Cargada de un profundo pesimismo,
Mouchette (1967) de Robert Bresson,
es una película que expone un mundo sin esperanza ni redención, un lugar
plagado de miseria, en donde los más débiles son aplastados o mueren, y las
acciones nobles o solidarias, son respondidas con suspicacia, burlas y traiciones.
Bresson presenta este drama a través de la historia de una joven –casi una
niña- de pueblo, sometida sistemáticamente a injusticias, abusos y violencia. Su
fragilidad remarcará la brutal diferencia entre ella víctima y sus verdugos. En
ese escenario tan hostil, sólo su madre enferma podría ofrecerle algún
consuelo, pero su salud no se lo permitirá, terminando sus días postrada en la
cama. (En la primera secuencia de la película, la madre, anticipando su muerte,
se pregunta qué será de su familia cuando ya no esté). La progresiva destrucción
de la muchacha se parece a un ajuste de cuentas, como si su sola existencia fuera
algún tipo de afrenta al pernicioso sentir de los habitantes de la villa.
En cierto modo, la vida del
personaje principal está enfrentada con el mundo que la rodea. Desde el
maltrato del padre, un alcohólico vendedor de licor ilegal, o la maestra que la
humilla en clase por no saber tocar una melodía en el piano, o sus compañeras
de aula que se burlan constantemente de ella, hasta el resto del pueblo que no
la valora, escondiendo su desprecio en actos de aparente generosidad –al final
mostrarán ese desprecio abiertamente. La joven-niña recorre su mundo como una
especie testigo, incómodo, de las bajezas y miserias de quienes lo habitan, y
se opone a lo que le acontece con pequeños actos de rebeldía (rechazar la
comida que le ofrecen o tirarles barro a las otras niñas a la salida del
colegio), o resistencia (ayudar con el hermano recién nacido, hacer las labores
de la casa y cuidar de su madre). Las desigualdades entre unas fuerzas y otra subraya
la indefensión de la protagonista. Y la pobreza no es sólo un dato socioeconómico
como telón de fondo, sino un signo más del deterioro moral y material en el que
ella trata de sobrevivir.
Bresson intensifica así los
intereses mezquinos y particulares que guían a los personajes cuando se
relacionan con la joven. Los conflictos allí latentes (como los del guardia
forestal y el cazador enfrentados por la mujer que atiende en el restaurante), estallan
sobre Mouchette incluso cuando ella nada tenga que ver con esas disputas, celos
o frustraciones. Como si se tratara de una energía contenida, que al desatarse,
ejerciera sobre un cuerpo elegido toda su violencia gratuita. (Esto es muy
gráfico en la secuencia en la cual la joven es violada por el cazador, aún
después de que ella le advirtiese que el guardia lo andaba buscando y que además
lo cuidara luego de su ataque epiléptico).
Sola, su madre ha muerto, descreditada por los habitantes de la villa –muchas viejas exponen sus teorías sobre cómo se heredan el vicio y las conductas indebidas-, Mouchette irá al río y en una especie de juego –que nos recuerda la cercanía de la protagonista con su infancia-, rodará por la orilla hasta caer en las aguas y no salir más. La historia que cuenta el director (basada en la novela de Georges Bernanos), propone que la injusticia y en particular el mal, ambos, son una mezcla de mentalidades, un efecto de las desigualdades materiales, y un espíritu que lo trasciende y lo corrompe todo. Nada redime a la muchacha, todo (y todos), la niegan como persona. La muerte la entrega a una nada que simplemente la aleja del sufrimiento. Son los espectadores los que podrían reflexionar sobre el visionado de una existencia marcada por la agresión y las humillaciones. Queda preguntarse qué nos dice este drama –no de manera obvia- acerca del vínculo entre la comunidad –los pobladores- y la joven que es violentada. Ese desagrado sordo, esa agresividad sin razón aparente, que pululan como datos idiosincráticos, se rehacen en la película como una forma de odio dirigido a la víctima.
Las características especiales que posee esta (la juventud casi infantil, la delicadeza, el afecto, la piedad), se construyen en la obra en directa oposición a los otros (exceptuando a la madre). El sacrificio de la víctima propiciatoria está dirigido a salvar (o enmendar, subsanar, reorganizar) a la comunidad –como el chivo expiatorio de Rene Girard-, desplazando los conflictos intestinos hacia un objeto, investido de todos los males y rasgos perjudiciales que el grupo mayoritario le ha impuesto. Mouchette encarna el sufrimiento de esa víctima, su tragedia es el proceso de sacrificio, y el orden que parece recomponerse, es aquel que niega lo más justo, amable y solidario.