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Cosecha roja / LA TRISTEMENTE CÉLEBRE CRÓNICA POLICIAL

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En las alas del misterio

emprendiste raudo vuelo

  Lycy Smith [ En tiempo del valse.]

CAIN, sin quererlo fundó la crónica roja. Abel, sabiéndose su hermano fue el gran sacrificado para regozo de la opinión pública. La Biblia en su libro Génesis, capítulo 4, versículo 8, detalla el crimen y deja para la posteridad la técnica de la descripción del asesinato, el primer infeliz fratricidio. El sagrado escrito rojo, como observamos horrorizados, es pues tan antiguo como el hombre. Hecho así socialmente el homo sapiens, nace con él, el homo asesinus y renace con los dos, el homo croniquistus. Así hasta nuestros días –y de extrema furia.

En el Perú, los cronistas de la Conquista  consignaron el crimen de una manera, digamos, obligatoria. La corona debía conquistar a la canalla indígena, los salvajes herejes, a sangre y fuego. Los españoles aprovecharon de esta licencia de una historia construida por ellos mismos –casi todos los cronistas eran curas– para acometer contra sus enemigos reales y posibles, hasta que aparece Guamán Poma de Ayala, primer periodista peruano confinado por los conquistadores en las islas del desprecio y la ignorancia antes de la fundación española de El Frontón.

La crónica bíblica se lee con devoción, la policial con exaltación. Entre una y otra están el cielo y el infierno, los moros y cristianos, los españoles y el resto. Garcilaso de la Vega –el no español– cronicó, con estimulante estilo híbrido un suceso histórico: la matanza alfabética de los quechuas. El injerto de una cultura ajusticiada. La persecución y matanza del dueño de casa. El cronista es testigo y juez al mismo tiempo –Ricardo Palma, otro del género híbrido, fue anfitrión pero escribió como visita–. Garcilaso se admiraba con la sangre de leyenda. Palma se regodeaba con la leyenda de la sangre.

La Santa Inquisición –el virreinato pudo más que el imperio–, el Santo Oficio, ofició de central de inteligencia contra la herejía sea ésta del orden que fuere. Religiosa, política, estética o sensual. El siglo XVI no tuvo un diario como bastión de la libertad. La libertad de gritar. Sí tuvo cronistas sin cronistas, muertos inéditos en el cadalso, publicados en el más allá. La noticia era silenciosa, de boca a oído. El susurro o el murmullo sotto voce del inquisidor. La hoguera se conocía de a oídas más de que quemaduras, pues éstas no eran públicas. La escritura –la rojita– no está hecha para el fuego.

Precrónica: More

La primera gran estación del periodismo, el policial y el de  autor, en el Perú se funda con la escritura de Federico More. Antes, existió con profusión pero no configuró ni escuela ni estilo. Existiendo el crimen, fue un crimen no aprovecharlo para el periodismo. Lo criminal se encuentra en la curiosidad de Abraham Valdelomar, la prosa del poeta José Gálvez, pero no cuaja como género. José Carlos Mariátegui se cuenta entre sus primeros cultores: no obstante, esta etapa del ensayista le sirve sólo para afinar el temple y cuajar una fluidez en la opción que posteriormente encajaría.

Y fue Mariátegui quien en 1916 observa la riqueza del género más por un compromiso con el peruano (a) de su tiempo, que con el periodismo de su época: “Los cronistas, a veces, registran los hechos de sangre pero no el drama social que los impulsa”. La realidad estaba para ser escrita y, hasta ese instante, el relato sanguinolento obligaba a una revisión revisión de la violencia. Y la violencia tenía una matriz social, de diferencia social quiero decir. De contar el crimen antes que imaginar el delito, debo agregar.

Basadre también es permeable a los acontecimientos de sangre, la historia lo gana. Inducido por su vocación de testar el legado nacional, olvida la reflexión del testigo presencial. Pero César Vallejo –quizá acuchillado por la segregación limeña- deja dicho en su relato Escalas melografiadas: “Nadie es delincuente nunca o todos somos delincuente siempre”. Vallejo, poeta, huele a sangre –los heraldos rojos– prosaica en Tungsteno. Y la injusticia lo fatiga y lo encebolla. Porque entre el perseguidor y el perseguido –dice otro poeta sudaca– apenas hay una letra muerta.

Uno. Una crónica

La cultura roja nacional tiene héroes y cuasi héroes. Sin pruebas, todo mortal gana el cielo. Luis Pardo es personaje de carne y hueso –algunos aseguran que la propia carne fue su perdición– atrapado en el imaginario del pobre- y no es necesariamente de espíritu. Luis Pardo es “El famoso bandolero“. Hoy cabalga más en el acervo criollo que en la historia. Y bandolero es la tipificación nacional, un convenio de soslayo y extramuros, de aquel que hurta y gana la gloria, la admiración fabulada en la psicología popular que es el espermatozoide del mito.

Y en «Hombres de caminos», novela de Miguel Gutiérrez, se describe el universo de los malhechores piuranos a principios de este siglo y es aplaudido por la justicia del tiempo. Aquel que roba y mata en defensa común queda exonerado en la trama de la justicia divina que es de uso de la multitud. Es justiciero también de la ley fuera de la ley. Y tiene perdón porque dinamita el sistema, y el sistema es nefasto por ausencia de la propia justicia pregonada a diestra y siniestra.

Papel blanco, novela negra, crónica roja, periodismo amarillo. La gama abyecta en la policromía del crimen. Los franceses -a decir del escritor mexicano Federico Campbell- inventaron el color en las novelas. La negra –la novela y no Toña, la bolerista– se empezó a conocer tal como es en el París de 1946. La editorial Gallimard y su “Serie Noire” lanzó la serial copiando a la novela norteamericana del crimen y policiales. El género tuvo color al calor de la manía clasificadora.

Dos. Una novela

Una novela del policial, Por otra parte, la muerte, del norteamericano Richard Stevenson no es negra. Digo yo que es rosa. El protagonista es el maricón con pistola –el falo escupefuego–, pareja barbada y baby doll púrpura. El desviado sexual es bravo, hace su trabajo –limpio o sucio no interesa– con toda dignidad y se maquilla y se delinea las cejas mientras investiga en las cloacas de la megápolis de madrugada y con el vaho de las alcantarillas.

El lector implicado sabe que la fama de la novela negra se llevan los norteamericanos Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Es saludable recordar entonces que la crónica periodística es bautizada como roja porque se habla de la sangre. La sangre del pueblo: ¿Acaso no existe la sangre azul? Pero en México, como asegura Carlos Monsiváis, el desangre es generalizado. Así se habla de la nota roja en las páginas de los diarios. La tragedia se convierte en espectáculo, el espectáculo adquiere características sermoneras se extravía el regaño moral en la fascinación por la trama, y si el relajo aparece como cuento de la tribu, brota el suspense de la sobremesa.

En nuestros pagos, la crónica roja es una cosecha. Operación para aceptar los bajos instintos, los apetitos amoralizados: el ejercicio de las fantasías brutales y ceremonias de la representación sexual. En nuestros pagos, la crónica roja tiene prosapia. Aquella que forjaron como ejercicio para recalentarse con el alma nacional. Manuel González Prada es rojo a su manera como Leonidas Yerovi se enrojece sin maneras. Son rojos también, Abelardo Gamarra, Clemente Palma, Adán Felipe Mejía “El corregidor” y, por cierto, Federico More que dio lauros al Perú en Buenos Aires laburando en el diario Crítica de Natalio Botana.

Guillermo Thorndike, periodista de los buenos –cuando quiere–, que tuvo su bautismo de fuego, en «la escuelita» de La Prensa, confiesa que tuvo que pasar por la sección policiales para encontrar la fascinación del arte de escribir noticias. Lima era una aldea y sus muertos accidentales se inscribían en las fojas de la leyenda. El crimen era noticia en tanto le ocurría y lo  vivía –menos los asesinados– gente como uno.

Thorndike recuerda allá por 1925, al descuartizador del Hotel Comercio, al comisario sagaz, al español autor, condenado luego y próspero empresario pesquero después.

Tres. Un periódico

El Comercio, no por viejo, fue precursor del estilo rojo. Asesinaban de cuando en vez, a los políticos, a los jueces, a los policías y hasta a los presidentes. Alguien tenía que publicar esa noticia. El estilo era higiénico, casi un parte de hospital. Pero la vida misma con sus asesinos, gángsters, cuchilleros y por cierto, sus cadáveres exquisitos, reclamaba otra escritura y otros retratos.

El realismo y el hiperrealismo habitaban en el proyecto, y no en La Prensa u Opinión Nacional. El gusto del pueblo es sabio. El diario La Crónica en 1928, desenfunda, apunta, da en el blanco. Al asunto policial se le otorgaba trato jurídico. Revísese las publicaciones Mundial o Variedades. Lo policial necesitaba del ojo matrero, el olfato perruno y el tacto cirujano, amen de un lenguaje de media mampara. La Crónica agranda las fotos como su público agranda los ojos. La noticia es cruel pero es noticia. “Ebrio víctima a cónyuge con desarmador oxidado“ reza el titular y la bajada, baja a cualquiera: «Esposa le fue infiel con profesores –el plural es suyo– de escuela de policía».

Cierto, el periodismo no tiene la culpa. Cierto, los actores y gestores destrozan cualquier libreto real maravilloso. La fiebre social se codea entonces con la terciana delictiva. Aparecen los alias en titulares, la cuchillada y el navajazo en los leads, lo moderno debe venir ensangrentado. La ética profesional acaba de ser víctima del verduguillo. La moda es punzo cortante.

Los delincuentes adquieren categoría de leyenda. Robin Hood es emulado por hampones nacionales. Jack, el que descuartizaba en Londres, tiene seguidores pero aquí es el destripador de Maranga. Al Capone, en el Callao, es un monrero con zapatillas Bata Rímac. Chicago vive en el barrio de Surquillo y tiene cementerio propio. Lima deja su tufo a perfume de damisela. El cine trae a Humphrey Bogart con su rictus a tajo abierto. El cómic le entrega su color como una herida sanguinolenta. El bolero se pega a los cuerpos cual cicatriz en el bajo vientre. La moda con taco aguja. El sobrino del conde Morosini admira al trío Los Embajadores Criollos y eso basta para que las púberes del Sagrado Corazón dejen de llamarlos “fo, esos cholos”. Guillermo Thorndike “cubre” para La Prensa, junto al fotógrafo Miguel Hitotuichi, su primer caso, el duelo entre el guardia Alarcón y el delincuente Huaroto en una quinta de los Barrios Altos. Thorndike escribiría después El caso Banchero, novela cumbre del policial peruano y Pérez Prado llega por primera vez a la capital y trae el mambo.

Cuatro. Un caso

El gringo Thorndike era jefe de redacción del Correo. Una tarde antes de Semana Santa le avisaron que han descubierto en la Costanera de San Miguel un paquete con vísceras de vaca. El gringo dice que imposible. En el Perú se como todo lo vacuno y hasta los cuernos fritos. Si no es de vaca, entonces es de hombre. Al día siguiente el irresponsable titular decía: «Descuartizador en Maranga». El pánico se apoderó del corazón y la entraña limeña. Thorndike estaba en problemas. El resto de la víctima tenía que aparecer, si no, no había descuartizado, ni descuartizador, ni periodista.

Pasaron los días, Thorndike, con su renuncia en el piyama, soñaba con las otras partes del cuerpo, y nada. El diario estaba a punto de rectificar la primicia. El gringo con un pie en la calle. Pero igual como la primera llamada, llegó la segunda y esta vez era de madrugada: restos humanos semienterrados cerca del hotel Bertolotto.

Cuando Thorndike –con gabán negro hasta la canilla– llegó a la escena del descubrimiento, ya había amanecido y una multitud rodeaba el hallazgo. Entonces el gringo se hizo pasar por el juez de turno y al instante estuvo frente a los restos. Levantó el papel que lo cubría y ahí estaba una cabeza como un balón de fútbol y ahí estaban los ojos del fraccionado mirándolo fijamente, exigiendo despliegue periodístico, amen de una súplica para la venganza.

Thorndike, años más tarde, fundó el diario La República. El periódico debía tener un contenido político pero así no se vendía. Entonces, “El loco Vicharra”, sanguinario robabancos buscado en todo el país, cae abatido por la Policía y en su ley. Thorndike se opone a dar la noticia en primera página, pero el tiempo no está para remilgos. El caso Vicharra es fundamental para entender la última gran página del periodismo policial. En La República se utiliza del periodismo de investigación todo el instrumental operativo para darle rigor a la información. Así, Perochena y el “Loco Aldo“, maleantes tipo conejillas de Indias, sirven para la disección pública.

Hasta ese entonces, el policial era un colectivo público de carácter emotivo, ducho en las pasiones violentadas. Después, desarrolla, por decirlo de alguna manera, las conexiones del nivel subconsciente. Thorndike dice que nadie es malo totalmente y descubrir ese tramado psicológico de aquellos que viven fuera de la ley –y alguno dentro– es tocar la fibra más sensible de lo llamado popular.

Cinco. Un bolero

Otro periodista, César Lévano, maestro en el arte de la crónica, escribió una serial sobre un famoso crimen. La matanza de siete ciudadanos japoneses de mano –de cuchillo, sería mejor– de un familiar y paisano suyo, Mamoru Shimizu. Lévano, preso político en el Panóptico, famosa cárcel limeña, entabló amistad con el  condenado por homicidio. Mamoru era un ser extrañísimo, poco comunicativo y de escasos amigos. Fungía de peluquero en la prisión –la navaja era su amante, dormía con ella– y así cultivó amistad con el periodista.

Muerto Mamoru, se llevó el secreto al más allá. Lévano publicaría después una puntillosa investigación sobre el caso –el periodista recreó el múltiple asesinato y dio pistas para que la justicia enmiende el fallado fallo–, descubriendo que se trataba de un crimen político. Mamoru en realidad habría llegado en misión militar en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Además, en un arranque de diafanidad que nunca se perdonaría, Mamoru contó que él había peleado en la guerra con China y sabía qué significaba matar a una “rata comunista”.

Mientras esto sucedía, Lima era todavía una ciudad bucólica con chispazos de modernidad. “Déjeme tranquilo, señor magistrado/no quiero defensa, prefiero morir”. El bolero domaba el gusto popular como las crónicas rojas y, temas como Amor gitano, Marabú o Señor magistrado, le donaban al crimen, la excelsa sinfonía del purgatorio. La estrella de la radio Lucy Smith había muerto también, Dios sabe cómo, aunque nadie coloca las manos al fuego por su honra, y fue un zapatero de La Victoria, el chinchano Abelardo Carmona, quien le compuso un valse necrológico  –un salmo melodramático– que toda Lima silbaba leyendo las noticias de un nuevo vespertino Ultima Hora. Al fondo de las noticias rojas y la descomposición social, Benny Moré entonaba su himno “Cómo fue” y campeonaba Sport Boys con un cabezazo de Valeriano.

Mamoru Shimizu, autor y gestor de una auténtica cirugía del deserraje cárnico fue tan complejo y enigmático –un clásico del crimen hubiera dicho del panzón Hitchcock– que le sirvió también al escritor Jorge Salazar para tramar la novela «La medianoche del japonés», con una prosa virtuosa al límite de este género. Salazar, periodista también, cultivó la crónica roja o negra –depende de los muertos– con estilo supremo y es autor también de «Poggi, la verdad del caso», crónica-novela sobre el asesinato de un supuesto descuartizador gracias a la mano o correa o justicia de un psicólogo enajenado, asesor de la Policía, el tristemente célebre Mario Poggi. Hoy, ambos están en libertad.

Coda: una estrella

Y Marilyn Monroe posa retratada delante de Arthur Miller. Es un 6 de agosto de 1962, en la portada de Ultima Hora aparece tal como es o como fue. “Decepcionada se mató Marilyn”. La volada explica: “Tomo pastillas y duerme para siempre” y la leyenda del retrato agrega: “La subyugante Marilyn Monroe, que ayer puso fin a su agitada vida, aparece con el rostro ajado y marchito por la celulitis (sic) que sufría. Marilyn con M de muerte”. Ahí está el vespertino dirigido por Bernardo Ortiz de Zevallos, en mis manos esta tarde y en la hemeroteca Miró Quesada de la Biblioteca Nacional.

Es el periodismo, con sangre y al ritmo de boleros, valsarios y un chilcano de pisco Vargas. Dudo que algún periodista dude de la  capacidad vivencial –la pura vida– que obligaba el género. Por eso hoy son ejemplo sus cultores. Desde el peregrino manejo de la paradoja en Federico More hasta las propias crónicas de don Emilio Bobbio, el «Becerrita» de Vargas Llosa, Carlitos Ney Barrionuevo. “El Cumpa” Donayre, que descubrió la verdad en el caso Jayo de Chincha, Juan “El Gato“ Marcoz, Jaime Marroquín que atrapó una serpiente escapada del zoológico de Barranco, el comandante de bomberos Fidel Méndez, Ernesto Chávez, J.L. Díaz y el maestro grande de las letras rojas, el “Gordo“ Raúl Villarán.

Periodistas de la noche y de los tiempos convulsos, periodistas que aquí olvido recordarlos y con el perdón de los presentes, posando prontuariados en un fresco imperecedero. Y uno se pregunta caminando en la niebla del recuerdo –Calle Luna Calle Sol–, si acaso los cadáveres públicos no son cubiertos con papel de periódico.

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