Las películas del estadounidense Stan Brakhage (1933-2003) se caracterizan por la búsqueda de una visión particular, el intento de mostrar una especie de experiencia interior producida a partir de la manipulación del registro fílmico. Dog Star Man está compuesta por un grupo de cortos, organizados en una introducción (denominada “preludio” como en las obras musicales) y cuatro partes, en donde el uso de procedimientos como el collage, las sobreimpresiones, el pintado de película –literalmente– y los planos desenfocados, muestran una serie de imágenes cercanas a los contenidos oníricos y a las visiones rituales.
La película arranca con unas vistas de la ciudad (unas luces altas a lo largo de una avenida o calle), que rápidamente son seguidas por planos desenfocados, no muy nítidos, del cielo, las estrellas y la luna, de la naturaleza –el paisaje de la montaña y el bosque–. El cuerpo femenino aparecerá fragmentado –a veces difícil de ser reconocido–; partes de piel como texturas de otros paisajes, luego se ve el rostro, brevemente, y algunos actos que insinúan cierta sexualidad. Continúan fotogramas intervenidos, película intervenida, dibujos y pintura aplicada directamente sobre la cinta, como si de una colección de cuadros se tratara, no figurativos –no voy a ser el primero que detecta el gusto de Brakhage por el expresionismo abstracto–. En esa yuxtaposición de imágenes, vemos también la esfera incandescente, una visión modificada –la luz es más bien oscura o utiliza tonos opacos (o podría deberse al deterioro de la película)–, del sol y de su fuerza, atrayente, vigilante, apareciendo en cualquier momento sin pauta evidente.
El color que persiste es el rojo
(y sus matices), tanto en las pinturas o en las imágenes de “exteriores” o en los
primerísimos planos que desfiguran los conjuntos. El rojo también aparece en
esas superficies viscosas que son los órganos que salpican las secuencias. El
rojo tiene una vinculación evidente con lo corporal, con lo orgánico, con lo
vivo, con aquella visión integrada que parece mostrarnos Brakhage.
La sucesión de imágenes y
representaciones que observamos en la introducción continuarán en la primera
parte. Pero en esta sección lo que domina es la secuencia del hombre y su perro
yendo por la montaña, en busca de leña o sustento o recorriendo una especie de
paisaje interior. La nieve profunda complica su tarea, notamos su esfuerzo. (Esta
secuencia sugiere una vuelta a los orígenes remotos -el de los cazadores
recolectores-, o quizás un rechazo a la sociedad moderna occidental. En cualquier caso, la secuencia es
autorreferencial y evoca un episodio en la vida del director). Por otro lado,
la montaña teñida de blanco, un terreno interminable, parece también un lienzo
abstracto de formas irregulares, un cuadro reelaborado a través del lente (y
sus efectos), transforma una naturaleza en espacio imaginario (y pictórico).
En la segunda parte se añade al niño, recién nacido o de pocos meses. Su carita apropiándose de toda la pantalla podría verse como una metáfora de la vida –la creación–, o como otro pedazo de vida que asoma al mismo nivel de los otros elementos; su llanto sordo tiene algo que lo emparenta a la realidad física y biológica más básica. (Mientras tanto, el tipo sigue trepando la montaña. Imágenes distorsionadas entran y salen como fallas de origen).
En la tercera parte el cuerpo de
una mujer es superpuesto por manchas y rayones; líquidos, órganos, nuevos –¿o ya vistos?- cuerpos mezclados
en actos sexuales; la cámara mira muy de cerca territorios incomprensibles, relieves
de distinta procedencia: humana, vegetal, animal, mineral; una sucesión de planos
veloces golpean la percepción, inutilizan la comprensión convencional. En Brakhage
el sentido y la fuerza contenidas en las imágenes fragmentadas o en las escenas
con alguna acción, introducen una vivencia centrada en el objeto mismo,
desajustada de todo orden temporal, en una construcción abigarrada de elementos
diversos, que parecen sin embargo transmitir la idea de una experiencia
visceral con los elementos, que elabora una nueva capacidad para mirar, para
romper con los esquemas de percepción dominantes, y descubrir lo nuevo en lo ya
conocido, incluso en lo ínfimo.
La cuarta parte intensificará los
procedimientos anteriores, agregando la vista de una cabaña en una planicie
despejada en medio del bosque. Actos como el cortar leña, buscar alimento, se entenderán
como rutinas básicas de sobrevivencia en las montañas. Así empieza a cobrar
sentido, que el perro, la mujer y el niño, son la propia familia del director. El
viaje –psíquico, místico, esotérico- también puede ser visto como si fuese un
“drama familiar”, que inicia al salir de la ciudad (¿huida?), y termina con el asentamiento
en terreno silvestre. En el proceso de ajuste, los personajes atraviesan varios
niveles de realidad –representadas por las visiones-, en donde son arrastrados,
puestos a prueba, influenciados por la fuerza que los elementos (naturales,
atmosféricos, imaginarios), ejercen sobre sus vidas.
Mención especial al silencio para
concluir. La cinta de Brakhage, como en muchas de sus otras películas, no
utiliza sonido alguno; el montaje que organiza y junta escenas aparentemente
inconexas –a un ritmo variable-, que incide en aspectos fragmentarios de los
objetos, en secuencias sobreimpresas, borrosas, escenas desarticuladas, como
visiones de ensueño, renuncia al sonido como guía y a su aprendida capacidad de
reconocimiento, para privilegiar sólo los aspectos gráficos y sensoriales de la
experiencia visual.