Política

Cien días de soledad

“Muchos días después, frente al pelotón de críticas, el presidente Castillo había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Chota era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban. El Gobierno se volvió tan caviar, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

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El sindicalista entreabrió los ojos para comprobar que las cifras eran las correctas; era cierto, había pasado a segunda vuelta. Afuera, en su natal Chota, el público celebraba y bailaba en las calles. Era todo algarabía.

La gente se preguntaba cómo un personaje como él se encontraba arriba en las encuestas si en la capital casi nadie había escuchado de él, y los pocos que tenían conocimiento de su candidatura, pocas esperanzas le guardaban. Sin embargo, en el interior del país sus palabras retumbaban como profeta del nuevo testamento. La gente lo escuchaba y lo seguía ciegamente. Era el indicado.

Ya en junio, la historia no varió y las urnas lo dieron como ganador. El hombre del campo, el que se identificaba con las masas, el padre de familia, humilde y reservado había derrotado a la poderosa y omnipresente maquinaria mediática que no se cansaba día y noche de desprestigiarlo. Lo comparaban con las peores de las pesadillas; que era terrorista, que tenía dos cuernos que bien ocultaba en ese perenne sombrero, que de noche se iba a raptar niños, que era un enviado del mismísimo Hades, dispuesto a convertir nuestro país en un pandemónium.

Decían que en su juramentación iba a aparecerse montando un caballo blanco, que ese día iba a ocurrir un eclipse y las nubes se despejarían donde él ose posarse. Los Apus susurrarían su nombre y una nueva estrella aparecería en el firmamento cual estrella fugaz.

La muchedumbre coreaba su nombre y todos auguraban un mejor porvenir para el país. No sabían que la ficción y la realidad se iban a interpolar.

Pensaba que guardando silencio iba a pasar desapercibido, pero poco a poco sus fieles seguidores lo iban abandonando uno a uno, diez a diez, cien a cien, hasta que una mañana alzó la mirada buscando algún aliado que salga al frente para calmar a las masas que pedían explicaciones.

Sus subalternos intentaban hablar por él pero más confusión brindaban con sus declaraciones. Algunos vociferaban a los cuatro vientos que lo blanco ahora es negro, o que aquél que vieron aquella noche no era él sino un vecino. Y así sus mentiras fueron generando desconfianza en la gente.

En el imaginario de aquel hombre de campo las sombras eran voces hablándole al oído, y los gritos de la calle eran vítores de aprobación. La gente caminaba despreocupada por las plazas y avenidas, y la tierra no paraba de producir los mejores frutos de cada región. Sus asesores le mostraban cuadros y él pensaba que todo se arreglaba subiendo y bajando números como en un columpio.

Antaño, en su casita del monte, cuatro paredes y un comedor eran suficientes para que sus problemas no lo asfixien hasta el mutismo. Ahora, los salones palaciegos retumbaban cada pensamiento taciturno. El espacio formaba un eco interminable que amartillaba su ya alicaída cordura.

Una tarde, mientras buscaba respuestas en las hojas de un árbol, empezó a hablar solo, al vacío. ¿Y usted qué hubiese hecho, señor ministro? Mi secretario de partido no me contesta las llamadas y mi propio partido ya no me cree. Hice todo lo que me dijeron esos señores de anillos de oro y corbatas de seda que me prometieron que pase lo que pase siempre estarían conmigo. Me pidieron que ponga a tal, y así lo hice; y que ponga ese, y así se hizo. Entonces ¿qué más están buscando?

Los sirvientes lo miraban a lo lejos, por temor a interrumpirlo o que los confunda con uno de sus antiguos camaradas. Lo veían por largo rato enfocado en un punto al azar, deambulando en su inconsciente fantástico.

El gobernante, quien ya llevaba así un par de horas, se quitó el sombrero y sacó de él una foto familiar. La miró por un instante y recordó esos veranos de carnaval y campanadas donde la sonrisa de su esposa se confundía con las luces y las serpentinas. Era el Perú un Macondo en su afiebrada mente, una isla donde el tiempo, cual bailarina de ballet, pasaba disimuladamente para no alterar las manecillas de un reloj, de por sí ya descompuesto.

Y ya de noche, en la oscuridad de su dormitorio, sus manos jugaban con su mente, confundiéndolo aún más, haciéndole creer que una era la izquierda, y la otra la derecha.

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