EN HONOR A LA VERDAD. La madrugada del 18 de julio de 1992, nueve estudiantes de La Cantuta fueron secuestrados y ultimados por el Grupo Colina (conocido también como el Escuadrón de la Muerte), como parte de una absurda estrategia contra el terrorismo. Colina fue el comando armado por Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, para que actuaran bajo la perversa lógica de la Ley del Talión.
Una de las víctimas de aquella masacre fue Amado Cóndor, que aprendió el arte del sikuri junto a su padre puneño Hilario Amaro. El estudiante Amaro era promotor cultural en La Cantuta, junto a Flores Chipana, Pablo Meza y Robert Teodoro. Ellos tocaban música folclórica dentro de la universidad y fueron confundidos como miembros del Movimiento de Artistas Populares (MAP).
El Grupo Colina creyó, o hicieron creer a su comando, que ellos pertenecían al (MAP), que los universitarios que tocaban en el MAP fueron los autores del atentado a Tarata. Esta atribución luego fue descartada ya que la universidad se encontraba bajo un excesivo control militar y por la distancia geográfica era imposible que los estudiantes mencionados fueran los autores del atentado de Tarata, ubicado en Miraflores. Incluso no se reportó ninguna salida de los estudiantes de la residencia ubicada en La Cantuta el día del atentado.
Además la universidad en ese entonces, se encontraba en toque de queda desde las 6:00 p.m. “Lamentablemente, desde que los militares intervienen la universidad por órdenes de Fujimori, el clima que se vivía era de permanente zozobra” menciona Gisela Ortiz Perea, hermana de una de las víctimas Luis Enrique Ortiz, que vivió de cerca aquellos años de intervención militar.
Otra dato demuestra lo siguiente “Según el informe 140 Dinto-Dincote, por lo menos Bertila Lozano era objeto de constante seguimiento por parte de los agentes de Inteligencia asignados a La Cantuta” (CVR, Informe:628). Los estudiantes eran acosados constantemente por los militares dentro del recinto universitario.
El día en que se hallaron los cuerpos de las víctimas de La Cantuta (Foto: El Comercio)
LA FATÍDICA MADRUGADA
Sobre este avasallamiento daría testimonio años después, el periodista, Efraín Rúa en su novela El crimen de La Cantuta. “Todos dormían plácidamente. Flores, Mariños, y Ortiz lo hacían en uno de los cuartos extremos de la residencia estudiantil. En la parte intermedia estaban Amaro, Rosales, Teodoro y Meza… Bertila Lozano fue reconocida de inmediato… en medio de golpes y empujones fue bajada al primer piso Dora Oyague… iban al rumbo final”.
Otro testimonio, publicado en la tesis de Pablo Sandoval titulada Juventud universitaria y violencia política en el Perú La matanza de estudiantes de La Cantuta y su memoria, 1992-2000, relata lo siguiente:
“Aquella madrugada del 18 de julio de 1992, todos dormían plácidamente en las habitaciones de la vivienda universitaria. La víspera habían celebrado hasta las ocho de la noche el cumpleaños de una de las residentes. A pesar de estar prohibidas las reuniones por órdenes del ejército acantonado en la universidad, los estudiantes insistieron y recibieron permiso para celebrar los onomásticos del mes. De repente, entre la 1 y las 3 de la madrugada un contingente de militares encapuchados irrumpió en las habitaciones, portando armas de corto alcance con silenciadores. Obligaron a todos a arrodillarse, con las manos en la nuca y mirando hacia el piso. Mientras un efectivo encapuchado, linterna en mano, pateaba y golpeaba a los que se atrevían a levantar el rostro, otro pedía que dijeran sus nombres completos. “Terrucos [terroristas] de mierda, así que ustedes eran las cabezas, ahora ya se acabó […] esto se acabó”. De un total de cuarenta internos fueron separados nueve. Al mismo tiempo, otros efectivos arrestaban al profesor Hugo Muñoz, que también residía en la universidad junto a su esposa y sus dos pequeños hijos.
HALLAZGO DE LAS FOSAS
Después de una larga y exhaustiva investigación periodística, el 8 de julio de 1993 se hallaron las fosas de Cieneguilla, donde el destacamento militar Grupo Colina intentó ocultar los cuerpos de los nueve estudiantes y la del profesor de la Universidad Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta.
Las investigaciones de la revista “Sí”, dirigida por Ricardo Uceda, establecieron su ubicación en base a un mapa, en una quebrada ubicada en Cieneguilla. Inmediatamente convocaron a la prensa, excavaron y encontraron huesos. Ahí detuvieron la investigación hasta la llegada de los fiscales para evitar que se alterase el escenario del crimen.
Los restos estaban a un metro y medio de profundidad, también se hallaron casquillos de calibre 9 milímetros, partes de antebrazo, cartones, telas, cabellos y huesos sueltos.
Estos indicios comprobaron que las víctimas fueron torturados, calcinados, y padecido vejámenes, humillaciones, violaciones, y los restos de sus cuerpos fueron enterrados y desenterrados dos veces, luego decidieron prenderles fuego, y cubrirlos de tierra.
LAS LLAVES DE AMARO CÓNDOR DESCUBRIERON LA MATANZA
En la fosa, la fiscalía encontró dos manojos de llaves, los que luego ayudarían a comprobar que los restos sí eran de los estudiantes de La Cantuta; también un cráneo de una mujer de unos 25 años aproximadamente, una cadena con un dije de motivo prehispánico y trozos de tela.
“Le pedí al doctor Villanueva que probara una de las llaves en la puerta de mi casa, lo cual hicieron. Cuando vi que esa llave abría la puerta, sentí que perdí a mi hijo para siempre”, recuerda Raida Cóndor.
El 12 de julio de 1993, tres días después del hallazgo en Cieneguilla, la DINCOTE (Dirección Nacional Contra el Terrorismo) pretendió desvirtuar el croquis y la investigación publicada en la revista “Sí” intentando mostrarla como una campaña montada por Sendero Luminoso para desprestigiar al Estado.
Aquí recordaremos los nombres de los estudiantes: Juan Mariños Figueroa (32, Electrónica), Heráclides Pablo Meza (28, Ciencias Biológicas), Robert Teodoro Espinoza (24, Ciencias Biológicas y Matemáticas), Armando Amaro Cóndor (25, Electromecánica), Luis Enrique Ortiz Pereda (21, Cultura Física y Deportes), Dora Eyague Fierro (21, Educación Inicial), Felipe Flores Chipana (25, Electrónica), Bertila Lozano Torres (21, Facultad de Artes y Humanidades), Marcelino Rosales Cárdenas (Facultad de Artes) y el profesor Hugo Muñoz Sánchez (47).
EL CALVARIO DE LOS FAMILIARES
Entre los familiares de las víctimas, destaca la lucha incansable de una de las madres de aquellas víctimas, Raida Cóndor, madre de Armando Cóndor, cuyo cuerpo hasta hoy sigue desaparecido. Su lucha es símbolo de firmeza y entereza de una madre que con coraje continua su búsqueda por la justicia y la memoria de su hijo, a quién aún no ha podido darle cristiana sepultura, también su lucha es un acto de dignidad, de sentar un precedente. «Para que no vuelva a haber otra Raida Cóndor que sufra lo que yo sufrí», según sus propias palabras.
De su primogénito, solo guarda un par de zapatos, ya que todo se lo han quitado. Hasta las prendas y pertenencias de las víctimas fueron llevadas por la policía para continuar con su absurda investigación, y su frustrado intento por borrar su memoria en esta tierra.
También reconocemos a Gisela Ortiz hermana de una de las víctimas quién acompañó siempre a Raida, incluso fue difamada por el fujimorista Wilfredo Risco Paico, ex estudiante de la Universidad La Cantuta, en el diario fujimorista La Razón, de ser un manto y de pertenecer a Sendero Luminoso, por el único hecho de exigir justicia para su hermano. Ese hecho fue parte de una estrategia utilizada por el fujimorismo para defender a su líder, como alguna vez la fujimorista Martha Chávez y Gilberto Siura, endilgaron la hipótesis que los estudiantes se autosecuestraron, igualmente salió otra fujimorista Luisa María Cuculiza, afirmando que eran terroristas para justificar a Fujimori. Tiempo después aducieron que el presidente desconocía aquella operación militar, alegando que él no dio ninguna orden.
¿Quién entonces dio la orden del crimen? Cuando se lo preguntaron al mayor Rivas, respondió: «Se enteraba (Fujimori) y autorizaba y ordenaba los operativos. Le digo que hubo muchos. Digamos, algunos de rutina, o menores, pero el de Barrios Altos fue uno de importancia, y la orden vino desde arriba”.
Aquella noche Fujimori seguía paso a paso aquella operación desde el Cuartel General. El siempre pernoctaba como todas las funestas noches en ese lugar, porque tenía miedo, un terrible miedo que le destripaba los ojos durante las noches.
Vladimiro Montesinos y Alberto Fujimori.
NUNCA MÁS
Hace poco, un grupo de estudiantes de la Universidad Nacional de los Andes, situada en Puno, acaban de manifestarse contra la candidata Keiko Fujimori, pintando sobre un mural fujimorista la frase: “La Cantuta no se olvida”, en referencia a la masacre y crímenes de lesa humanidad perpetrados por órdenes del maquiavélico Alberto Fujimori.
Los estudiantes cantuteños tendrían el deber de expresar su rechazo a la impunidad que no ha permitido que aquel crimen hasta ahora se esclarezca, más ahora cuando el fujimorismo busca instaurarse nuevamente en el gobierno, y corresponde dar a conocer a los más jóvenes lo que el fujimorismo corrupto y criminal significó para el país, porque aprovechándose del olvido colectivo puedan a volver a cometer los mismos crímenes: muerte, militarización, pánico, amenazas a la población, terror, violación de DD.HH. También Susana Villarán de la Puente, integrante de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), expresó lo siguiente refiriéndose a estos crímenes “El olvido y la impunidad envilecen a una sociedad, la dañan, la manchan. La verdad y la justicia son fundamentales para la sociedad peruana, porque solo con ellas se la puede reparar”.
El mausoleo erigido dentro de la ciudad universitaria, colinda con el armatoste de concreto conocido como la capilla, fue construido en honor a aquellas víctimas, simboliza años nefastos de represión contra los estudiantes. Esa misma memoria que hoy pretende borrar aquel gobierno genocida aprovechándose lamentablemente de la “amnesia colectiva, especialmente entre los más jóvenes”, como lo diría Pedro Salinas, esto se agrega a la complicidad de la televisión basura y la prensa amarilla, que agusana con residuos de cloacas telenocivas la mente de los más jóvenes.
Nunca alcanzarán las palabras para describir el horror de aquella masacre, ni describir el dolor causado a los familiares de las víctimas, que enlutaron sus corazones atravesando el neblinoso calvario que durante largos años vienen clamando justicia en este país sin memoria, es necesario que haya justicia, porque no hay crimen ni tragedia más dolorosa que el olvido.