera era plácida y serena, pero conforme fue avanzando la noche los ánimos se encendieron para bien de todos los espectadores debido a los elogios plenamente justificados de los presentadores y a la honesta camaradería que envolvía a todos los presentes.

En cierto momento muy emotivo, el poeta Óscar Limache lo llamo “Maestro” y dijo que todos los otros poetas que no eran tan grandes como JC debían reconocerlo- o algo así – y exigió que se le dé el reconocimiento que merece su alta y vasta propuesta, un aluvión no exento de belleza y finura que recorre más de veinte libros, aseveración con la que no podía estar más que en un absoluto acuerdo pese a las múltiples divergencias que tengo con el querido poeta que inspira todas estas líneas.

Luego cantó Margot Palomino, quien lo llamó Juanito con gran ternura, esa ternura que sólo inspiran los grandes poetas o los niños buenos, y le dedicó tres preciosas y emocionantes interpretaciones como las que ella suele prodigar. La primera, un yaraví basado en un poema de Hildebrando Pérez, A Silvia, sin duda una referencia de otro poeta tan insurgente y romántico como revolucionario fue el desdichado Mariano Melgar. Luego, la famosa cantante entonó un sentido huayno embebido del típico lamento ayacuchano, A Un Viejo Eucalipto. Finalizó con el sublevante tema de Ricardo Dolorier, Flor de Retama y luego de exclamar con largueza broncos carajos en contra de todas las formas de la opresión, vi en no pocos rostros la manifiesta intención de salir a incendiar todas las praderas de la noche.

Margot Palomino cantando en la presentación.

Pocas veces en un evento de esta naturaleza he sentido tanta legitima complacencia y seriedad, es decir, un total apartamiento de la farsa y engaño que son la mayoría de recitales y presentaciones en el país. Quizás, esta sea lo más honesta conclusión acerca de nuestra literatura, tal vez cada recital y presentación refleja forzosamente lo que en ellos se expone, así la presentación de un farsante y las mentiras de sus presentadores deben reflejarlo así para espanto de todo aquel que no tiene aguzada la mirada sino agusanada de haber pasado de largo ante tanta desolación. En cambio, la presentación y/o el recital de un artista de verdad y de una persona noble, sobre todo, sólo puede representar un honesto júbilo y la sensación de que merecemos ser mejores personas de lo que en realidad somos.

En este punto, Juan Cristóbal empezó su recital y se dirigió a la audiencia muy bien plantado y haciendo un efectivo uso de su apacible voz, pero, a la vez, parecía dirigirse al auditorio desde otro tiempo u otro espacio. Su larga vida, su variada sensibilidad, sus múltiples máscaras, su poblada barba de hidalgo español recluso en sus cuarteles de invierno, luego de la Conquista, su barba de viejo comandante o de pirata, de místico fanático que procura una epifanía absorta en el techo de alguna catacumba griega, su barba de profeta que observa las estrellas tendido en la yerba al borde de los precipicios más hondos del alma, auspiciaban este raro fenómeno, este desdoblamiento. Quizás hubo algunas presencias impalpables y solicitas con el viejo aeda en esta antigua zona de Lima durante su lectura, no sólo los almagristas y pizarristas que ambicionaron el Palacio hasta sus decesos y los tantos otros pobladores de esta cinco veces centenaria parte de la ciudad sino los amigos caros a su corazón como Francisco Izquierdo, Chacho Martínez, Alfredo Portal, Alejandro Romualdo, Paco Bendezú, Alberto y Paul Escobar, Oswaldo Reynoso y tantos otros.

Juan Cristóbal leyó varios poemas memorables, recibió los merecidos aplausos que le correspondían, atendió con humildad a todos los entusiastas que le ofrecieron sus libros a fin de que les dedique algunas palabras y, luego, tras algunas fotografías, nos despedimos con gran afecto como siempre y como siempre que me despido de él tuve la sensación de merecer ser mejor persona de lo que en realidad soy.

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Un niño que piense en ser un intelectual o un artista en el Perú es, desde el inicio, un problema y aunque pretender ser de izquierda agrava el problema, las otras opciones, es decir la derecha o el apoliticismo, quizás le proporcionen un futuro más rentable, pero acabarán con todo elemento que lo pueda aproximar al sueño, a la utopía y a la libertad.

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Lo difícil en este punto es envejecer y ser coherente con uno mismo, ser inclaudicable, si se quiere intransigente en lo que corresponde a la ética, la política y la idea de justicia que cada uno profese, no acceder a prebendas ni beneficios ilegítimos, mucho menos si estos son conferidos por el poder de un opresor de la ciudadanía, de un enemigo del pueblo. Por eso, declaro mi admiración al hecho de que Juan Cristóbal haya envejecido inclaudicable e intransigente, de pie y en pie de lucha aún ahora a sus 75 años como si todavía tuviese 25, escribiendo poesía muchas veces descarnada y dura, y a veces, casi inimaginablemente para los que conocen solo su faceta pública, dulce y tierna, escribiendo de frente contra los que él cree son los opresores de los pobres del mundo y contra los farsantes que engañan al pueblo y a sí mismos con aspavientos y formas non sanctas de enriquecimiento veloz. Quizás Juan Cristóbal no sea el mejor modelo a seguir si quieres ser un hombre rico- ningún poeta lo es-, pero si quieres ser un hombre y buscas una referencia entre los poetas peruanos detente en frente de él y no busques más.

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Los lectores de Juan Cristóbal no pueden ser solo sus lectores, muchos quieren ser amigos suyos, otros lo admiran desde lejos y otros quisieran tomar la realidad por asalto, junto a él, para imponer un cielo nuevo de amaneceres y sueños radiantes como él dijo cuando defendió la memoria de Javier Heraud ante cierto impasse harto conocido por los aficionados a la escena poética nacional. En mi caso, cuando accedí a publicar – me buscó un editor cuando estaba en uno de mi numerosos exilios y abandonos de la literatura y no tenía muchas ganas de entrar a figurar “formalmente” en el escenario tan lamentable que es el medio literario de nuestro país – sólo reconocía como poetas peruanos de primer orden a Enrique Verástegui, a Rodolfo Hinostroza y a Juan Cristóbal así que cuando pasé por Lima visité a los tres. De los dos primeros no debería referirse nada habida cuenta de la circunstancia oscura que padecen ambos. Sin embargo, debo escribir que la condición del primero no fue ni el reflejo de lo que anuncian sus textos más luminosos, textos que, independientemente del curso de vida que tenga su autor, iluminarán a algunos pocos poetas del futuro que sean algo más que sus meros repetidores  y pese al deceso del segundo, al menos, deberé indicar que tras una breve conversación no hubo la menor empatía, el hombre era demasiado distinto a su poesía, era hasta basto ante las sesudas interrogantes que propuso en el cadencioso fraseo de sus libros o eso me pareció y eso era francamente desilusionante.  Debe advertirse que su poesía sólo ha degenerado en un gran ejercicio estilístico sin mayor fuerza vital salvo algunas pocas páginas de oro y que su línea ética deberá ser objeto de un posterior análisis a fin de esclarecer el valor personal de los escritores peruanos y argüir porque muy pocos llegaron a ser referentes morales o intelectuales del país entero como debería corresponder a tan altas luces aparentes, en verdad, las más profundas sombras de toda caída.  Con JC, la historia fue muy distinta. Lo visité una tarde en su casa de San Miguelito y hubo una química casi instantánea pese a que en ese momento yo era absolutamente crítico con muchas ideas que él propalaba como se lo hice saber en la larga conversación que sostuvimos aquella tarde, noche y madrugada y pese a mi desconcierto inicial porque el tipo que duramente argumentaba a favor de la izquierda y cuya poesía dura y llena de vida callejera y peligrosa de sentidos que pocos llegan a conocer, se mostró ciertamente severo como en su literatura pero dueño de unas maneras muy suaves y de una voz muy calmada, apacible como  la voz de otra vertiente de su poesía, la absorta en los sueños y amaneceres que comenté en líneas anteriores. En este caso, estas contradicciones ampliaron mi interés por comprender a este individuo y en la mejor disposición conversábamos y discutíamos hora tras hora sin que alguno mostrase traza alguna de cansancio o sugerencia siquiera de despedida. Tan bien la pasamos que nos dimos una tranca monumental bebiendo como poetas admitidos en todos los paraísos del orbe y, también, en sus infernos más entretenidos. Así, bailamos al amanecer la canción de Zorba el Griego como viejos marineros o piratas, figuras tan caras a su imaginario mítico y fabuloso. Nos despedimos a las 7 de la mañana y regresé a dormir en Miraflores donde me alojaba en ese entonces. Al despertar en la tarde, tuve la necesidad de regresar a buscarlo, pero tuve algunas inconveniencias logísticas así que decidí ir hasta su casa caminando. Al llegar al Malecón Cisneros, sentí la necesidad de escribir así que saque mi cuaderno y lapicero, pero ya estaba declinando el sol sobre la Costa Verde y no podía sentarme a escribir sin riesgo de llegar demasiado tarde a la casa del poeta que como me enteré después solía procurar dormir temprano ya que padece un insomnio tan particular que le exige ser sumamente metódico con su acceso al sueño desde las 6 pm. Es decir que fui caminando y escribiendo hasta San Miguel y cuando llegué al parque donde está la estatua de John Lennon puse el punto final a mi poema, un largo poema cuya primera parte publiqué con el título de Acantilados, pero ya eran las 11 y 30 de la noche así que enrumbé sigiloso hacia la Huaca Huantille a fin de ver si estaba despierto el poeta pero cuando llegué todo estaba en tinieblas y aunque toqué el timbre tres veces nadie respondió, así que hice el camino de regreso pero esta vez acompañado de un escrito que me hizo olvidar el frio de la costa frente al mar a esas horas tan altas y oscuras.

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JC es terriblemente polémico y su lógica es tan férrea como su poesía más dura y tan acerada como sus convicciones marxistas, y aunque dice que ha disminuido permanentemente sus revoluciones y el impacto de su sentido de revolución, todavía tiene ciertos arranques de iracunda indignación edificante. En base a la energía vital que exhibe en esos momentos es agradable imaginarlo cuando era más joven rodeado de grandes amigos y grandes poetas como Juan Ojeda y Jorge Teillier, dos monstruos de la poesía que lamentablemente se autodestruyeron cada quien a su tiempo como suelen hacer casi todos los grandes poetas. Es una fortuna que JC, sin duda, un gran poeta, no haya sido presa de la autodestrucción ni del autoexterminio, y así él se considere un desaparecido es en verdad un gran sobreviviente -y así debería subtitularse su obra completa- y un gran referente de la poesía. Por esta última consideración, me agradó mucho que Óscar Limache reconociese públicamente la admiración total que siente por Juan Cristóbal y que expresase, al mismo tiempo, la deuda que tiene su generación- o su grupo de amigos sanmarquinos como Sandro Chiri y otros- con el poeta de las ya clásicas cervezas azules, circunstancia que yo ignoraba por completo hasta como seguramente la ignorarán tantos otros dado que nadie se ha preocupado en hacérselo saber a todo el mundo como corresponde.

Reitero, envejecer inclaudicable respecto de nuestros ideales, intransigente respecto de los transgresores de nuestra línea ética, indiferente ante la publicidad y la fama de otros que son menos que uno, esperanzado respecto del futuro de la humanidad, pero preocupado por llegar a procurar su transformación, es el mejor ejemplo que nos puede dar Juan Cristóbal, además, de su hondo compromiso con la política y la literatura como dos formas de procurar el bien, la justicia y la verdad para todos.

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