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Alejandro González Iñárritu ganador del Oscar 2015

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Desde hace tiempo, es aficionado al buceo. Lo que más disfruta de las inmersiones es cómo transcurre el tiempo. Bajo el mar la percepción cambia y una hora parece durar cinco minutos. Así siente que han pasado estos últimos diez años: rápido, como si hubiera estado sumergido en la profundidad del océano.

Me lo dice una mañana de agosto, en la que nos encontramos para una entrevista y una sesión fotográfica. Estamos, coincidentemente, en el Edificio Basurto —una construcción estilo art déco, de 1944, ubicada en la colonia Condesa—donde se rodó gran parte de Amores perros. Ahí mismo, unos pisos más arriba, se filmó la perturbadora historia de una modelo que pierde a su perro bajo un piso de madera. Desde que entra al lugar, el director empieza a recordar anécdotas. Cuenta cómo destruyeron el piso del apartamento y cómo los vecinos estuvieron a punto de llamar a la policía. Mira por el balcón y señala el muro de un edificio aledaño en el que colgaron un afiche enorme: en la película la modelo lo observaba mientras su vida se derrumbaba.

Alejandro González Iñárritu lo mira, también con atención, y seguramente piensa en su propia vida. En lo mucho que ha pasado desde ese azaroso rodaje.

Desde el comienzo, Biutiful fue una apuesta riesgosa. Después del éxito de sus tres primeros largometrajes, González Iñárritu decidió tomar un camino diferente al que muchos esperaban. Babel, de 2006, le había dado una enorme notoriedad y los reconocimientos más importantes de su carrera: el premio a Mejor Director en el Festival de Cannes y siete nominaciones al premio Oscar, entre ellas la de Mejor Director. Su trayectoria, además, lo convertía en el líder natural de una generación de mexicanos que brillaba en la escena internacional. Las puertas estaban abiertas para dirigir un proyecto de algún gran estudio en Hollywood.

Pero, cuando terminó la extenuante gira promocional de Babel, que lo llevó a recorrer el planeta, decidió hacer una pausa. En los últimos cuatro años había tenido muy poco tiempo libre y estaba agotado: por eso quiso que su siguiente proyecto fuera a menor escala. Que marcara, de alguna forma, el comienzo de un nuevo proceso creativo. A esto se sumó la muy publicitada ruptura con Guillermo Arriaga —sobre la que los medios aún siguen especulando—, el guionista con quien había concebido todas sus películas. La amarga separación reafirmó su idea de buscar un nuevo rumbo: su siguiente historia no tendría los complejos artificios narrativos y cronológicos de las anteriores ni sería un drama coral como los que había escrito con Arraiga. Sería una película íntima, enfocada en un solo personaje. Además sería hablada en español. Y, aunque desde el principio tuvo en mente a Javier Bardem como protagonista, decidió que el resto del elenco lo integrarían actores desconocidos. Algunos criticaron estas decisiones pues las consideraron un retroceso. También le advirtieron sobre los riesgos —a nivel de taquilla en Estados Unidos— de volver al español. Pero a González Iñárritu siempre le han gustado los retos.

También tenía claro dónde quería filmar. Amores perros transcurre en México, 21 gramosen Estados Unidos y Babel en Marruecos, Japón y México. Por eso parecía natural trabajar en una locación con la que tenía una deuda: Europa. Escogió, además, un país que ha sido fundamental en su vida. En efecto, desde los 19 años, cuando se embarcó en un carguero que zarpó del puerto de Tampico, ha sentido fascinación por España. Todavía recuerda la emoción que sintió al llegar a Barcelona, en 1979, después de pasar un mes limpiando los pisos del barco. Fue la primera ciudad europea que conoció y quedó encantado con su diversidad cultural. Treinta años después regresó, con la cámara en mano, en busca de ese mismo asombro.

Lo más sorprendente de este reencuentro —a pesar de que había visitado muchas veces Barcelona en los últimos años— fue descubrir cómo las nuevas comunidades de inmigrantes estaban cambiando la estructura social, política e incluso física de la ciudad. Entendió, durante una larga exploración de campo, que eran la base soterrada de una nueva Europa. Y que ahí había un buen caldo de cultivo para las historias que siempre le han atraído: las de personajes en situaciones límite. Le llamó la atención que, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, los inmigrantes africanos y asiáticos en España no quieren mimetizarse con su nueva cultura. Al contario: siguen viviendo en microcomunidades aisladas.
A medida que se sumergía en la periferia, González Iñárritu definía mejor su historia. Armando Bo y Nicolás Giacobone, dos jóvenes escritores argentinos, se incorporaron al equipo y empezaron a pulir los detalles del guión. “Trabajo mucho en la escritura antes de empezar las grabaciones, es lo primero que dirijo. Pero, a pesar de la minuciosidad, el guión nunca va a estar completamente listo. Cada vez lo veo más como un referente. He tratado de liberarme de la dictadura de la palabra y hoy siento que algunos de los mejores momentos de mis películas no estaban en el guión. La filmación es el texto original: lo que capturas con la cámara es la película”, dice.

Su primer impulso fue situar la historia en El Raval, pero temió que su mirada fuera la de un turista enamorado de la belleza del puerto. Así que se alejó más, hasta llegar al extrarradio: entró a Santa Coloma y Baladona, donde encontró lo que llama “La realidad”. Ambos son barrios en las afueras que, durante los años cincuenta y sesenta, fueron poblados por españoles que llegaron a Cataluña en busca de trabajo. El gobierno de Franco los instaló ahí: eran grandes colonias de desplazados en su propio país. Luego empezaron a llegar los inmigrantes asiáticos, africanos y latinoamericanos. Hoy día, menos de 10% de los habitantes son de origen español.

Cuando empezó a recorrer las calles de Santa Coloma y Baladona, su equipo de producción tuvo miedo. “No conocían su propia ciudad y les parecían lugares peligrosos. A mí no, porque, como mexicano, estoy entrenado para oler el verdadero peligro como pólvora”, cuenta. Quiso rodar la mayoría de su película en los escenarios reales y exteriores, a pesar de las dificultades. “En lugar de construir un set en un piso de, digamos, el Eixample barcelonés, lo monta in situ, en el barrio y en el piso donde vive Uxbal, su criatura de ficción, porque la calistenia emocional que provee el contexto del barrio a los actores termina siendo una herramienta invaluable a la hora de meterse en la piel del personaje”, escribió en El País Jordi Soler, quien estuvo en momentos de la grabación. No se detuvo en las famosas construcciones de Gaudí: el Parque Güell o la Casa Batlló nunca aparecen; y la Sagrada Familia apenas se insinúa en una toma lejana. Esta mirada al lado oscuro de la ciudad también se logró gracias al impecable ojo de Rodrigo Prieto, quien ha fotografiado todos los largometrajes del director mexicano.

A pesar de que se trataba de una producción pequeña, Biutiful tiene bastantes secuencias complicadas. Como la persecución de la policía a inmigrantes indocumentados, que se rodó a plena luz del día en las Ramblas y con siete cámaras. Muchas de las personas que estaban en el lugar ni siquiera sabían que se estaba haciendo una película y sus reacciones, de pánico, son reales. Asimismo, un largo plano secuencia que ocurre en una discoteca requirió de varias cámaras y un par de días de ensayo. Pero el resultado le encantó a González Iñárritu, pues logró uno de esos momentos que define como “profundamente cinematográficos”.

Otro gran reto fue trabajar con actores naturales de diferentes nacionalidades. Muchos de ellos jamás habían estado frente a una cámara y ni siquiera hablaban castellano. Durante el rodaje, los asistentes del director tenían que darles las instrucciones por medio de un intérprete o explicarles sus movimientos con señas. Pero, de nuevo, a González Iñárritu le encanta explorar las posibilidades de este tipo de situaciones azarosas: nada le gusta más que lograr actuaciones excepcionales de inexpertos. Pero, por otro lado, le gusta también llevar a grandes actores al límite. Y este caso, tenía un colaborador de lujo: Javier Bardem.

Bardem y González Iñárritu se conocían de tiempo atrás, pero nunca habían trabajado juntos. Cuando el mexicano imaginó a su personaje, pensó de inmediato en el español. Supo, desde el primer momento, que Bardem interpretaría a la perfección a Uxbal: un hombre duro y solitario que nunca pierde la dignidad a pesar de las desgracias. Bardem aceptó el reto, pero a medida que avanzaba el tiempo, entendió la complejidad del papel: toda la carga emocional de la película estaba sobre sus hombros. Al final logró uno de los mejores papeles de su carrera (que le valió el premio al Mejor Actor en el más reciente Festival de Cannes). Y uno de los más crudos que han aparecido en pantalla en los últimos años. Porque Biutiful es una película que no hace concesiones, es un descenso sin parada a lo más profundo del infierno.

“La generación de Alejandro creció con la idea de que era imposible hacer cine en México. Por eso Amores perros fue un paradigma que marcó un antes y un después en el cine de nuestro país”, me dijo Gael García Bernal en 2007, cuando le pregunté sobre González Iñárritu. Ellos se conocieron a finales de los años noventa, durante la grabación de un comercial. García Bernal era un joven estudiante de teatro y González Iñárritu era un prestigioso publicista. Al poco tiempo, el director empezó a planear su ópera prima y recordó al joven actor. Lo buscó en Londres, donde estudiaba, y le ofreció uno de los papeles principales. Hoy son dos de las figuras más relevantes del cine hispanoamericano. “A todo el mundo le impresionaba lo que veía en Amores perros: eso era lo que ocurría realmente en la ciudad. Mostraba cómo era el DF , era un reflejo de nuestra epidermis en ese momento”, me dijo García Bernal.
Si hay algo que González Iñárritu ha sabido hacer a lo largo de su vida es entender y adaptarse a las obsesiones de su tiempo. Lo hizo cuando comenzó su carrera como locutor en WFM . Entonces era un estudiante de comunicación en la Universidad Iberoamericana, apasionado por el rock. De hecho, tenía una banda y muchos de sus amigos pensaron que se dedicaría a la música.En 1985, fue a un casting en la estación —en el que presentó la canción “Mr. Mister” de Broken Wings— y se quedó como locutor. “Desde entonces era un cuate que se salía de los estándares y lineamientos normales”, dice Charo Fernández, su compañera y amiga desde esos primeros años en WFM . González Iñárritu se convirtió en un referente, pues entendió qué música querían oír los jóvenes mexicanos y logró hablares en el tono adecuado.

Después de varios años exitosos frente al micrófono, fue nombrado director de la estación. “Es un hombre con una constancia y una perseverancia fuera de serie. Entonces nos hacía trabajar 16 ó 24 horas seguidas, y no nos quejábamos. Ama lo que hace, lo disfruta, es muy apasionado y muy intenso”, cuenta Fernández sobre esa época. Desde la dirección de WFM , empezó a promocionar monumentales conciertos de rock. En 1988, organizó junto a varios socios un show de Rod Stewart, que muchos aún recuerdan. A finales de los noventas fue contratado por la familia Azcárraga, con la misión de renovar y cambiar la imagen de todos los canales de Televisa. Uno de sus proyectos más ambiciosos fue Detrás del dinero, una serie que seguía la trayectoria de un billete que iba pasando de mano en mano. La producción era costosa —convenció a Miguel Bosé para que protagonizara el piloto— y los directivos de Televisa decidieron cancelarla. La decepción fue grande y González Iñárritu se retiró.

Junto al publicista Raúl Olvera fundó Zeta, una compañía publicitaria que se convirtió en la principal productora de comerciales en México. González Iñárritu era el cerebro creativo y ahí escribió, dirigió y produjo cientos de comerciales. Pero más allá de su pasión por la publicidad y la música, su ambición era hacer cine. Así que, en medio de uno de los mejores momentos de su compañía, empezó a estudiar con el director de teatro Ludwik Margules. En esa misma época conoció a Guillermo Arriaga, quien era escritor y profesor de la Iberoamericana. Arriaga era el autor de un guión titulado A cielo abierto, una historia inspirada en un accidente automovilístico que casi le cuesta la vida. Se lo enseñó a González Iñárritu y al poco tiempo empezaron a trabajar juntos en el texto.

Cuando tuvieron una versión limpia, se la llevaron a Martha Sosa, de la productora Altavista. “Alejandro sabía muy bien lo que quería. Independientemente de que tuviera mucho miedo y muchas dudas, como todos, sabía lo que quería decir con esa película”, dice Sosa. A pesar de los riesgos del proyecto y de la incertidumbre, Altavista y Zeta Films llegaron a un acuerdo para producirla, con un presupuesto de casi dos millones de dólares: algo nunca antes visto en la industria mexicana. “Mucha gente nos decía: ‘¡Están locos! ¿Cómo le van a apostar dos millones de dólares a Alejandro, si es un locutor de radio y un director de comerciales’”, cuenta Federico González, otro de los productores de Altavista.

El rodaje de Amores perros duró diez semanas y sobrepasó el presupuesto establecido. Además, requirió de un arduo proceso de edición, en el que Guillermo del Toro fue fundamental. En efecto, Del Toro —quien no conocía a González Iñárritu entonces— tuvo la tarea de cortar, sin misericordia, la versión final de la cinta, que quedó en 154 minutos. El éxito, no obstante, se tardó poco. Desde que se estrenó en Cannes, en mayo de 2000, fue un suceso. Ganó premios en casi todos los festivales que se presentó y se convirtió en un hito del cine mexicano y latinoamericano.

Ese año González Iñárritu se fue a vivir a Estados Unidos. Estaba convencido de que en Los Ángeles podría desarrollar con más facilidad los proyectos que tenía en mente. De inmediato empezó a trabajar en un nuevo guión con Arriaga. Y convenció a Sean Penn, Naomi Watts y Benicio del Toro de que participaran en su nueva cinta. 21 gramos fue estrenada en 2003 y, aunque no tuvo el mismo éxito de su antecesora, recibió varios reconocimientos. Luego vino Babel, el proyecto más grande en el que ha trabajado hasta ahora. La película fue rodada en tres continentes, con un presupuesto de 30 millones de dólares y con un grupo de actores que incluía a Brad Pitt, Cate Blanchett y Gael García Bernal.

En esa misma época el director mexicano empezó a interesarse en la producción. Rodrigo García lo contactó para que le ayudara a convencer a Naomi Watts de participar en Nueve vidas. González Iñárritu se fue involucrando poco a poco en la cinta y terminó convirtiéndose en el productor ejecutivo.
Poco después del triunfo rotundo de Babel, anunció que crearía una productora, llamada Cha cha chá, junto a sus amigos y también directores Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón. “Los tres amigos” —como los bautizó la prensa— anunciaron, con bombos y platillos, que producirían cinco películas, con un presupuesto de cien millones de dólares. Tres de ellas serían dirigidas por cada uno de ellos, la otra por Rodrigo García y la quinta por Carlos Cuarón, el hermano de Alfonso. Y ésa fue, justamente, la primera que se hizo:Rudo y Cursi se estrenó en 2008, con un éxito moderado.

La experiencia de producir no fue fácil. Sobre todo porque los tres directores tienen agendas muy intensas y viven en lugares muy alejados. Fue tan complicada la producción a tres manos de Rudo y Cursi que, por común acuerdo, decidieron poner en pausa la idea. En este momento no hay fechas ni proyectos definidos. Sólo la certeza que hay una gran amistad que, en el futuro, puede producir grandes películas.

Cuando estaba terminando el proceso de edición de Biutiful, González Iñárritu recibió una invitación sorprendente. Bono y The Edge, de U2, le pidieron que asistiera a un ensayo privado de la banda en el Camp Nou de Barcelona, donde se iniciaría su nueva gira mundial. Los músicos, con quienes tiene una buena amistad desde hace años, querían que les diera su opinión sobre el espectáculo que estaban preparando.

La noche del concierto, González Iñárritu llegó con su esposa y sus dos hijos y se sorprendió al descubrir que eran parte de un exclusivo grupo de sólo cincuenta personas que presenciaría el concierto en el monumental estadio. Anotó en una libreta todo lo que vio y más tarde, durante la cena, les dio sus impresiones a los músicos. Ellos le respondieron que ahora era su turno: querían ver su nueva cinta. Después de la proyección —que el director organizó a los pocos días— Bono estaba conmovido. Le dijo a González Iñárritu que pocas veces había tenido una experiencia tan intensa en cine. También le dijo: “La intimidad es el nuevo punk”: en una época en la que se han perdido la capacidad de asombro, no hay nada más provocador y agresivo que ver la intimidad de una persona.

Biutiful se puede entender como la exploración del dolor, la enfermedad y la redención: “Me gustan las películas que tienen dolor, pues me parecen más vitales. El dolor es un resorte que nos permite llegar a la redención. Para mí el objetivo último del cine es la catarsis. Y si no logro generar una catarsis, entonces siento que he fracasado”. González Iñárritu es, desde muy joven, un hombre espiritual. Uno de sus mayores consejeros es Ernesto Bolio, un psicólogo que conoció cuando estudiaba en el Colegio Cedros, una escuela del Opus Dei. Se dice que Bolio viaja a las locaciones para aconsejarlo sobre dudas religiosas. También se sabe que antes de iniciar las grabaciones y cuando éstas concluyen, el director organiza unos rituales con todo su equipo para “bendecir” la película. “Sí tengo una vida espiritual. Creo entender una parte sobrenatural de nuestra existencia, pero no bajo una visión religiosa de ninguna especie”, dice.

Los temas metafísicos nunca habían aparecido explícitamente en sus películas. Al contrario: tenía una fijación con que su cine fuera hiperrealista. Pero en Biutiful quiso tocar —sin convertirlo en el tema central— la relación entre los vivos y los muertos. Buscó personas que supuestamente tuvieran la habilidad de hablar con los difuntos y encontró bastantes, muchas más de las que imaginaba. Pero para ellos esta condición es más una carga que un privilegio; su personaje principal, Uxbal, vive constantemente esta contradicción. Para que el espectador tuviera la sensación de esta cercanía con la muerte, el director jugó con algunos trucos técnicos. A medida que la historia avanza, por ejemplo, el personaje de Bardem empieza a perder sincronía con su propia sombra y su reflejo se difumina. Asimismo, las últimas escenas fueron filmadas en slow motion, a 28 cuadros por segundo. Este contacto con los muertos, obligó a González Iñárritu a pensar mucho en el tema: “Me aterra la idea de la muerte de mi padre. Desde niño me produce un terror brutal su partida. Igualmente empecé a cuestionarme sobre mi propia muerte y sobre la imagen que tendrán mis hijos cuando ya no esté”. Al final de los créditos hay una dedicatoria a su padre.

El cine es la actividad que le permite afrontar estos demonios. Por eso no se imagina dirigiendo una película que no sea personal. Pero sabe que es un privilegiado: muy pocos pueden darse el lujo de darle la espalda a los grandes estudios. González Iñárritu está convencido de que, como ocurre en la economía mundial, hoy en día sólo hay espacio para los blockbusters de doscientos millones de dólares —que llama “carbohidratos visuales”— o para los proyectos minúsculos, de menos de un millón de dólares. Esta polarización les quita espacio a cineastas que, como él, quieren hacer producciones intermedias. No se define como un purista, pero sabe que no puede estar del lado de los más taquilleros ni de los “jóvenes Tarkovski”, como los llama en broma.
Tal vez el único momento en el que puede trabajar con grandes presupuestos es cuando, ocasionalmente, regresa a la publicidad: a su viejo oficio de dirigir comerciales. Entonces tiene una excusa para experimentar con cámaras digitales o nuevos lentes y filtros. Así ocurrió a principios de este año, cuando Nike lo contrató para que dirigiera su comercial oficial para el Mundial de Sudáfrica. El comercial, llamado “Write the future”, es una superproducción y se rumora que puede ser el más costoso de la historia, aunque la compañía no ha querido revelar el presupuesto. La grabación, que duró dos meses, se llevó a cabo en varios países y contó con la participación de Wayne Rooney, Cristiano Ronaldo, Kaká y Ronaldinho, entre otras estrellas del futbol. Y aunque el spot se hizo famoso por la supuesta maldición que cayó sobre los jugadores que actuaron —ninguno de ellos brilló en el torneo—, es una pequeña obra maestra que recuerda muchos de los mejores momentos de sus largometrajes. Y confirma que González Iñárritu es un camaleón que se adapta a cualquier terreno.

La escena se ha repetido, con leves variantes, en cada una de las pocas ocasiones en las que lo he visto: la presencia de El Negro —su apodo oficial— inunda el lugar al que llega y lo convierte, casi de inmediato, en el centro de atención. Le atribuí esta cualidad a su pasado de publicista y locutor radial, pero después entendí que, en realidad, es otra cosa.

Antes de viajar a Cannes, en mayo pasado, para presentar Biutiful, quiso mostrarles a sus hijos su obra. Rentó un teatro durante tres fines de semana y proyectó en orden sus tres películas anteriores. Él mismo no las había vuelto a ver y se sorprendió: “Siempre pienso en términos musicales. Vi que Amores perros es una canción de rock, 21 gramos una pieza de jazz, Babel una ópera y Biutiful un réquiem”. También descubrió que, a pesar de todo, sigue siendo la misma persona. Que, a sus 47 años, el éxito no lo ha afectado ni ha perdido ese ímpetu que lo llevó a mandar todo al diablo para tomar una cámara y hacer las películas que quería.

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