Una carta que despeja cualquier
duda que, aún hoy, pudiera sobrevivir sobre la posición política del escritor
Jorge Luis Borges con respecto al expresidente argentino Juan Domingo Perón y a
su creación, el justicialismo, fue hallada por el autor de este artículo en una
reciente investigación hemerográfica. El documento posee definiciones
significativas. Desde lo semántico, el autor de Funes el memorioso definió al peronismo como un «monstruo neológico»
y recordó el tenor de las celebraciones del 17 de octubre, como así también
cánticos del estilo «¡La vida por Perón!» que, afirmó Borges, se trataron de
una «decisión retórica» olvidada tanto por peronistas como por el propio Perón a
partir de la mañana del 16 de septiembre de 1955.
La carta posee un título: Leyenda y realidad. Se publicó en el
diario El Tiempo en la edición del
viernes 28 de mayo de 1971 y pasó inadvertida por sus biógrafos y politólogos. Fue
enviada a la Comisión Promotora de Concentración Cívica en Pro de la República
y, al mismo tiempo, se reprodujo en el diario de la ciudad argentina de Azul,
provincia de Buenos Aires.
Borges no se ahorró definiciones de
índole política: «El dictador [Perón] fue un nuevo rico»; y recordó que,
inclusive, utilizó la muerte de su esposa Eva «para fines publicitarios».
Picana eléctrica para los opositores a su gobierno, confiscación de bienes, políticos encarcelados y fusilamiento de obreros, para Borges, caracterizaron los gobiernos de Juan Domingo Perón entre 1946 y 1955.
La
Argentina circular
Antes de introducirnos en el
documento epistolar, es necesario plantear un breve contexto. Perón había sido
derrocado por la «Revolución Libertadora» en 1955 y, desde entonces, su exilio
se extendió hasta 1972 y su regreso definitivo al año siguiente. Para cuando
Borges dictó su carta, en 1971, eran insistentes las referencias al «retorno»
del expresidente, tanto en el ámbito público de la política, encorsetado por la
censura de la dictadura vigente entonces, como en los de la resistencia y
formaciones especiales que actuaban en la clandestinidad.
Sea como fuere, la posibilidad de
que Perón retornase a la Argentina y, aún más, que fuera nuevamente presidente,
se presentaba en 1971, cada día y mes a mes, como una realidad más próxima y
efectiva, a diferencia de lo ocurrido en la década del sesenta.
Con el cambio de década, muchas
cosas habían cambiado. Desde los sectores juveniles surgían las principales
fuerzas el pro del retorno. Vastos sectores de la clase media comenzaron a
entusiasmarse con la idea, no sólo del recupero democrático, sino también de un
nuevo gobierno peronista.
¿Y la memoria? ¿Los argentinos
habían olvidado lo ocurrido en la década justicialista? Fue ese, sin dudas, el
principal disparador para que Borges se decidiera a difundir su carta y, con
ella, su pensamiento político.
De algún modo, el escritor que imaginó un final para Martín Fierro, excusó en su carta a esos jóvenes de principios de los ’70, porque no habían vivido los ’40 y los ’50 de la manera en que él vivió esa época, al igual que otros de sus compatriotas. En cambio, para los más adultos, Borges refirió un «olvido cómplice», lo cual es toda una definición, además de una acusación.
Para el marco más general, el autor
del célebre cuento Las ruinas circulares,
apeló a lo que podríamos mencionar como «la historia circular» de la Argentina,
puesto que Borges aseguró que el país, cada cien años, se da un «tirano cobarde»,
al que luego las provincias deben enfrentar y derrotar. Para el caso del siglo
XIX, naturalmente se refirió al gobernador Juan Manuel de Rosas, derrotado por
Urquiza en 1852 (allí está la provincia interviniendo, Entre Ríos en este
caso). Y para el siglo XX el caso que refiere Borges es Perón, destituido
violentamente en 1955 a través de un golpe de Estado motorizado, inicialmente,
desde la provincia de Córdoba.
Queda flotando, en este texto de
Borges, una pregunta trémula:
¿Es la de Argentina una historia circular?
La carta de Borges se transcribe
íntegramente a continuación:
“Leyenda y
realidad”
Quince años han bastado para que
las generaciones argentinas que no sobrellevaron, o que por obra de su corta
edad sólo sobrellevaron de un modo vago el tedio y el horror de la dictadura,
tengan ahora una imagen falsa de lo que fue aquella época. Nacido en 1899,
puedo ofrecer a los lectores jóvenes un testimonio personal y preciso.
No prometo ninguna revelación; me
limitaré a anotar ciertos hechos que fueron del dominio público y que un olvido
cómplice o candoroso ha tergiversado.
No en vano acabo de dictar la
palabra «cómplice». Esta palabra es de las que mejor pueden definir esos
tiempos aciagos. Benedetto Croce observó: «No hay en Italia un solo fascista, todos
se hacen los fascistas». La observación es aplicable a nuestra república y a
nuestro remedo vernáculo del fascismo. Ahora hay gente que afirma abiertamente:
«Soy peronista». En los años del oprobio, nadie se atrevía a formular en el
diálogo semejante declaración que lo hubiera puesto en ridículo.
Quienes lo eran, públicamente se
apresuraban a explicar que se había afiliado al régimen porque les convenía, no
porque lo tomaran en serio. El argentino suele carecer de conciencia moral,
pero no intelectual; pasar por un inmoral le importa menos que pasar por un
zonzo. La deshonestidad, según se sabe, goza de la veneración general y se
llama «viveza criolla». Fuera de algunos individuos de la Real Academia
Española —cuyo sentido del idioma era deficiente— nadie creyó en el «justicialismo»,
monstruo neológico que con su eco inexplicable sigue dando horror a una página
del abultado diccionario.
Recuerdo las melancólicas
celebraciones del 17 de octubre. El dictador traía a la Plaza de Mayo camiones
abarrotados de asalariados y adictos, por lo común de tierra adentro, cuya
misión era aplaudir los toscos discursos; los cuales eran tremebundos cuando
todo estaba tranquilo, o conciliadores y pacíficos si las cosas andaban mal.
El 17 de octubre, los almacenes
recibían orden de cerrar para que los devotos no se distrajeran en ellos y
arribaran sin tentaciones a la Plaza de Mayo. Ahí coreaban servilmente «Perón,
Perón, ¡qué grande sos!» y otras efusiones obligatorias. Solían asimismo
vociferar «¡La vida por Perón!», decisión retórica que olvidaron, como el
propio Perón, en cierta mañana lluviosa de setiembre de 1955. Diríase que el
triste destino de Buenos Aires —conste que soy porteño— es engendrar cada cien
años un tirano cobarde, del cual luego nos tienen que salvar las provincias.
El dictador fue un nuevo rico. Dada
su casi omnipotencia, hubiera podido instaurar una rebelión de las masas,
enseñándoles con el ejemplo ideales distintos; pero se redujo a imitar de
manera crasa y grotesca los rasgos menos admirables de la oligarquía ilustrada
que simulaba combatir: la ostentación, el lujo, la profusa iconografía, el
concepto de que la función política debe ser también una función pública, el
amor de los deportes británicos y el culto literario del gaucho. En todo esto
abundó la exageración característica del guarango. Inundó el territorio del
país con imágenes suyas y de su mujer. Su mujer, cuyo cadáver y cuyo velorio lo
usó para fines publicitarios.
Lo anterior es meramente personal y
baladí, si lo comparamos con la corrupción de las almas, con el robo para el
cual se prefiere el nombre eufemístico de negociado, con la picana eléctrica
aplicada a los opositores y a toda persona sospechosa de ser «contrera», con la
confiscación de bienes, con las pobladas cárceles políticas, con la censura
indiscriminada, con el incendio de archivos y de iglesias, con el fusilamiento
de obreros en la secreta soledad de los cementerios y con la abolición de la
libertad. ¡Tantas atroces y sonrientes efigies y ni una sola caricatura; tantos
interesados panegíricos y ni una sola sátira!
Otro estigma de la época, hoy
afortunadamente pretérito, fueron las delaciones costeadas con el dinero
público. Sé de señoras y de niñas que se prestaron al ejercicio regular de esa
indiscreción lucrativa. Otro soborno fue el aguinaldo, curiosa medida económica
—imitada nunca sabré porqué por los gobiernos ulteriores— según la cual se
trabaja doce meses y se pagan trece. Esta ridícula y onerosa medida ha sido
decorada con el título de «conquista social».
Ningún encono personal me dicta la
apresurada redacción de estas notas; hará tres o cuatro generaciones que dejé
de ser hacendado, cuando Rosas, primo de mis abuelos, les confiscó las tierras
que aún guardan los nombres de mi sangre. Perdóneme el lector el atrevimiento
de haberle recordado males que todos conocen, pero que ahora, inexplicablemente
se olvidan.
[Firma:] Jorge Luis Borges
(Texto publicado en la revista impresa Lima Gris 15)