Lo irónico –absurdo y cómico a la vez- del día internacional de la mujer, es ver a las mujeres, dóciles, siendo engreídas con flores y chocolates por parte de “sus hombres”; esperando ser amadas y agasajadas bajo esa dominación en la cual son víctimas y cómplices a la vez. Muchas de ellas no perderán la oportunidad para inmortalizar el momento con un selfie, conmovidas hasta las lágrimas por el generoso detalle de parte de sus compañeros de trabajo, de su gerente, de su novio, mirando una y otra vez la tarjeta color rosa, lila, fucsia, que contiene un mensaje en caligrafía fina remarcando las características que hacen a la mujer un ser tan especial: delicadeza, fragilidad, modestia, intuición, discreción: todas las “virtudes” propias de un ser sometido al control de un sistema opresor; un sistema erigido por hombres y para hombres que día a día consigue enraizarse entre la lucha de algunas y la indiferencia de muchas, incluso de mujeres que cuentan con los medios, el espacio y la capacidad para hacerle frente a esta dominación.
La precaria y primitiva sociedad peruana, en este retroceso social del que viene siendo parte, ha llegado a niveles bárbaros de trato hacia la mujer. Si antes era más objeto que sujeto, no cabe duda que la mujer actual se ha convertido, sin posibilidad de mejora, en un objeto puro, una mercancía comercializable, como carne de un camal que desfila en programas de televisión diversos, periódicos, revistas, pasarelas, centros comerciales y otros medios; un objeto cosmético, forzado al porte y la belleza, a la perfección a costa de sufrimiento, a la represión, la exposición y la dieta; un objeto que, en la vida real, sigue confinado a realizar trabajos cuyas funciones son meramente de representación: recepcionistas, secretarias, cajeras, aeromozas–labores donde lo que se hace empieza siempre por la forma (vestimenta, maquillaje y otros signos de distinción)- y a estudiar solo ciertas carreras donde sus “virtudes”, serán reconocidas (enfermeras, azafatas, profesoras de inicial, marketing).
La maquinaria de publicidad que bombardea a la mujer en tiempos como estos es avasalladora. La sociedad machista ha logrado sembrar en el subconsciente la idea de mujer como objeto producible, medible, valorable en función de lo que ellas han llegado a considerar como algo natural -ya Simone De Beauvoir lo afirma en su libro El segundo sexo: “Desconfíen de su naturaleza”-: operaciones sin fin para tratar de elevar sus rasgos a los cánones de belleza que las casas de moda y maquillaje establecen; sentimientos de culpa por estar fuera del peso que el ideal colectivo requiere, frustración por no poder lucir como el televisor dice que las verdaderas mujeres lucen, y un cúmulo estúpido de taras que la gran mayoría (tal vez todas, si contaran con los medios económicos suficientes) intentan lucir. “Voy a producirme”, es la nueva forma en la que la mujer se refiere al hecho de arreglarse para salir a algún evento social, lo cual dice mucho de esta tendencia. Así, cómplice de este mensaje subliminal que la condena, la mujer no desestima fuerzas en lucir el cabello, ideal, la nariz ideal, el busto ideal, la ropa ideal: ropa que normalmente apunta al realce de partes de su cuerpo que el hombre desea apreciar (senos, caderas, trasero), creando una falsa sensación de libertad y autenticidad, cuando todo su esfuerzo no es más que un nutrido sometimiento a las condiciones sociales establecidas para relegarlas a un lugar inferior. La mujer como un ser semejante al hombre en pensamiento y libertad, igual en oportunidad y decisión, termina convirtiéndose –bajo esta presión masculina- en una criatura domesticada al antojo de quienes pretenden limitarla.
Esta limitación puede creerse menor que la sufrida por otras generaciones, sin embargo basta revisar con minuciosidad la nueva sociedad moderna para ver que la mujer sigue sometida por nuevos prejuicios y encadenada a nuevas tendencias, que no resultan tan diferentes a las del siglo pasado. Mujeres que hacen cola para ser carne en televisión; mujeres que hacen cola para ser maquilladas, peinadas, enceradas, planchadas, secadas, oreadas; mujeres que han convertido sus redes sociales en ventanas de exposición de su cuerpo, desvirtuando la posibilidad de la valoración de su interior y la apreciación de cualidades que vayan más allá de su epidermis, apoyando de forma inconsciente aquellas condenables palabras de San Agustín: la mujer es una bestia que no es firme ni estable; cayendo en la trampa de la mujer “verdaderamente mujer”, que menciona Simone De Beauvoir en su libro: frívola, pueril, irresponsable, la mujer sometida al hombre.
La pregunta que asoma ante la exposición de esta problemática es ¿cómo liberar a la mujer de un yugo que la tiraniza y que a su vez le resulta conveniente (puesto que la mantiene en una zona de confort y cero esfuerzo)?, ¿Cómo hacerla visualizar el beneficio de una verdadera libertad y autonomía en un mundo que ha minimizado sus preocupaciones, ridiculizado sus sueños y adormecido sus inquietudes? De Beauvoir lo señala con claridad en el prefacio de su opera magna: Dada la voluntad del hombre de dominar, lo cual involucra una protección material y económica, la mujer evitara el riesgo físico y espiritual de una libertad en la cual debe vérselas por sí sola. Renunciará a la libertad que desea para convertirse en un objeto, pasivo y alienado, siendo presa de la voluntad de su dominador, perteneciéndole. Simone De Beauvoirse refiere a esto como “un camino fácil”, en el que la mujer no se reivindica como sujeto, queda unida al hombre sin necesidad de ser recíproca (él paga, él provee, él la cuida, él se encarga porque ES suya) y termina complaciéndose con su rol de objeto.
Pierre Bourdieu acusa este problema en su libro La dominación masculina. Manifiesta que, en efecto, existe una dominación suprema, una dominación que va más allá de la violencia física (que es grave y atroz), y que es una violencia económica, social, espiritual, educativa. Las estructuras sociales y políticas relegan a la mujer desde antes de que pueda entrar en razón: La familia criando princesas, impidiendo que realice juegos o trabajos que vayan más allá del cuidado de muñecas y el servir tazas de té; el vestido, el moño, el “tienes que verte bonita”, “no juegues cosas de hombres”, la escuela y el velo imaginario que las separa de los niños pasando por el silenciamiento adolecente que la llena de complejos y limitaciones: “que te busque él, ÉL es HOMBRE”, “que te hable él primero”, “que te pregunte él primero”; y terminando en esa adultez en la que queda inmersa entre congéneres que también viven estancadas dentro del molde y pasan el tiempo creando ideales que forjaron desde aquel momento en que les regalaron su primera muñeca: Noviazgo, matrimonio y maternidad, hitos de la vida que parecen circunscribir la feminidad a la presencia de un útero, cuando queda claro que la mujer es mucho más que eso, y sin embargo resulta imposible para ellas luchar contra el sentimiento de zozobra que las invade cuando el reloj biológico les indica que el FIN para el que fueron creadas está volviéndose caduco, y que es una vergüenza ser una tía solterona o una joven solitaria, dedicada a su vocación o sus pasiones.
Los movimientos feministas abundan, algunos tienen conciencia del verdadero problema, pero los que más solo siguen batallando en esta eterna guerra contra el sexo opuesto, sindicando al género masculino, enfrentándose en una guerra por la superioridad. Dudo que el feminismo consista en estar en guerra contra el género, sino contra el sistema de dominación social que existe y la complicidad femenina que también lo alimenta. Pierre Bourdieu señala en su libro los factores que propician esta dominación, empezando por la iglesia, el estado, la escuela, y considerándolos los verdaderos puntos de lucha donde el feminismo debería entrar a tallar. Sí, el hogar es un lugar donde la mujer resulta afrentada y violentada, la calle lo es también, pues las expone al acoso, pero por violentos que resulten no pueden ser estos espacios los lugares neurálgicos de la lucha, no más que las instituciones ya señaladas, donde se generan las ideas y leyes que pueden condenar o liberar a la mujer. La religión monoteísta, machista confesa y empecinada en no cambiar, vulnera la mente y el espíritu de la mujer, rebajándolo (Santo Tomás decreta que la mujer es “un hombre fallido”, el génesis muestra a la mujer como un extracto de una criatura superior, que es Adán, y las palabras antes citadas de San Agustín, relegan a la mujer al nivel de otras criaturas terrestres); el estado, como garante de la libertad de la mujer y de la disposición de leyes y proyectos que garanticen su seguridad e igualdad; y la escuela, ya no como un modelador y homogeneizador de voluntades, sino como una institución que logre rescatar la individualidad y las verdaderas pasiones en cada alumno, alejándolos de protocolos y convencionalismos limitantes y discriminadores en cuanto a género y sexo, y fomentando relaciones en base a la igualdad de oportunidades y a la apreciación del pensamiento crítico sin hacer distinciones.
No es esta una reflexión negativa sino real, por dolorosa y cruda que pueda resultarle a muchas mujeres que no se identifiquen con las situaciones descritas (aunque lo veo difícil: de una u otra manera están inmersas). Si dejamos la filosofía de lado y nos concentramos en las estadísticas, la realidad resulta mucho más perturbadora: La mujer ocupa solo el 5% de cargos de nivel gerencial y hay una diferencia de salarios de 15% con respecto al de los hombres; el 71% de mujeres peruanas han sufrido violencia por parte de su pareja y el 31% sufrió violencia física y sexual; hubieron 282 casos de feminicidio y tentativa de feminicidio en el año 2013 y 282 más en el año 2014. A nivel internacional, más de 130 millones de mujeres y niñas sufren mutilaciones genitales, y el 20% de los embarazos suelen ser de mujeres menores de 18 años, generalmente por violencia sexual. Hay progreso, sí, pero resulta tan lento que la ONU ha previsto que se necesitan al menos 81 años para poder hablar de igualdad de género absoluta.
Estos indicadores van de la mano con el problema de la mujer convertida en objeto, y el lento cambio se debe en parte a la misma indiferencia de la mujer, o incluso oposición frente a sus congéneres que intentan luchar por sus derechos, ya sea por mantener la zona de confort de la que habla Beauvoir o la complicidad que señala Pierre Bourdieu. Sea cual sea el motivo, hay un largo camino que seguir en la lucha por el respeto hacia la mujer y es una lucha que no solo depende de ellas, sino que requiere el compromiso de los hombres. Para la mujer, hay mucho trabajo por hacer, muchos problemas que solucionar y que requieren la integración absoluta de su género, cosa que no se conseguirá aceptando flores, chocolates y tarjetas con frases románticas, que por hermoso que resulten no es más que la extensión de aquel machismo que desde siempre las tiene confinadas a ese segundo y horrendo lugar en la sociedad.